Crónicas santafesinas

 

I

No recuerdo con exactitud cuándo me inicié como periodista. Sé que fue en el diario «Hoy en la Noticia», por lo que probablemente el debut haya ocurrido a fines de 1985. Sí recuerdo mi primera entrevista con grabador. Fue con Changui Cáceres en un comité de la UCR que entonces estaba por calle 1ª de mayo a dos o tres cuadras de bulevar. Conversamos por supuesto de política y en particular de las internas partidarias, un tema que, como se sabe, para todo radical es una debilidad, una fatalidad y una alegría. Como no podía ser de otra manera, hablamos como al pasar de los años de militancia estudiantil. Yo no sé si el tema le interesaba a muchos o a pocos, pero a mí me importaba conversarlo con él, entre otras cosas porque sin exageraciones digo que entre 1969 y 1973 Changui debe haber sido uno de los dirigentes políticos estudiantiles más importantes del país en un tiempo en el que los dirigentes estudiantiles eran personajes importantes.

 

II

La otra entrevista que hice en aquellos años fue con Raúl Carignano, el Gringo. También nos conocíamos desde los tiempos de la militancia universitaria. El Gringo, había llegado de la Universidad de Córdoba a principios de los años setenta. Puntano, peronista y del Integralismo, la misma agrupación en la que militaba el Negro Ávalos. Al momento de la entrevista Carignano era la gran promesa del peronismo en la provincia. Joven, inteligente, con aires de galán entre duro y melancólico, el hombre prometía y tenía con qué. Conversamos en un lugar donde solíamos encontrarnos de vez en cuando para compartir una copa: Las Cuartetas, el bar de bulevar y San Martín. Ya para esa época Carignano era una de la principales espadas de la renovación peronista. En esa primer entrevista hablamos de política nacional, pero recuerdo que en algún momento le pregunté acerca de lo que haría el peronismo si ganaba las elecciones: ¿Intervendrían o no las universidades? Y recuerdo que me contestó de manera categórica: «El peronismo va a respetar la autonomía universitaria y el cogobierno estudiantil». Y así fue.

 

III

Para esa misma época lo entrevisté en el local del diario a Jorge Obeid. Fue la primera de una serie incontable de entrevistas en el diario, en la radio y en la televisión. Recuerdo que la entrevista se inició con los recelos del caso. Obeid siempre me había considerado un gorila de izquierda y yo lo había considerado algo así como un facho. Después suavizamos nuestras opiniones, entre otras cosas porque habíamos arribado a la conclusión de que la pasábamos mejor siendo amigos que peleándonos por temas políticos en los que nunca íbamos a estar de acuerdo. En esa primera entrevista Jorge era Concejal. Después fue intendente y dos veces gobernador. Para esa época entrevisté un par de veces a Enrique Muttis. Una vez estaba con Carlos Caballero Martín y el Gordo Bullrich, y la otra vez conversamos en su casa mientras su esposa nos servía un desayuno de alta escuela. Con Muttis no puedo decir que hayamos sido amigos, pero nos conocíamos. Siempre me mereció el mejor de los conceptos. Además, le gustaba la historia y le gustaba conversar de temas históricos. El otro personaje que entrevisté en esos años fue a Santiago Mascheroni. Admito que fue una entrevista cómoda porque con Santiago nos conocíamos no desde la facultad, sino desde la Escuela Normal «General San Martín», de donde los dos somos egresados. Y para ser más preciso, diría que esa amistad no se forjó en el aula, porque íbamos a divisiones diferentes, sino en el baño, el lugar donde nos refugiábamos para fumar y para contarnos las historias y las hazañas que suelen contarse los adolescentes.

 

