Crónicas santafesinas

 

I

Habíamos terminado de comer un asado. En la parrilla quedaban lánguidos y perezosos algunos chorizos y unas costillas. No mucho más, aunque a nuestra manera honrábamos esa condición de argentinos consistente en que en un asado lo que sobra es siempre más que lo que se comió. La hora de disfrutar de la carne (carne argentina importada) había concluido, pero no la hora de continuar con el vino algunos, con cerveza otros, con un café solitario los menos. De algún lado salieron unos pasteles y una crema helada. Millones de calorías en una noche como para derrotar la dieta más sacrificada. Era de noche. Medianoche o tal vez algo más tarde. Un amplio ventanal nos permitía apreciar las sombras más allá de la luz. Las sombras y el silencio, porque estábamos en el campo. Hacía calor pero soportable. En la mesa había nueve o diez personas. Hombres y mujeres, pero más hombres que mujeres. La charla transcurría desordenada y espontánea. Hablábamos de todo un poco, a lo argentino: de política, de recuerdos, de chismes. Estábamos contentos, tal vez por el efecto de los vinos, tal vez porque cuando los amigos se reúnen alrededor de un asado siempre hay motivos para sentirse en armonía con la vida. No conozco asados tristes. Yo por lo menos no los conozco. Y si alguna vez participé en alguno, no lo recuerdo. La memoria en estos casos suele ser selectiva y está bien que así sea.

 

II

Decía que estábamos en la hora de la sobremesa. No recuerdo los nombres de los participantes, pero tengo presente sus rostros y sus palabras. También recuerdo que desde algún lugar llegaba la voz del Polaco Goyeneche. Y que el tango en cierto tramo de la reunión ocupó algunas de nuestras consideraciones o ponderaciones porque, bueno es decirlo, si bien no todos los presentes eran tangueros, todos esa noche teníamos ganas de escuchar tangos y hablar de tangos. De todos modos, a la hora de la sobremesa el tema excluyente fue Santa Fe, la ciudad de Santa Fe. Ninguna novedad en una mesa integrada exclusivamente por santafesinos. La singularidad en este caso eran los tonos de nostalgia y de evocación. Quienes hablaban parecía que mencionaban un tiempo perdido, una edad perdida, tal vez un lugar perdido. Todos tenían algo que contar, todos menos yo que me resignaba a escuchar y a ser de alguna manera el «pretexto» para hablar de la ciudad fundada por Garay. Por otra parte, nada me diferenciaba de ellos, ni mi condición de santafesino ni mi afecto por la ciudad. Nada me diferenciaba de ellos, salvo el echo de que yo vivo en Santa Fe y ellos no. Y que yo en pocos días estaría de regreso en Santa Fe y ellos hacía años que no volvían a la ciudad y, si alguno de ellos alguna vez lo hizo, fue por pocos días, más como visitante.

 

III

No estábamos en Santa Fe, pero todo nos recordaba a nuestra ciudad. La comida, el modo de hablar (el modo de comernos las eses), los lugares compartidos en el recuerdo, algunos amigos comunes, algunas anécdotas conocidas. Me pasó algo raro. Tal vez la hora, tal vez el vino, tal vez el momento. En algún trecho de la reunión miré a la ventana, a la noche, al silencio, y tuve la sensación de que estaba en Santa Fe, que si salía de la sala y caminaba unos metros en cualquier dirección estaría en alguna esquina de bulevar o de San Martín o de la Costanera o de avenida Galicia, o del Parque del Sur. Pero no, no iba ser posible, estaba lejos de mi ciudad, a más de quince mil kilómetros. Pero eso me lo decía la razón, porque la afectividad me tendía sus trampas. No estaba en Santa fe, estaba en Israel y en un kibutz, pero en un kibutz en «medio del campo» habitado por muchos santafesinos. Algunos vivían allí desde principios de los años sesenta, otros habían llegado en los años setenta, todos santafesinos, todos con un proyecto de vida organizado alrededor de Israel, pero todos inevitablemente santafesinos. Por lo menos esa noche lo vivieron, lo sintieron así. Como para rematarla, y como para entregarnos a las celadas del sentimentalismo, alguien sacó al Polaco y lo puso a Horacio Guarany con su «Alto Verde querido». No es el cantor que más me gusta, ni es la canción que más me inspira, pero es fatalmente santafesina. Para bien o para mal es la que más nos representa. Y a quince mil kilómetros de distancia no hay margen para distinciones más sutiles.

