Don Manuel Ordóñez y los códigos del coraje

 

I

Don Manuel tenía esas cosas. Invitarte a compartir un viaje en taxi y descubrir a último momento que el destino de ese viaje es un penal penitenciario, una cárcel, la cárcel de Las Flores. Ni antes ni después me explicó por qué se le ocurrió que yo debía acompañarlo. Don Manuel no daba explicaciones. No era soberbia, mucho menos indiferencia, era su manera de ser o su manera de estar en la vida. Alguna vez, un amigo común me dijo: «Don Manuel es de los hombres que consideran que las explicaciones rebajan la calidad de un acto». No sé bien por qué me dijo eso. Hombres que se definen más por sus actos que por sus palabras. Así es la cosa. Esa tarde de diciembre, entonces, el taxi estacionó sobre Blas Parera y don Manuel bajó del auto y se acercó a un hombre que estaba parado en la esquina, como quien espera un colectivo o con el aire de quien se está empezando a acostumbrar a conocer una ciudad a la que recién llega. El hombre debía de andar entre los cincuenta y sesenta años. Aire como distraído; un bolso en la mano. Era flaco, alto, algo desgarbado; no diría que estaba mal entrazado, pero la ropa que vestía era vieja, gastada; pantalón gris que extrañaba una plancha; camisa desteñida, gris o celeste y un saco marrón que parecía quedarle grande; pelo oscuro y muy pálido; nariz enorme y ojos algo saltones; labios finos, cortantes, como replegados. Don Manuel se acercó y apenas se reconocieron se dieron un abrazo. Discreto, saludo de dos amigos que hace rato no se ven. Es la impresión que tuve, porque don Manuel no se abrazaba con cualquiera; conmigo, por ejemplo, nunca lo hizo. Desde el taxi vi como intercambiaban algunas palabras y después se acercaban al auto. El flaco -por llamarlo de alguna manera- se sentó en el asiento de atrás, al lado mío; me saludó con un movimiento de cabeza, no mucho más. Don Manuel le dijo al taxista que nos llevara de regreso al club.

 

II

No hablamos mucho en el viaje; pero por las pocas palabras que se pronunciaron advertí que el flaco, Edelmiro era su nombre, acababa de salir de la cárcel y por lo que alcancé a entender no había estado un fin de semana sino una larga temporada. Don Manuel le dijo que lo suyo ya estaba arreglado y que antes a primera hora de la mañana tomaría un taxi que lo trasladaría a un pueblo cerca de Rafaela, pueblo del que dieron el nombre, pero no alcancé a escucharlo, tampoco creo que tenga importancia conocer ese detalle. El tachero nos dejó al frente del club y al rato estábamos en la sala del bar. Ya era media tarde, pero el calor persistía, ese calor húmedo, impiadoso que nos sacude a los santafesinos durante toda la temporada de verano. Don Manuel pidió unas cervezas y un par de hombres se acercaron a nosotros y lo saludaron a Edelmiro, un saludo discreto que él respondió con un tono parecido. Nos acomodamos alrededor de una mesa con sillones. Observé que Edelmiro no estaba incómodo, pero no sé por qué se me ocurrió que tenía ganas de irse, como o que su cabeza estaba en otro lado. Don Manuel mientras tanto cumplía funciones de maestro de ceremonia. A las primeras botellas de cerveza le sucedieron otras, esta vez acompañadas con una picada de queso, aceitunas negras y salame. «¡Diez años en cana!», me dijo en voz baja el mozo, un veterano de la noche santafesina retirado a cuarteles de invierno, un libro abierto en materia de vida nocturna además de ser un experto en carreras de caballos siempre solicitado por sus saberes y sus datos.

 

