La condena que acentúa la soledad de un policía solitario

Los jueces condenaron a Luis Chocobar a dos años y medio de prisión. Vivo en un estado de derecho y acepto la legitimidad de los fallos judiciales, lo que no impide que como ciudadano manifieste mis disidencias y mis dudas. Chocobar no va a ir preso, pero fue condenado. Dicen que se excedió en el cumplimiento del deber. ¿Qué significa excederse ante un asesino que asestó diez puñaladas a un pacífico turista? ¿Qué significa la palabra “prudencia” cuando hay que decidir en el lapso de un minuto y medio lo que corresponde hacer con un asesino que huye con el cuchillo en la mano mientras la víctima se desangra en el suelo? Los jueces elaboran una verdad posible pero no absoluta. A Al Capone lo condenaron por evasión de impuestos porque no fue posible probar lo que todo el mundo sabía, es decir, que era el jefe criminal de la mafia en Chicago. La verdad jurídica en este caso no coincidió con la verdad “fáctica”, por decirlo de alguna manera.
Admito el valor de la ley, la complejidad histórica presente en las palabras que constituyen la norma jurídica, pero es esa misma complejidad social la que reclama miradas más amplias sobre lo sucedido, por ejemplo, aquel día de diciembre de 2017 en el barrio porteño de La Boca. El punto de vista, los diferentes y legítimos puntos de vista, como le gustaba postular a Henry James. Recordemos: alrededor de las once de la mañana el turista norteamericano Frank Wolek pasea por la esquina de Garibaldi y Olavarría. Toma fotos de casas, de calles, de murales, porque tal vez sabe que el espíritu de Quinquela Martín habita en el barrio de la ribera. La mañana, diría Borges, es atroz y verdadera.
De pronto, dos tipos lo atacan por la espalda. Wolek cae bañado en sangre. El que interviene es Luis Chocobar. Es policía y está fuera de servicio. Puede mirar para otro lado, hacerse el distraído, seguir de largo y nadie podría reprocharle nada. Chocobar podría recurrir a la clásica estrategia que aconseja el egoísmo disfrazado de sentido común: “No te metás”, “Dejá que se arreglen entre ellos”, “Lavate las manos”, “Hacete el tonto”. Pero Chocobar comete la “imprudencia” de intervenir. Decide intervenir. La decisión posee la dignidad del acto moral. En el relampagueo de un segundo su consciencia lo compromete en términos prácticos. La víctima no es un hijo, un padre, un hermano; es un desconocido, alguien que jamás vio en su vida, alguien acerca de quien la única certeza que lo asiste es que se trata de una persona, una persona que ha sido atacada por dos asesinos y se está desangrando en el suelo.
Conviene detenerse en este detalle. A Chocobar no le importa saber quién es o cómo se llama, o a qué se dedica esa persona gravemente herida. Le alcanza y le sobra con saber que es una víctima, que está sufriendo, que su vida corre peligro. Arriesgar la vida por un desconocido es el comportamiento que distingue a un héroe. Es un instante, pero es un instante heroico, generoso, solidario, arriesgado, gratuito. Chocobar practica la solidaridad con quien en términos reales es el explotado, el sometido, el humillado, es decir, la víctima. Lo expresa con certeras palabras el turista Wolek: “Mientras yacía en la fría vereda de cemento esperando la muerte, un policía solitario, Luis Oscar Chocobar, y algunos ciudadanos honrados de La Boca que habían presenciado mi ataque rápidamente me auxiliaron y corrieron tras los asaltantes sin titubeos ni preocupación por su propia seguridad, entraron en acción, hicieron lo correcto”.
Los asesinos corren y Chocobar los persigue. No son dos adolescentes traviesos, son dos asesinos. Quienes critican a Chocobar, dicen que intervino cuando ya no había peligro. ¿Tan seguros están? ¿Dos asesinos que cosieron a puñaladas a una persona dejan de ser peligrosos treinta segundos después porque se alejaron diez metros? “Hizo lo correcto”, responde Wolek. Y esa opinión no sé si vale ante el juez, pero a mí me importa.
Leo que los acontecimientos duraron apenas un minuto y medio. O sea que en noventa segundos Chocobar debió dilucidar si fue un intento de robo o un intento de asesinato; si los asesinos solo están armados con un cuchillo o poseen otras armas y, sobre todo, si están dispuestos o no a seguir matando.
¿Es o no un asesino Pablo Kukoc? Después de asestar diez puñaladas, ¿no quedan claras sus intenciones? Puñaladas por la espalda, puñaladas mortales. Pregunto a los hombres de derecho: en esas circunstancias concretas, ¿cómo se mide el exceso en el ejercicio de la autoridad? Pregunto, porque hasta que alguien me demuestre lo contrario, lo que se puede apreciar es que el primer exceso es el que cometieron los asesinos asestándole diez puñaladas a la víctima.
Reconstruyamos la escena. La luz de la mañana; un turista con su cámara de fotos. Y de pronto, el paisaje hospitalario de la Boca se transforma en un infierno, se tiñe con los colores de la sangre y de la muerte. Imagino el dolor, el miedo, la impotencia. Imagino lo que significa ese instante infinito de soledad, con la muerte merodeando en el aire. Imagino lo que representa para la víctima, cuando todos los límites parecen desbordados, la presencia de una mano solidaria, la certeza de que el mundo no es una pesadilla de apuñaladores impunes. “Mientras yacía en la fría vereda de cemento esperando la muerte, un policía solitario…”, escribe Wolek. El mismo policía solitario que ahora es condenado a dos años y medio de prisión.
Dicen algunos funcionaros: “Chocobar no estaba preparado para ser policía” ¿Tan seguros están? Un hombre que se compromete generosamente en nombre de la solidaridad, ¿no está preparado para ser policía? No sé qué entenderá ese funcionario por “buen policía”, pero por lo pronto estoy tentado a pensar que un hombre con los valores que exhibió Chocobar reúne las condiciones ideales del buen policía. Todo lo demás se puede corregir y mejorar, pero si falta ese fundamento que en Chocobar aquella mañana de diciembre de 2017 se hizo carne, no hay “buen policía”, por más buena puntería que tenga o por más que recite de memoria todos los reglamentos del mundo.
Imagino las objeciones. La policía no puede actuar con los mismos códigos del hampa; la policía debe ser controlada; la policía es corrupta; la policía aplica el gatillo fácil. Todo esto puede ser así, o no, pero lo que importa es el análisis concreto de situaciones concretas. Chocobar no coimea, Chocobar no dispara sobre personas indefensas, Chocobar no se lava las manos. Chocobar, como dijo el turista norteamericano, es un policía solitario. Y me temo que la condena de los jueces no hizo más que acentuar los tonos y los rasgos de esa soledad.
Mis razones no son jurídicas, dirán. Es probable. Pero son morales y en sintonía con valores humanistas; valores que sostienen las causas justas, la protección a los más débiles, la sanción moral al crimen, la solidaridad con los que sufren. No sé con precisión la relación entre norma jurídica y acto moral, pero supongo que alguna relación debe o debería haber.

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