Todo mal, pero hay esperanzas

 

I

Con un promedio de 500 a 600 muertos por día y un contagio que oscila en unas 35.000 personas diarias, está claro que se imponen las restricciones más exigentes. Negarlo será necio y torpe. En homenaje a la verdad, hay que anticipar que no van a ser nueve o diez días. Esto va para largo porque si los anuncios oficiales no mienten estamos en el peor momento de la pandemia o, para decirlo de una manera más realista, al borde de una tragedia sanitaria. Si lo que se desea o se reclama es un consenso ese consenso está logrado. Ante el rigor de los hechos muchas alternativas no quedan. Una sorprendente unanimidad se ha logrado. Oficialistas y opositores parecen estar de acuerdo en lo peor, es decir, cerrar todo o casi todo. Nunca aprobé las unanimidades y mucho menos la unanimidad que nos obliga a elegir entre la espada y la pared, o entre un fin espantoso o un espanto sin fin, sobre todo cuando este final estaba previsto, sobre todo cuando voces calificadas advirtieron que si no se hacían las cosas como correspondían íbamos a ser emboscados por la tragedia, la tragedia de advertir que después de un año de pandemia y con la cuarentena de la que proclamaron orgullosos como la más prolongada del mundo, íbamos a estar peor.

 

II

Si el conductor ebrio choca el auto y provoca una desgracia, la culpa no la tiene el auto o el desprevenido transeúnte que cruzó la calle como corresponde, sino el señor que se embriagó y produjo un desenlace previsible. Trasladado el ejemplo al campo de la política, digamos que el gobierno nacional hizo todo lo posible para precipitar la desgracia. Si no testeamos, si no vacunamos en los tiempos que corresponde, si no disponemos de vacunas, el resultado no nos debe sorprender. Agréguele a este escenario dantesco, la canallada de funcionarios y políticos oficiales dedicados a repartir vacunas entre ellos y sus parientes. ¿Qué resultados podemos esperar? Es más, deberíamos arribar a la conclusión de que Dios efectivamente es argentino, porque atendiendo la ineptitud, la desidia o la indiferencia, cuando no la picardía, podríamos estar en una situación mucho más sombría.

 

III

Atendiendo los acontecimientos hay derecho a preguntarse si para el gobierno nacional la pandemia es una prioridad. La pregunta es pertinente, porque no es ningún secreto que el acto fundacional de este gobierno fue y es el de asegurar la libertad de Cristina Kirchner. La pandemia es un «inconveniente» que se le cruzó en el camino, pero para su lógica íntima lo decisivo, lo que lo justifica históricamente, es cumplir con los deseos de la Jefa. Dicho de una manera más directa, la voluntad de poder está colocada en primer lugar en impedir que la responsable del saqueo más formidable de los recursos nacionales vaya entre rejas. Si de paso podemos luchar contra la pandemia, mejor. En ese contexto empieza a entenderse por qué no tenemos vacunas o no tenemos las vacunas que otros paisas en condiciones sociales y políticas parecidas al nuestro disponen. También se entiende que mientras los índices sanitarios son una calamidad, los operadores del gobierno se dedican a impulsar una reforma judicial violatoria de principios constitucionales pero necesaria para crear las condiciones que liberen de todo temor a la Señora y, por qué no, habilitar a las aves de carroña que abundan en el cielo oficial, para perpetrar nuevos saqueos con la tranquilidad de saber que ningún fiscal se atreverá a investigarlos.