III

Esa noche no nos quedamos hasta tarde. Yo me fui antes, pero supe que don Manuel se fue con Edelmiro una hora después. Esa noche Edelmiro durmió en la casa de don Manuel, lo cual era toda una novedad porque yo hasta ese entonces nunca supe que alguien fuera a la casa de don Manuel aunque más no sea de visita. El propio don Manuel luego me contó que a primera hora de la mañana a Edelmiro lo pasó a buscar un taxi y lo llevó hasta el pueblo donde vive su madre. Después no sé bien cómo salió la conversación, creo que fue con motivo de la letra de un tango, «Escolaso», que uno de los amigos de la mesa comentó que era el tango preferido por Edelmiro. A don Manuel no era fácil animarlo para que cuente alguna historia, pero yo me las había ingeniado para encontrarle la vuelta y, supongo, que él dejaba hacer porque, vaya uno a saber por qué motivos, consideraba que yo era un buen interlocutor para sus relatos. «No le han mentido», me dijo cuando le pregunté si Edelmiro había estado diez años preso. ¿Y el motivo? «Mató a un hombre, y lo mató casi delante mío, en los tiempos cuando yo era comisario». Después agregó: «Edelmiro, fue y es un buen hombre, y aunque a veces no se crea, a un hombre de esa condición no le queda otra alternativa que matar para seguir siéndolo, sabiendo que después deberá hacerse cargo de las consecuencias». Con la discreción del caso me esforcé para conocer más detalles. «Es como se lo he contado», respondió don Manuel, «fíjese que Edelmiro estaba pasando por un buen momento en su carrera como cantor de tangos; incluso se hablaba de que grabaría un disco, lo cual en aquellos años era todo un acontecimiento. Yo lo conocí cantando tangos en un club de barrio Roma y por esas cosas de la vida nos hicimos amigos. Ya entonces yo estaba al tanto del primer capítulo de la historia».

 

IV

Don Manuel siguió hablando con ese tono tan suyo, un tono en el que parecía más interesado en despejar sus recuerdos que en prestar atención al auditorio. «Edelmiro fue siempre un mozo cabal. Lo fue desde muchacho; siempre respetuoso; me consta que no le gustaba pelear, pero si lo buscaban lo encontraban. Como les venía diciendo, el primer capítulo de la historia ocurrió en el barrio que ahora se llama Villa del Parque. El motivo por el cual entonces se peleó con el tal Mateo, nunca lo supe y creo que ellos tampoco lo sabían muy bien, pero lo cierto es que se trenzaron con los cuchillos y Edelmiro no solo le cortó la cara a Mateo, sino que pudiendo haberlo carneado sin asco decidió perdonarle la vida». Un trago de ginebra y la voz de don Manuel: «En la vida las cosas pasan sin que uno sepa muy bien los motivos y mucho menos las consecuencias. Mateo, después de ese encontronazo, siempre se la tuvo jurada a Edelmiro porque entendió que haberle perdonado la vida era una humillación, pero por un motivo o por otro nunca se volvieron a cruzar, por lo menos nunca lo hicieron, hasta esa noche cuando Edelmiro empezó a cantar en aquel cabaret de Estanislao Zeballos, justamente en el local donde a Mateo le pagaban para sacar de la sala a los borrachos cargosos. Yo estaba con unos amigos compartiendo unas copas cuando ocurrió lo que ocurrió. Mateo, tal vez algo estimulado por el whisky o por algo peor, resolvió cobrarse la deuda de hacía por lo menos cinco años; la deuda o lo que Mateo suponía que era una deuda. Yo lo vi todo y además permití que todo pasara como pasó. Edelmiro se hizo el distraído cuando Mateo lo provocó a los gritos; y calladito salió a a la calle. Yo ya supe para qué salía. Y efectivamente, a los pocos minutos volvió con un revólver. Mateo estaba compadreando en la barra con algunos amigos; supongo que no se dio cuenta de nada, porque cuando lo vio ya sonó el balazo y quedó seco en el acto. Hubo un revuelo de mujeres y chambones, pero Edelmiro se acercó a mi mesa y me entregó el revólver. Yo le hice señas al policía para que lo detengan y lo trasladen». Don Manuel hizo su pausa habitual para encender un cigarro. Yo le dije: «Usted perdóneme, pero por lo que me cuenta ya sabía que cuando Edelmiro salió a la calle iba a buscar un revólver». Y me contestó: «Claro que lo sabía… ¿o se cree que está hablando con un caído del catre?… lo sabía, pero no me correspondía intervenir». Alguien no sé qué dijo acerca de que Edelmiro no le dio a Mateo ninguna oportunidad. «Ya se la había dado», contestó don Manuel, «ya se la había dado, pero Mateo debía saber que en esta vida no hay dos oportunidades, hay una. Edelmiro lo sabía, como sabía el precio que pagaría por ser leal a sus códigos….y yo también lo sabía y por eso permití que las cosas ocurrieran como ocurrieron».

 

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