Crónicas santafesinas

 

I

No necesito de los fastos oficiales ni de las celebraciones litúrgicas para recordar esa fecha y en particular ese día: 24 de marzo de 1976. Miércoles, si no me falla la memoria. Ya lo dije en su momento: vivía en Obispo Gelabert entre San Lorenzo y Saavedra. En un pasillo, al fondo, como se decía entonces. A ese pasillo y a ese departamento cayeron los militares armados hasta los dientes como si fuera más peligroso que Pablo Escobar. La orden de detención era contra Estela, mi mujer de entonces y contra quien les habla. 24 de marzo. Estela no se olvidará jamás de la fecha porque por ese humor negro que suelen practicar los dioses, el 24 de marzo además de ser el día que se perpetró el golpe de Estado más sanguinario de nuestra historia, era también el día de su cumpleaños y nosotros habíamos quedado en celebrarlo en el comedor del Club Rivadavia Juniors. Como para celebraciones en comedores de clubes estábamos nosotros y estaba el país.

 

II

Los milicos llegaron temprano y apurados. Nos llevaron a todos, incluso a los vecinos estudiantes que no tenían vela en ese entierro. Parece que lo que los decidió a arrestar a nuestros pacíficos vecinos fue la oportuna iniciativa de uno de ellos de mangarle un cigarrillo al oficialito a cargo del operativo (entre nosotros: el muchacho era célebre por su arte en mangar cigarrillos sin reparar en horarios ni investiduras), motivo por el cual a este soldado de San Martín no se le ocurrió nada mejor que imputarlo por «demorar y distraer el procedimiento».

 

III

El golpe de Estado estaba en la calle desde hacía rato. Nadie puede decir que no estaba avisado. El martes a la tarde estuve en la facultad de Derecho con los muchachos del Centro de Estudiantes. La soledad de las galerías de la facultad era abrumadora. Conversamos con el decano. Algunos comentarios acerca de la indignidad y cobardía moral de algunos políticos que el lunes retiraban sus pertenencias personales de sus despachos en el Congreso. Algunas imágenes tengo presente de esa jornada del martes 23. Estoy parado con un amigo en la esquina de San Jerónimo y bulevar. Cae la tarde. El silencio, de la calle. Pocos autos y poca gente. Estoy hablando de una de las esquinas transitadas de la ciudad. Pues bien, a esa hora de la tarde, el paisaje recordaba al crepúsculo de un domingo de ceniza. O el paisaje de un sueño, de esos sueños que anticipan la pesadilla.

 

IV

Desde hace 45 años, cada vez que recuerdo esta fecha tengo presente esa suerte de desdoblamiento entre racionalidad y hábitos. Mi razón estaba al tanto de que el golpe llegaba e incluso no faltaban quienes dijeran que se venía algo así como una Noche de San Bartolomé, por la jornada en la que los católicos de París salieron a degollar hugonotes en nombre del rey. Eso me dictaba mi razón, pero mis hábitos de vida parecían no atender esas señales. Esa noche estuve con algunos amigos en el Torino comentando la inminencia del golpe. Creo que me quedé en el bar hasta medianoche compartiendo copas y chismes. Y después, en lugar de irme a dormir a otro lado me fui a dormir a casa como si estuviera viviendo en Suiza. ¿Por qué esa torpeza? No lo sé. Y a esta altura del partido calculo que no lo sabré nunca. Pregunta para una biografía contrafáctica: ¿qué habría pasado si esa noche hubiera dormido en otro lado? Vaya Dios a saberlo. Como tampoco puedo responder por qué cuando estando entre rejas tuve la oportunidad de elegir el exilio en Europa, no lo hice. Algunos me dijeron que hice bien; otros, me declararon boludo. Encrucijadas que presenta la vida donde uno toma decisiones que van definiendo para bien o para mal un destino.