 

IV

Cada uno de los participantes tenía algo que decir de su ciudad. También de ciertas ironías de la vida. «En Santa Fe, me decían ‘Ruso’, en Israel me dicen ‘Argentino'». «Habrá que aprender a convivir con las dos identidades», agregó otro. Yo los escuchaba. De vez en cuando decía algo, pero estaba claro que la reunión era de ellos porque la hora de la evocación así lo exigía. Alguien dijo que si tuviera que elegir un lugar y un recuerdo de la ciudad, ese lugar sería el bar de Suipacha y avenida Freyre y los veranos con las mesas en los canteros. Otro prefirió los lisos de un patio cervecero en calle Sarmiento, y un tercero habló de la calidad de los lisos tirados en una chopería del sur. «A mi esposa la conocí en un baile en Transfuerza», dijo un veterano que se fue de Santa Fe a principios de los sesenta. Otro más joven, habló de Bambina y de los copetines (qué antigüedad) de los sábados a la mañana en la galería Mely Park de calle San Martín. Una mujer tenía presente el bar Los Constituyentes, y otra decía que su bar preferido era Los dos Chinos de San Martín y Juan de Garay. Se habló de Parque del Sur, de los paseos por la costanera, de los domingos a la siesta con mates en el Parque Garay o de la cita de los domingos después del almuerzo en el Baviera de bulevar, casi llegando al Puente Colgante.

 

V

«Hay una plazoleta, dijo uno, cerca de la Sociedad Rural, y si mal no recuerdo donde se nace Cándido Pujato, Cándido Pujato y Saavedra, en esa plazoleta nos encontrábamos con una novia del secundario que ya no está en esta vida». «Yo me acuerdo del Puente Colgante, pero en particular del ruido de los adoquines de madera». «Y yo me acuerdo de los pescados de Chiquito». Por supuesto, Unión y Colón cayeron en la volteada y enseguida se armaron las correspondientes hinchadas. «Yo a los partidos de Unión no me los pierdo nunca. Por LT10 o por LT9, pero los escucho siempre». Como no podía ser de otra manera un colonista recordó el dos a uno de Colón contra El Santos de Pelé en 1964. Y el gol de Ploto Gómez. Otro veterano se atrevió a recordar el «París», el cabaret de don Víctor. Hubo referencias a una célebre gresca en los años setenta entre judíos del Peretz y judíos del Macabi. Fue en el local de Tucumán y 1º de Mayo. Se dieron sin asco. Muchos años después se hicieron amigos. Por lo menos algunos así lo contaron. La charla se fue apagando como pasa en estos casos. Por el embrujo de los recuerdos y la nostalgia habíamos transformado un pedacito de tierra de Israel en un territorio santafesino. En la travesía pasaron amigos, novias ausentes, lugares que ya no están y voces que se perdieron. La noche se cerró con un dato pintoresco y afectivo. Cinco o seis de los presente eran egresados de la Escuela Industrial Superior. Lo decían orgullosos, se jactaban de su condición, se sentían como miembros de una secreta cofradía. El vino, la hora y las circunstancias hicieron el resto. Se pusieron de pie y cantaron: «Donde quiera el azar nos reúna…». Vaya con el azar, vaya con las reuniones.

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/295482-de-israel-a-santa-fe-cronicas-santafesinas-opinion.html?fbclid=IwAR2thgUA65IjtN9XosdPFq4k2fJ9JbqEd03i1FGHfFpNd3uLbxqI1dLRz9M]

 

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