Hablar cuando no debe, callar cuando debe hablar

 

I

La desafortunada frase del presidente acerca de los barcos, los indios y la selva no es más que eso, una frase desafortunada que no dice nada nuevo respecto del concepto que ya se ha ganado entre los opositores y tampoco modificará las adhesiones de quienes por una razón o por otra lo sostienen con más o menos entusiasmo. Si la experiencia no me engaña, conjeturo que la semana que viene nadie se acordará de este episodio, entre otras cosas porque conociendo la pulsión del presidente por la «locuacidad morbosa» ya se encargará de realizar un nuevo aporte al refranero popular. Palabras más, palabras menos, supongo que no es necesario observar que el poder no se pierde ni se gana por una frase, que el poder es una suma de relaciones mucho más complicado que una torpeza discursiva. Sin ir más lejos, Menem se cansó de cometer furcios culturales, algunos rayanos en la barbarie cultural, pero mientras funcionó el famoso «uno a uno» se cansó de ganar elecciones con los votos de sus seguidores y de muchos que de la boca para afuera lo detestaban pero en la solitaria encrucijada del cuarto oscuro le ponían el voto. Y recordemos que cuando perdió el poder no fue por una frase de más o de menos. No, no se pierde una elección por decir disparates, torpezas que el presidente comete con demasiada frecuencia, pero que, para ser sincero, creo que solo le interesa al denominado universo letrado, ya que me temo que la mayoría de los argentinos están ocupados en cuestiones más dolorosas, más urgentes que una boutade de Octavio Paz reseñada por alguien de quien sospecho en su vida leyó ni siquiera una solapa de los ensayos y poemas del autor de «Libertad bajo palabra» o «El mono gramático», dos títulos que al señor presidente deberían suscitarle al menos alguna curiosidad. Insisto, no se ganan o se pierden elecciones por decir torpezas, pero sospecho que un presidente que todos los días se luce con un furcio pierde el respeto de sus contemporáneos y sobre todo se pierde el respeto él mismo y su investidura.

 

II

Mucho más grave que estos brulotes verbales es la pérdida de credibilidad, la pérdida no de legalidad pero sí de legitimidad y la pérdida de poder real en manos del Instituto Patria, poder presidencial que admito que siempre fue controvertido porque a todos nos asiste la sospecha de que la candidatura de Alberto Fernández fue más el producto de una maniobra, una intriga de alcoba, que una oferta electoral más o menos transparente. Cada vez son más intensas las dudas acerca de quién ejerce el poder en la Argentina, si Cristina o Alberto, dudas que alguna vez es posible que se disipen, pero ya es grave que en la opinión pública esa duda esté cada vez más generalizada y en más de un caso más que una duda sea una certeza. Mucho más grave que parlotear hasta quedar al borde del ridículo, son la mala gestión de la pandemia, la desolada situación económica y la impotencia del gobierno para dar una respuesta más o menos satisfactoria. A no llamarse a engaños: la Argentina anda mal desde hace rato, pero en estos dos años ese andar a los tropezones se ha acentuado. La Argentina anda mal y de continuar en la misma senda andará peor.

 

III

Lo cierto es que son los rigores de la realidad los que nos sugieren que estamos ante un presidente que habla cuando no debe y calla cuando debe hablar. Nadie lo obliga a ofender a Suecia, o a Chile, o a Uruguay; nadie lo obliga a citar a Octavio Paz vía Carlos Fuentes o Lito Nebbia o Martín Caparrós; nadie lo obliga a alardes retóricos en temas que no conoce o que le resultan ininteligibles, pero él sin embargo porfía en hablar, recurrir al sonido banal de las palabras, mientras produce el más hermético silencio para explicar por qué hay más de ochenta mil muertos, por qué faltan vacunas, por qué rechazamos a Pfizer o por qué la oligarquía populista disfrutó del insólito privilegio de vacunarse «saltando la fila», como legitimó en su momento el propio presidente.

 

IV

Este año, si es que los dioses y los oráculos del oficialismo lo permiten, habrá elecciones. Se eligen legisladores y me animaría a decir que si no sucede nada extraordinario más allá de lo que estamos habituados, el resultado será parejo, con una leve diferencia para un lado o para el otro. Ni el oficialismo asegura una mayoría absoluta ni la oposición le propinará al gobierno una paliza política memorable. Después están «los detalles» que a veces en política suelen ser decisivos. Una elección intermedia es, además de una suma y resta de legisladores, algo así como un termómetro que permite evaluar la gestión del gobierno y los logros de la oposición. En jerga futbolera diría que esa evaluación se dirimirá por pequeñas diferencias. No habrá goleadas ni de un lado ni del otro. Un uno a cero, un dos a uno, cuando no, un cero a cero. El gobierno sabe que entre el cuarenta y cincuenta por ciento de la sociedad no lo votará «ni ebrio ni dormido». También sabe que cuenta con una base social dependiente de urgentes necesidades primarias, base social que está sometida por los imperativos impiadosos de la pobreza, y hay motivos para suponer que a medida que se profundice la crisis económica, esa «pobreza de solemnidad» muy probablemente en lugar de arrojarlos a las filas de la oposición los haga más sumisos al clientelismo oficial, un comportamiento electoral previsible más allá del juicio personal que nos merezca.

 

V

Las elecciones legislativas e intermedias son un termómetro social con un efecto simbólico acerca de quién logra más o menos aprobación política. Reitero que si no ocurre nada excepcional, las elecciones serán parejas. Sin embargo, un resultado será decisivo para romper ese equilibrio de expectativas. Y ese cambio lo provocará el resultado en la provincia de Buenos Aires. Si el peronismo se impone en este distrito mantendrá su espíritu de partido mayoritario. Pero si pierde, el escenario se le pone castaño oscuro. Al respecto, supongo que no descubro la pólvora si digo que las únicas veces que el peronismo se afligió en serio fue cuando perdió en provincia de Buenos Aires y se puso en discusión su hegemonía en ese feudo de injusticia, dolor, miseria y mafia que es el Conurbano, feudo que el peronismo -y en particular el kirchnerismo- está muy interesado en que nunca deje de ser lo que es, porque del mantenimiento de esas condiciones miserables depende -más allá de los oropeles de la retórica- su predominio electoral. El Conurbano, que además de un espacio geográfico, es un campo de relaciones de reproducción de condiciones de vida, es una creación genuina del populismo criollo. La responsabilidad de este territorio desolado y arrasado por la explotación, la corrupción y las más turbias prácticas mafiosas no se la podemos atribuir a los Anchorena, a los Pereira Iraola, a los Martínez de Hoz o a los Álzaga Unzué, apellidos cargados de historia, apellidos identificados con «la oligarquía», pero que hoy están muy lejos de representar las verdaderas relaciones de poder y dominación en la Argentina. Más allá de verbalismos anacrónicos y relatos convocando a épicas que hace rato perdieron significado, hay que admitir en homenaje al realismo que el Conurbano, como expresión de un modo de dominación y control en la Argentina, es una creación política, social y cultural del populismo, entre otras cosas porque es su principal beneficiario y porque provee de la fuente de legitimidad electoral al bloque de poder dominante que en clave populista expresa las verdaderas y reales relaciones de dominación, explotación y privilegio de esta Argentina cada vez más pobre, cada vez más corrupta y cada vez más solitaria.

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/302869-hablar-cuando-no-debe-callar-cuando-debe-hablar-cronica-politica-opinion-cronica-politica.html]

 

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