 

V

Decía que los milicos llegaron a la madrugada. Estela y yo estábamos desayunando. Apenas escuché el tropel en el pasillo salí al patio, me subí a una tapia, salté a la terraza del vecino y empecé a correr por los techos en dirección a calle San Lorenzo. A decir verdad, no corrí mucho: sonaron dos tiros y no me quedó otra alternativa que rendirme. Un milico apostado en una medianera me apuntaba. Podría haberme matado sin asco. No lo hicieron y agradezco. Supongo que esa madrugada del 24 de marzo la orden era detener estudiantes revoltosos, políticos protestadores y dirigentes sociales molestos. Las órdenes de matar llegarían después con los resultados y las consecuencias conocidas. Lo cierto es que mi condición de gaucho fugitivo duró poco. Con las manos en alto me obligaron regresar a casa y saltar desde el techo a la planta baja, operación que hice sin mayores inconvenientes porque, bueno, a los 25 años estas cosas se pueden hacer. No recuerdo el nombre del oficial a cargo del operativo, sí el del milico que disparó al aire y que parecía estar muy enojado conmigo. Sarmiento se llamaba. Joder. Justo a mí me detiene un tipo de apellido Sarmiento. Mi mujer, como dirá Neruda en un poema «centelleaba su desprecio». No lo podía disimular. En algún momento el oficial le ordenó que abra una puerta. «Cuando me deje de apuntar», le dijo. Y el milico bajó el fusil. Ella fue siempre una mujer valiente, pero al milico lo entiendo: a Estela no era fácil desobedecerla. Sé de lo que hablo. Razones para estar furiosa tenía. Dieron vuelta la biblioteca y los armarios. Buscaban armas y explosivos y actuaban como si estuvieran amenazados por un peligro inminente cuando, a decir verdad, el único peligro que corrieron en esa jornada fue el mangazo del vecino por un cigarrillo.

 

VI

Aunque parezca mentira decirlo, el jefe el operativo parecía más asustado que nosotros. Y tal vez lo estaba. Lo seguro es que mi mujer y yo no le tuvimos miedo. Jamás bajamos la vista o pedimos disculpas por algo. No sabíamos lo que iba a pasar con nosotros, pero si lo que pretendían era darse el gusto de vernos asustados, ese gusto no se lo dieron. Después de revolver toda la casa y no encontrar más que libros que seguramente no leyeron ni leerán en su vida, me hicieron caminar manos en alto por el pasillo. Estaba solo y escuché a mis espaldas el ruido de las armas que se cargaban. No soy valiente, ni guapo, y, antes como ahora, la vida me gusta, pero les aseguro que en esos instantes, apenas unos segundos, pensé que me liquidaban. Y aunque no lo crean, la idea no me aterrorizó. No voy a decir que me daba lo mismo, pero en esos segundos me hice cargo de que hasta aquí había llegado. Otras veces en mi vida pasé por situaciones más peligrosas, pero les aseguro que nunca la sensación de muerte la sentí con tanta intensidad como en esos instantes en los que caminé con las manos en alto por el pasillo de ese departamento de Obispo Gelabert. No pasó nada. Repito: no había órdenes de matar, pero eso lo sé ahora; en esa madrugada de marzo de 1976 no estaba tan seguro de las intenciones de estos buenos muchachos.

 

VII

El camión del ejército recorrió la ciudad recolectando prisioneros. Eran dos o tres camiones. El operativo «arreo» de civiles estaba extendido. Nos trasladaron a la Guardia de Infantería Reforzada, al sur de la ciudad, más allá de J.J. Paso. Y recuerdo el último detalle que más que detalle es un elocuente punto suspensivo. Eran las diez de la mañana, más o menos. En un baldío o en un potrero jugaban al fútbol. Tipos grandes y con camisetas. Pensé en ese momento: nosotros marchamos en cana y nos parece que estamos viviendo uno de los momentos más trágicos de la nación; pero para esos muchachos la ocasión, es decir, el feriado, era propicio para jugar un partido de fútbol. No los estoy criticando, estoy planteando un dilema o un interrogante que amerita un debate profundo acerca de las acciones y reacciones que provocó el golpe de Estado. Esos muchachos que jugaban al fútbol también eran argentinos y tal vez sin proponérselo expresaban otro punto de vista, no sé si a favor de los militares pero sí a favor del derecho de reproducir en su vida cotidiana aquellas costumbres que configuraban su vida y que un golpe de Estado no las alteraba. Yo estuve casi dos años en cana. Nunca me procesaron y nunca me llamaron a declarar. Un día me llevaron y otro día me largaron. Así se manejaban estos muchachos. Un milico de civil, sobretodo oscuro, sombrero negro, lentes ahumados, me dijo antes de salir: «Si, como decís, sin haber hecho nada estuviste dos años preso, imaginá lo que te puede pasar si se te ocurre hacer algo. Portate bien y cuidate, pibe».

 

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