No toda la culpa la tiene el virus

 

I

La cifra de 100.000 muertos es devastadora en términos prácticos, emocionales y simbólicos y habrá que ver qué consecuencias políticas precipita en los próximos meses y en particular en los comicios previstos para antes de fin de año. La oposición se equivocaría si creyera a libro cerrado que este balance de muertos es un certificado de derrota política para el oficialismo. Y, a la inversa, el gobierno haría muy mal en subestimar este balance de muerte o suponer que todo se reduce a una fatalidad inexorable en la que a ellos no les cabe ninguna responsabilidad. Algunos objetarán que esta suerte de tragedia que soportamos los argentinos está más allá de cualquier especulación política. No estoy tan seguro de que así sea. Los 100.000 muertos nos interpelan de diferentes lugares, pero desde el punto de vista político y en una sociedad en la que la legitimidad del poder se resuelve por la vía electoral, las especulaciones alrededor de los resultados en los próximos comicios no solo que son necesarias, sino que son moralmente legítimas. Si estamos de acuerdo o en desacuerdo con lo que está sucediendo en el país, el camino establecido para resolverlo es a través de las urnas. Apoyamos el actual orden o lo criticamos. Lo apoyamos o lo criticamos con más o menos entusiasmo. Y esa diferencia se resuelve con el voto. Hay por supuesto otros caminos para hacerlo, pero por lo pronto el voto es el que tenemos más a mano, es el que establecen las leyes y, al mismo tiempo, es el que provoca menos costos sociales.

 

II

A no subestimar la eficacia y la virtud del voto para decidir el rumbo político que consideremos más conveniente. A no subestimarlo porque después de todo los argentinos en el pasado hemos librado memorables batallas cívicas para conquistar ese derecho. Y sin ir más lejos, observemos lo que ahora sucede en Cuba para aprender a valorizar lo que significa la libertad y en particular la libertad política, uno de cuyos atributos decisivos es el voto. Alguien dirá que el voto no alcanza para resolver los problemas que nos aquejan. Puede ser, pero de lo que estoy seguro es que si bien el camino de los cambios sociales es complejo, el primer requisito para empezarlo a recorrer con alguna esperanza es el de asegurar la libertad política y otorgarle a los habitantes la condición de ciudadanos para que ejerzan el derecho a elegir y ser elegidos. Que una sociedad decida vivir en democracia y ajustada a los principios de un estado de derecho, exige saber que los cambios son siempre graduales y que los procesos históricos suelen no ser lineales. Importa saber también que ése es el contexto históricamente más favorable para asegurar que la sociedad desarrolle los hábitos necesarios para reproducir sus condiciones materiales de existencia, hábitos que se transmiten de generación en generación. La convivencia social –importa saberlo- exige una práctica virtuosa entre las expectativas de cambio y progreso y el mantenimiento de tradiciones y costumbres que se han ido constituyendo a lo largo de la historia.

 

III

Se sabe que los hombres debemos tomar decisiones en tiempos que no hemos elegido y que esas decisiones siempre incluyen un mayor o menor margen de error. Este principio lo vive y lo padece en carne propia Alberto Fernández, a quien el destino le asignó la tarea de ser presidente para gestionar una pandemia cuyas consecuencias si bien aún no las podemos evaluar en toda su magnitud, son por definición negativas. A Fernández el destino le asignó esa tarea, pero a los argentinos ese mismo destino nos colocó ante la realidad de un mandatario a quien no se lo puede hacer responsable del virus, pero sí de las decisiones políticas que tomó para reducir sus efectos al mínimo posible. Por lo pronto, admitamos que las condiciones en la que estamos librando esta suerte de batalla contra la pandemia no son las más favorables, en tanto contamos con un presidente que por razones ajenas al virus llegó a ocupar ese sitio como consecuencia de una inédita maniobra política a través de la cual el poder político real lo dispone la vicepresidente. Una sospecha que se hizo pública desde un primer momento, pero que luego los hechos se encargaron de confirmar para pesadumbre o inquietud de los argentinos para quienes nos resulta por lo menos inquietante que la máxima instancia de decisión política no disponga de la plenitud real de sus atributos. Todo orden político exige saber quién ejerce el poder y cómo lo ejerce. Si esto vale en circunstancias normales, vale con más intensidad en circunstancias difíciles y hasta excepcionales como las que estamos viviendo. Esta exigencia de certeza respecto de la autoridad del poder nosotros no la disponemos. Y el vicio es estructural, es decir no se arregla con buenas intenciones o maquillajes livianos. Y las consecuencias, me temo, las estamos padeciendo cada vez con más intensidad.

 

IV

¿Por qué la sociedad votó una fórmula política en la que era evidente que el poder real no estaba en el lugar asignado por las leyes? Es una pregunta cuya respuesta excede las posibilidades de este espacio. Basta con saber en principio que la objeción a esa «anomalía» se legitimó a través del voto popular y respetando las reglas de juego previstas por las leyes. Dicho esto, importa evaluar a continuación las consecuencias de estas decisiones. Por lo pronto, hay un amplio consenso en admitir que la gestión contra el virus podría haberse hecho mejor y que la administración de la economía podría haber sido más eficaz. El gobierno seguramente dirá que hizo lo posible a pesar del sabotaje de una oposición desestabilizadora, pero más allá de las opiniones de oficialistas y opositores, más allá de excusas o imputaciones, están los hechos con su contundencia y su dureza. Cien mil muertos es una cifra difícil de rebatir con los recursos de la retórica, sobre todo cuando existen indicios firmes señalando que de haberse tomado decisiones menos acechadas por los prejuicios de la ideología o, peor aún, menos condicionadas por ciertas operaciones tendientes a favorecer a unos laboratorios en desmedro de otros, el número de muertos podría haber sido menor. Por su parte, los niveles de indigencia y pobreza, la persistencia de los índices inflacionarios, la caída de la actividad productiva, dan cuenta de un clima social y económico crítico sin que se observen hacia el futuro signos de esperanza de una recuperación.

 

V

No nos llamemos engaño. El virus es una maldición, pero solo ha puesto en evidencia nuestros límites políticos. La Argentina viene arrastrando problemas serios desde hace por lo menos veinte años. El estado no funciona o funciona mal; la economía no crece, no logra desplegar sus posibilidades reales y en más de un caso se destruyen o se bloquean sus ventajas competitivas. Seguimos sin saber qué hacer con el capitalismo y qué hacer con un sociedad cuyos niveles de demandas son altos en una estructura que cada vez dispone de menos recursos para satisfacerlos. El dilema a resolver es el siguiente: ¿Cómo producir y acumular y al mismo tiempo hacerlo con políticas distributivas más o menos justas? Así de fácil y así de difícil.

 

 

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/308780-no-toda-la-culpa-la-tiene-el-virus-cronica-politica-opinion.html]

 

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