 

IV

Hasta el día de hoy el gobierno no da explicaciones satisfactorias acerca de lo que pasó con Pfizer. ¿A la delicada sensibilidad nacional y popular no le gustó que fuera yanqui? ¿La consideró portadora del demonio neoliberal? ¿Preferían relaciones carnales con Putin? ¿Peleítas y refriegas internas entre laboratorios con sus correspondientes intereses creados? ¿Algún discreto pedido por debajo de la mesa? Pregunto, no afirmo. Desconfío, no creo. Especulaciones inevitables, porque quien debería dar una explicación razonable no la da. O la que da no lo convence ni a Dylan. Entonces, lo que nos ocurre no debería asombrarnos. Estamos donde estamos porque el gobierno nacional hizo todo lo necesario o dejó de hacer todo lo que debía hacer. Y cuando empezamos a transitar por el filo de la navaja o al borde del abismo, la única idea que se le cae es cerrar todo. Una idea que alienta al mismo tiempo algunas de las recurrentes fantasías y pesadillas populistas: ciudades cerradas, ciudades parecidas a sepulcros, ciudades disciplinadas que muy bien podría ser la versión idílica y lúgubre de la comunidad organizada siglo XXI.

 

V

La única batalla que el gobierno se animó dar con pasión de cruzado e instinto de inquisidor, fue la de cerrar escuelas. De la mano de Baradel y de un sindicalismo atorrante que, a decir verdad, no necesitó de la pandemia para renunciar a defender la profesionalidad docente, han convertido al objetivo de escuelas cerradas en un emblema de la causa nacional y popular. Mientras tanto, las cifras económicas y sociales de la Argentina nos ofrecen una pobreza que araña el cincuenta por ciento de la población, una caída del PBI de casi diez puntos, más de cuatro millones de indigentes, índices inflacionarios que exhiben el honor de ser uno de los más altos del mundo. Y la respuesta a este panorama dantesco es más emisión y prohibir las exportaciones de carnes. Un desastre. No tengo memoria que alguna vez en la Argentina hayamos atravesado por una situación parecida. Si no estamos peor es porque los argentinos, a pesar de todo, nos esforzamos todos los días por hacer las cosas de la mejor manera posible.

 

VI

Una confidencia personal. El 14 de abril y el 20 de mayo me apliqué las dos vacunas. La atención perfecta. El personal impecable. No observé ni camiseteo político, ni malos tratos a la gente. Todo lo contrario. Alguien me dijo: no hay por qué felicitar a quienes no hacen más que cumplir con su deber. Equivocado. En esta Argentina, si cada uno de nosotros, empezando por los gobernantes cumplieran con su deber otra sería la situación. Por eso los felicito. Nadie pide mártires. Solo funcionarios, dirigentes, servidores públicos normales. En el vacunatorio de Facundo Zuviría y Estanislao Zevallos y en el de Avenida Galicia y Las Heras, no vi héroes, vi gente normal haciendo lo que debe hacer la gente normal. Fui, fuimos, muy bien atendidos. Soy periodista y no nací ayer. Me ocupé de hablar con la gente, me ocupé de hablar con los muchachos y las chicas que nos atendían. Confieso que mi predisposición era más hacia la crítica que a la adhesión. A este gobierno de la provincia de Santa Fe no lo voté, pero lo que está bien merece ser reconocido. Hacen lo que pueden con los recursos escasos que disponen. Y lo hacen. No son perfectos, pero se esfuerzan por ser normales. No hice una estadística puntual. Miré, escuché, pregunté. Tal vez no deba generalizar o tal vez deba ser más prudente. No todo lo que brilla es oro. Pero hablo desde la intransferible experiencia personal. La experiencia de ser atendido como una persona, como un ciudadano. Y esa experiencia algún valor tiene. No pretendo tener razón pero pretendo ser leal con lo que viví en estos días. Esos enfermeros, esos médicos, esas empleadas que pueden llamarse Gabriela, Mirta, Nora; esos muchachos que se llaman Máximo, Jorge, Ignacio, me reconcilian con mi ciudad, con mi provincia. Y sobre todo con estos tiempos. Hay otra Argentina. No todo es sombrío, obsceno, corrupto. No todos se dedican a robar vacunas o a aprovecharse de las necesidades de la pobre gente para enriquecerse como hicieron en Ezeiza. Por debajo de las maquinaciones del poder, de los privilegios de los corruptos, de la prepotencia y la impunidad de los que mandan, late la esperanza, sobrevive la solidaridad. Hay lugar para una esperanza modesta pero digna, la esperanza de un país normal.

 

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