El gobierno nacional ha recibido una dura derrota en las urnas. Habrá que evaluar los alcances de este descalabro, pero en el oficialismo la sensación de derrota es indisimulable. ¿Ganó la oposición o perdió el oficialismo? Lo seguro en todos los casos es que un significativa mayoría de ciudadanos expresó su disconformidad con el Gobierno. Dicho de una manera convencional, el pueblo como entidad política reafirmó su condición de soberano.
El resultado del domingo no es concluyente. Bien podría hablarse de un final abierto que como todo final abierto incluye algunas señales no sé si concluyentes, pero sí significativas. Según Alberto Fernández, por ejemplo, la campaña recién comienza. Es probable que en sus circunstancias no pueda decir otra cosa. Por el contrario, para observadores entusiastas de la oposición, la campaña ha terminado con los resultados conocidos. ¿Empieza o termina? Entre ambas interpretaciones se abren espacios que la política se encargará de explorar.
Una certeza podemos permitirnos: dar vuelta este resultado será para el oficialismo tarea ardua, por no decir imposible. Resulta muy difícil revertir en dos meses los errores y, para algunos votantes, los horrores de dos años. Escándalos, tragedias o grotescos como el “vacunatorio vip” o “la cena de Olivos”, para mencionar los más “destacados”, son símbolos grabados en el imaginario de la sociedad cuya textura, cuya consistencia, no se borra de un día para el otro. Por otra parte, un escenario desolado y desconsolado, con casi la mitad de la población sumergida en la pobreza, no se revierte con recursos demagógicos.
Más: no es políticamente imposible que las diferencias en noviembre a favor de la oposición sean más amplias. Esa mayoría silenciosa que recela de las PASO, esos votantes poco aficionados a la participación ruidosa de los escenarios públicos, pero que piensan, votan y deciden, suelen ser más un capital político de la oposición que del peronismo. Por otra parte, para bien o para mal, el voto exitoso, el voto a ganador suele ejercer una atracción irresistible para ciertos votantes
Desde ciertas zonas del oficialismo hablan de mejorar las condiciones de consumo de los pobres, lo que significa, traducido al lenguaje populista, repartir recursos económicos para convencer a los ciudadanos sobre las bondades contantes y sonantes de su gestión. Colocado ante la alternativa de ganar o perder el poder, el peronismo recurrirá a lo que mejor saber hacer en estas emergencias. Un populismo precipitado a la derrota suele ceder a la tentación de reforzar el clientelismo en sus versiones más irresponsables. ¿Podrán hacerlo? Difícil. Muy difícil. Un populismo sin plata es como un mago sin trucos, una hechicera sin magia, un embaucador sin labia.
Lo sucedido el domingo sorprendió al Gobierno, lo cual es previsible, pero también sorprendió a los ganadores, lo cual no deja de ser algo curioso. Esa sorpresa podría llegar a ser el dato más significativo de la jornada. Esa sorpresa merece ser interpretada, porque en toda sorpresa, se sabe, palpita una señal, tal vez un enigma. Las sorpresas también incluyen revelaciones más o menos inquietantes. El mito de un peronismo unido invencible se esfumó en el aire, y hacia el futuro inmediato se abre el interrogante acerca de las conclusiones a las que pueden arribar quienes en nombre de la eficacia electoral estaban dispuestos –en algunos casos de muy buen grado– a digerir los platos más indigestos del menú kirchnerista y ahora advierten que los sacrificios han sido gratuitos o no son tan eficaces como les habían prometido.
El peronismo fue derrotado y la derrota compromete a sus principales dirigentes. La impugnación incluye a la fórmula presidencial, es decir, a Alberto y a Cristina. ¿Perdió el kirchnerismo o el peronismo? No hay una sola respuesta a esta pregunta, pero muy bien podría decirse que el derrotado fue el peronismo y su versión hegemónica conocida como kirchnerismo.
Sobre las consecuencias de esta derrota habrá muchas evaluaciones que hacer. La derrota del peronismo es un dato objetivo de las urnas, pero no es una tragedia para la nación y me atrevería a decir que en términos históricos tampoco es un tragedia para el peronismo. En homenaje a la historia, diría que en 1983 la derrota del peronismo le permitió a esta fuerza política sacarse de encima a personajes siniestros e iniciar un proceso interno de renovación que, más allá de las evaluaciones que nos merezca, dio cuenta de la vitalidad del peronismo. Con las diferencias del caso, la derrota del peronismo tal vez sea el camino inevitable para asegurar la perdurabilidad futura del peronismo sin la gravitación de su facción interna hegemónica en los últimos veinte años conocida como kirchnerismo. Si allá lejos y hace tiempo el dirigente sindical Augusto Timoteo Vandor dijo: “Hay que estar contra Perón para salvar a Perón”, sesenta años después, es probable que esa consigna, verbalmente ingeniosa, pueda traducirse diciendo que es necesario derrotar al peronismo para salvar el peronismo. Los resultados del domingo tal vez sean el primer capítulo de un texto que habilite la posibilidad de un peronismo liberado de las excrecencias del autoritarismo en sus versiones más facciosas y corruptas.
Por lo pronto, algunas respuestas o algunos balbuceos del oficialismo no son tranquilizantes. Dirigentes reconocidos del Gobierno están inclinados a suponer que la causa de la derrota fue haberse alejado de las enseñanzas de Cristina Kirchner. Esto quiere decir que para el peronismo se sale de la derrota con más kirchnerismo, un diagnóstico que de efectivizarse anticipa más desgracias para la Argentina y nuevas derrotas para el peronismo. ¿O acaso no hemos aprendido que el kirchnerismo librado a sus propios impulsos nos arrastra a una crisis terminal, lo cual es en todas las circunstancias una fatalidad para todos los argentinos?
La oposición, por su parte, deberá probar de aquí en más si es capaz de estar a la altura de los tiempos. Ganar una elección es más una responsabilidad que un privilegio. La responsabilidad de velar por los intereses de la nación; la responsabilidad de satisfacer las expectativas de cambio de sus votantes; la responsabilidad de sostener con el Gobierno una relación que preserve la salud institucional y al mismo tiempo rehúya de los cantos de sirena de quienes desde el poder alentarán las más diversas modalidades de complicidad.
Ya habrá en el futuro tiempo para los acuerdos, pero hoy se exige respetar la voluntad mayoritaria de los votantes que decidieron que la República Argentina sea, aunque parezca redundante, una república. Y una república libre y justa; una república sin ese horizonte humillante e inhumano de pobreza, de empresas quebradas, de chicos fuera de la escuela, de inseguridad, de inflación y con un estremecedor balance de muerte. Podemos permitirnos estar satisfechos. La Argentina que amamos vive, está presente y además tiene sed de futuro.