Los chicos a la escuela

 

I

El martes 9 de febrero el país entero debería movilizase alrededor de una exclusiva consigna: «Que se abran las escuelas». Es necesario hacerlo, es justo hacerlo. Si la Argentina nos importa, si nuestros hijos y nuestros nietos nos importan, las escuelas y los colegios deben abrirse. No hay excusas ni avivadas que justifiquen lo que sin alternativas merece calificarse de un acto de barbarie que ya lleva un año de extensión y que si lo dejamos librado a la voluntad del gobierno nacional y los sindicatos docentes, sin inmutarse apostarán a otro año sin clases, eso si, cobrando y con paritarias incluidas. La pandemia es una desgracia para el mundo, pero el cierre local de las escuelas corre el riesgo de transformarse en una tragedia, una tragedia educativa que traducido al lenguaje político es una tragedia nacional. Baradel y Trotta lo están logrando. Por lo menos no han ahorrado esfuerzos para hacerlo. Uno con su lenguaje rústico y sus modales de picapiedras; el otro, con sus gestos más cultivados. Como se decía en otros tiempos: el policía malo y el policía bueno, unidos en la búsqueda de un mismo objetivo. En el caso que nos ocupa: las escuelas cerradas.

 

II

 

Desde ya adelanto que no va a ser fácil abrir las escuelas. Nunca defender la educación ha sido tarea fácil. Ni en los tiempos de Sarmiento ni en los tiempos actuales. Hay una pandemia que no se la puede desconocer. Pero mucho más grave que el Covid, mucho más devastadora que la pandemia es la faena de los bribones de la política y el sindicalismo que se escudan detrás de ella para sostener privilegios corporativos, alentar el cualunquismo político y social y en el camino sacrificar la educación. El daño que han hecho y el que pretenden seguir haciendo es enorme. La pandemia los ha puesto en evidencia. El daño ya lo venían haciendo desde antes, pero ahora lo han extremado. De las huelgas salvajes encubiertas bajo la consigna de «planes de lucha», al cierre absoluto de las escuelas, hay una actitud coherente. De las huelgas armadas con fines de semanas largos con promoción turística incluida, a las escuelas cerradas a cal y canto. La pandemia no los cambió, en todo caso los puso en evidencia. No me consta si lo decidieron de manera deliberada o si los arrastró la inercia, la lógica de un gremialismo cuyos resultados objetivos están a la vista. Nada nuevo bajo el sol. Se trata de los mismos que han renegado de Sarmiento; de los mismos que han renegado de la profesionalidad de los docentes en nombre de la condición de «compañero», compañero en las «luchas», el nuevo paradigma pedagógico.

 

III

 

La pregunta de todos modos es previsible: ¿Pero no hay que proteger a los maestros? ¿Abrir las escuelas no sería acaso un operativo criminal orientado a liquidar a los docentes? En principio la pandemia la sufrimos todos los argentinos con independencia de condición social o profesional. Riesgos corremos todos, riesgos con consecuencias mínimas en algunos casos, riesgo con consecuencias graves en otros. Se tomaron las precauciones del caso. Se establecieron protocolos y medidas de seguridad. A veces más estrictas, a veces más leves. Pronto se supo que el Covid afectaba más a las personas mayores. Se definieron actividades esenciales: salud, seguridad, provisión de alimentos, entre otras. ¿Y la educación? Primera decisión controvertida: no es un servicio esencial. No me importa detenerme en galimatías verbales o técnicas. Lo cierto es que hasta la llegada de la pandemia siempre se declamó, en muchos casos con sinceridad que la educación es un servicio esencial. Ahora, parece que es esencial pero no tanto. ¿Pero deben o no los maestros dar clases? En principio sostengo que sí. Con los protocolos de seguridad del caso. Pero no es lo mismo plantearse que las clases no deben suspenderse que arrancar desde el vamos que a las escuelas hay que cerrarlas. Arrancar y seguir. Porque ya llevamos un año sin clases y por lo que se ve, están muy dispuestos a llevarse puesto el 2021.

 

IV

 

La educación es, debe ser, un servicio esencial. A los maestros hay que protegerlos con el mismo celo con el que se protegen a las enfermeras, a los policías, a las empleadas de los supermercados y a todos las personas del país. Ni más ni menos. ¿Están en riesgo? El promedio de edad de los docentes al frente de grado apenas supera los treinta años. No son en principio un sector de riesgo como pueden ser los jubilados o las personas mayores de setenta años o con lesiones graves a su salud. Si esto es así, no hay ni fundamentos técnicos, ni fundamentos sociales, ni fundamentos sanitarios que justifiquen la barbaridad de dejar a los chicos sin clases invocando una seguridad absoluta que nadie en la Argentina la tiene, que nadie la tiene en el mundo, que incluso tampoco la tienen los maestros que se quedan en sus casas o mejor dicho no van a trabajar porque de hecho pocos, muy pocos están encerrados en sus casas. Reclamar riesgo cero para abrir las escuelas es un acto de cinismo, la concesión de un privilegio o una coartada para no trabajar. Nadie en la Argentina tiene riesgo cero. Pero con las precauciones del caso, todos nos arreglamos para trabajar. Menos los maestros.

 

V

 

Una lectora me reprochó que yo estaba reclamando apostolados y martirilogios inadmisibles. Lo inadmisible es ese razonamiento. Nadie pide mártires ni apóstoles. Y yo tampoco. Reclamo que cumplan con su deber. En las condiciones de máxima seguridad que el país y los tiempos que corren pueden brindar. Lo digo de una manera más directa: que trabajen como trabajan la mayoría de los argentinos. Dicho esto agrego algo más: el magisterio reclama un mínimo de vocación, de compromiso con los chicos. Es un compromiso similar al que se les exige a las enfermeras, por ejemplo. No es lo mismo trajinar con expedientes, con bulones y tornillos, o con vacas y gallinas, que trajinar con la educación de los niños o la salud de la gente. Son profesiones que reclaman vocación y sensibilidad. Esa vocación y esa sensibilidad es la que los sindicalistas docentes se han dedicado a amasijar todos los días. Hace un siglo y medio Juana Manso lo expresó con palabras que no son simpáticas, no son concesivas, pero son claras porque a «la Manso» le gustaba hablar sin pelos en la lengua. Ella diferenció entre los maestros de vocación y los «conchabados», es decir, aquellos que conciben la docencia apenas como un empleo con un sueldo a fin de mes. La imputación más seria que se le debe hacer a los sindicalistas docentes es que por diferentes motivos que van del arribismo a la alienación ideológica, han decidido alentar y apoyar la cultura del conchabo. En el camino se lo fumaron en pipa a Sarmiento a Juana Manso, a Rosario Vera Peñaloza, a las hermanas Cosettini. El maestro dejó de ser un profesional, un colega para derivar en un «compañero» y «compañero» en clave populista: titular de derechos pero liberado de todo compromiso o deber. Así estamos.

 

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