Crónicas santafesinas

 

I

Había una vez (con esta frase se suelen iniciar los viejos y buenos cuentos que en el mundo han sido) un chico que se llamaba Suncho, que frecuentaba el Comedor Universitario de bulevar entre 1º de Mayo y 4 de Enero y que era habitual verlo por la facultad de Derecho y los bares de las inmediaciones. Cuando lo conocí, allá por 1970, este chico debe de haber tenido nueve, diez años, le decían Suncho y muchos más datos sobre su identidad nunca tuve (nombre y apellido, domicilio, fecha de nacimiento, nombre del padre y la madre) porque Suncho fue siempre Suncho, y supongo que él mismo nunca habrá tenido otra referencia. Y si por casualidad alguna vez llegó a tenerla, sospecho que no le dio ninguna importancia, porque para su vida real esos datos no le servían para nada.

 

II

Suncho era lo que dice, para ser correcto, un chico de la calle, un chico que vivía y dormía en la calle. Nunca supimos si tenía casa o residencia en algunos de los barrios pobres de la ciudad. Ese es otro de los rasgos distintivos de estos chicos: su lugar, valga la redundancia, es la calle y nadie los imagina en otro lugar, mucho menos en un hogar donde una madre los espera con la mesa puesta, la cama tendida y los despide con un beso antes de dormir; o un padre bromea con ellos acerca del próximo partido de fútbol o de esos temas que los papás buenos suelen conversar con sus hijos pequeños. No me consta, pero aseguro que esas bondades Suncho no las conoció nunca. La ausencia de esos afectos provoca consecuencias. A una de ellas la designamos con el nombre de «resentimiento». Son resentidos. Así de fácil para diagnosticar. No es ni rebeldía ni protesta, términos que disponen de buena prensa, a diferencia del «resentimiento» que está pintado con los trazos más lúgubres y desagradables.

 

III

Suncho era rubio y tenía ojos claros. Raro. El lugar común describe a estos chicos como «negros», color que suele ser más la coartada para el insulto o el acto de desprecio que una neutral descripción pictórica. Suncho era rubio, el pelo era un matorral amarillo que seguramente se mojaba cuando llovía o cuando, como alguna vez me contó, se bañaba en un arroyo del norte de la ciudad, arroyo que nunca conocí ni conoceré. Una amiga estudiante, Mariela creo que se llamaba, salteña de la ciudad de Salta y sus padres socios del Club 20 de Febrero, comentó alguna vez asombrada, con ese asombro propio de las chicas de su condición, que lo que más le llamaba la atención de la ciudad de Santa Fe es que había pobres rubios. Yo le dije que no exagerara, pero ella insistía (recordando su ciudad en la que, como alguna vez le dijeron sus padres, los coyas, negros, feos, sucios y malos, no podían pasear por la plaza principal) que a diferencia de Salta, en Santa Fe había chicos rubios mendigando en la calle. Nunca se me ocurrió indagar sobre esta observación. La registro porque da la casualidad que Suncho era rubio, aunque, hay que decirlo, su piel, a pesar de sus pocos años, ya registraba ese deterioro que solo produce la pobreza extrema y la mala alimentación.

 

IV

Suncho estaba muy lejos de ser un santo. Mendigaba en el comedor universitario o en la facultad con otros amigos y vuelta a vuelta eran autores de tropelías, porque los chicos de la calle no son traviesos (esa condición vale para otros chicos) son pichones de delincuentes a los que es mejor mantener a distancia. Suncho exhibía esos atributos y me atrevería a decir que era el que reunía las mejores condiciones para, remedando el título de una vieja película, ser apenas un delincuente. Sin embargo, tenía algo, no sé expresarlo en qué consistía ese «algo», pero era una señal, el parpadeo de una luz que nunca terminó de encenderse pero su resplandor era notable. Era alegre, por ejemplo, alegre, divertido y hasta con un elemental sentido del humor. Y cuando esto ocurría sus ojos claros se iluminaban. Y esa luz era algo así como un reclamo, un reclamo que nosotros no registrábamos y sospecho que no estábamos en condiciones de registrar.