IV

Hay tres entrevistados con los que siempre disfruté conversar. Me refiero a Aldo Tessio, a Ricardo Molinas y a Alfredo «Pichón» Nogueras. Y lo disfruté no solo porque cada uno en su estilo era interesante, sino porque desde mis tiempos de estudiante revoltoso sabía, como lo sabíamos todos, que si llegaba a caer preso en algunas de las habituales redadas policiales de entonces o en alguna manifestación, los abogados que debíamos mencionar para que nos defiendan eran ellos. Con Tessio conversé en su estudio que entonces estaba sobre calle Salta casi llegando a San Martín, sobre los altos de una conocida casa de ropa santafesina. En esa entrevista don Aldo me habló de sus años de militancia juvenil en Esperanza y de su participación a partir de 1940 en una institución antinazi. Con Ricardo Molinas conversamos en el diario. Nos conocíamos de los tiempos de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, y yo en particular lo conocía por su militancia política, la de él y la de su padre, don Luciano. Precisamente, en esa entrevista hablamos de cuando don Luciano fue gobernador. Por supuesto, recordaba con mucho afecto y respeto a su padre y mencionaba las dificultades de una gestión que era mirada con recelo por parte del gobierno nacional de signo conservador. La conversación incluyó a Lisandro de la Torre quien, según me dijo, cuando venía a Santa Fe se alojaba habitualmente en la casa de sus padres, como correspondía en aquellos años cuando a los amigos se los recibía en la casa. Con Pichón Nogueras hablamos muchas veces. Pichón era un gran tipo: generoso, inteligente, amante de la buen música y, sobre todo, dueño de un humor elegante y discreto. Nunca deje de conversar con Pichón; lo hice casi hasta el último día.

 

V

Entrevisté a varios curas en aquellos años y todos ellos siempre supieron que yo era agnóstico. Hablé con Stoffel, con Leyendecker, con Trucco, con Galetto, con Serra, con Arancedo, pero con el que más hablé, con el que más me peleé, con el que más me divertí y con el que fui más amigo fue con Atilio Rosso. La primera entrevista la hicimos en la redacción del diario y nos peleamos como perro y gato. Y para asombro de muchos, la entrevista salió en esos términos. Después nos fuimos entendiendo. Pero sobre todo, nos fuimos haciendo amigos. La amistad incluía afecto, pero no eludía momentos de discusión, porque Atilio era entre otra cosas «un cura chinchudo y camorrero», como me gustaba decirle. Tomábamos café en el bar y comentábamos los chismes políticos del día a día. Uno o dos sábados al mes almorzábamos mano a mano en el comedor del hotel donde se alojaba. Durante años, una vez al mes por lo menos nos juntábamos en la quinta de Monte Vera asado y vino de por medio. En la mesa, otro de los invitados infaltables era Maurer. Cura incorregible. Todos sus invitados éramos ateos o agnósticos. Le encantaba ese juego. Nos sentaba en la mesa, nos servía el mejor asado y los mejores vinos y apenas empezaba la conversación nos acusaba por defender el aborto, o por estar en contra de la enseñanza religiosa, o por no ir a misa o por divorciados. La cuestión era pelear. Y por supuesto que peleábamos. El cura era un personaje. No se privaba de criticar a la Iglesia Católica, pero ese era un lujo que se permitía él, porque apenas alguno de nosotros insinuábamos alguna crítica se nos ponía de punta.

 

VI

Después estaba su humor de piamontés y su generosidad y su coherencia como hombre y como cristiano. Lo extraño al cura, lo extraño mucho. Murió antes de que hubiera un papa argentino. Me imagino cómo nos hubiéramos peleado. Lo velaron en el Colegio Mayor de calle San Jerónimo. Recuerdo otro cura que lo fue a despedir muy apenado, un cura con el que discutían duro, pero siempre se amigaban. Me acuerdo que ese cura alguna vez me reprochó que anduviera tan «uña y carne» con Atilio. Y me acuerdo que yo le dije: «Mire padre, yo en peleas de curas y peleas de mujeres, no me meto». Y se rio y terminamos compartiendo un vino. Fue en el velorio de Atilio que estuve con Obeid, que se conocía con el cura desde los tiempos del Ateneo, una relación de años signada por el afecto y las riñas como corresponde en esta vida cuando la gente es sincera y las pasiones son auténticas. Fue esa noche, y vaya uno a saber por qué, que Jorge me dijo después de felicitarme por la nota que escribí recordándolo a Atilio: «Una sola cosa te pido a vos que sé que me querés a pesar de todo: que cuando me muera escribas vos la nota en el diario». En esos momentos Jorge estaba tan sano como yo y sus probabilidades de muerte eran tan lejanas como las de cualquier persona sana. Sinceramente no sé por qué me dijo eso, por qué se le ocurrió decirlo. Jorge murió cuatro años después y por supuesto escribí una nota recordando al amigo que nunca voté pero al que respeté siempre.

 

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