 

V

Por esas vueltas de la vida, Suncho se hizo amigo nuestro, hasta donde unos estudiantes forasteros y que no creían en los valores evangélicos de la caridad pueden hacerse amigo de un chico así. Y nos hicimos amigos no porque fuéramos piadosos o tuviéramos sentimientos de culpas (no nos vamos a atribuir virtudes que no poseíamos, salvo un compromiso cultural con la izquierda anticlerical cuya única propuesta para los pobres era convocarlos a la lucha de clases, propuesta que con Suncho carecía de viabilidad y hasta, a pesar de nuestro dogmatismo, nos parecía ridícula) sino porque con Suncho algo se conversaba o él se las ingeniaba para conversar con nosotros, porque debo admitir que él hizo mucho más que nosotros para entendernos.

 

VI

Suncho más de una vez compartió la mesa del bar con nosotros. En el Torino, en Las Cuartetas, en el Miami, en el bar que estaba en la esquina de Bulevar y República de Siria. Se sentaba y se quedaba callado y nos escuchaba. ¿Qué pensaba mientras nos oía hablar de la revolución social y del Che Guevara? Vaya uno a saberlo. Nosotros éramos estudiantes pobres y mucho para ofrecer no teníamos, pero siempre un sándwich o la mitad de una milanesa estaba disponible para él. No tomaba vino y jamás lo vimos interesado en hacerlo. Comía despacio y en algún momento se iba a la calle, para ser más preciso, se perdía en la noche. A veces lo invitamos a dormir en una casa de Pasaje Maipú casi Urquiza. Lo hizo más de una vez. Se acomodaba en un sofá viejo y se tapaba con una manta. A la mañana tomaba una taza de mate cocido o café y se iba. Nunca nos agradeció las atenciones. Nosotros tampoco estábamos esperando ese reconocimiento. Nunca agradeció nada, pero me animo a decir que le gustaba estar con nosotros.

 

VII

Jamás se nos ocurrió darle consejos. En esto fuimos si se quiere realistas. ¿Qué podríamos proponerle para que abandone su condición de chico de la calle? Yo no tenía la menor idea; creo que ahora tampoco la tengo. Y agrego algo más: sospecho que las instituciones dedicadas a atender a los chicos de la calle tampoco saben muy bien qué hacer con ellos. Una sola vez, acaso dos, hablé con él de temas «profundos». Me escuchó y me miró de una manera tal, que en ese instante supe que Suncho con sus doce años sabía de la vida y de los rigores de la vida mucho más que yo.

 

VIII

Suncho estuvo presente en nuestra vida de estudiantes durante cuatro o cinco años. Lo vimos crecer, pero faltaría a la verdad si dijera que presenciamos su pasaje de la niñez a la adolescencia, porque el otro rasgo distintivo de estos chicos es que no tienen niñez, por lo menos tal como lo recomiendan los psicopedagogos y las personas bien pensantes. Y tampoco tienen adolescencia, porque, bueno es saberlo de una buena vez, a esas etapas a ellos, a Suncho en particular, alguien, alguien de quien no hay manera de saber quién es, se las robó. Suncho nunca fue un niño en el sentido convencional de la palabra. Y nunca fue un adolescente. ¿Saben por qué? Porque los chicos de la calle, a diferencia de otros chicos, no tienen futuro. El futuro también es un lugar que se lo han robado. Después lo perdimos de vista. Se fue del Comedor Universitario y de la facultad; se fue del barrio, se fue de la ciudad y hasta es muy probable que se haya ido de la vida, porque a los chicos de la calle le suelen pasar esas cosas: no viven mucho; o, como se preguntara alguna vez un ensayista conocido: ¿alguien conoce a un hombre mayor que alguna vez haya sido un chico de la calle? Es probable que algún comedido responda que sí conoce a uno o a dos, pero convengamos que desde Dickens en adelante los chicos de la calle se suelen ir de este mundo sin dejar de ser chicos de la calle y a la edad en que otros chicos recién están empezando a conocer la vida. Se mueren, los matan o cosas por el estilo, sin que nadie o muy pocos derramen una lágrima por ellos; incluso, hasta me animaría a decir que ellos mismos tampoco sienten demasiado irse de un mundo que para ellos fue en más de un aspecto y durante la mayoría de los días de su vida, el anticipo del infierno, sin que nadie les haya brindado la oportunidad de elegir otra cosa porque desde que llegaron al mundo, todo, o casi todo, estaba decidido.

 

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/288277-se-llamaba-suncho-cronicas-santafesinas-opinion.html]

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