Estudiantina

 

I

Algunas historias tienen el tono de las novelas de Dostoievski; otras recuerdan la picaresca del siglo de oro español. No faltan historias que se aproximan a los relatos policiales de color negro. Historias diversas que mantienen en común a sus protagonistas: estudiantes. Chicas o muchachos que, como dijera un filósofo francés, mantienen en común la pertenencia a una edad y una relación con el saber. Yo añadiría un estilo de vida, con sus bares, sus cines, sus residencias y sus libros. Estudiantes. Las historias ocurren en los años sesenta y setenta. Todas en esta ciudad, en Santa Fe. En todos los casos se trata de estudiantes que llegan de otras ciudades, de otras provincias y en algunos casos de países vecinos. Ese tipo de estudiante hoy no existe porque no existe el contexto cultural que lo hizo posible. Esa relación entre la edad y el saber en los años sesenta tenía su singularidad. Y aquella «bohemia» de cafetines, peñas, caminatas nocturnas por la ciudad, amoríos con sus secuelas de felicidad y tristeza, de promesas y traiciones.

 

II

Aquellos tiempos se fueron para no volver. Lo que hoy existe se parece, pero no es lo mismo. Ni melancolía ni nostalgia decadente, pero es así. A Santa Fe llegaban estudiantes de todas partes porque la UNL tenía su prestigio académico pero, además, porque entonces en el país solo había cinco o seis universidades, no mucho más. Esa presencia de «forasteros» en la ciudad fundaba algo muy parecido a una comunidad o una tribu. Los estudiantes llegaban de lejos y regresaban a sus casas una vez, dos veces al año. Esta distancia, este vivir como forastero en Santa Fe, incluía ciertas costumbres, la frecuencia de ciertos lugares. Y una relación con la ciudad que se reducía a cinco o seis manzanas, no mucho más. Allí estaba todo: la facultad, el comedor universitario, los bares y comedores, las casas de los amigos. No hacía falta mucho más para estar en Santa Fe. Ese modo de vida me temo que se perdió. También desapareció ese estudiante «crónico» que prolongaba sus estudios por diez, doce, quince años. Un estudiante con hábitos singulares: la política, la cultura o ciertos vicios estudiantiles muy de aquellos años: la timba y los burros.

 

III

Digamos que el estudiante era lo que se dice «un personaje». Un personaje del que además se hablaba con tono de rumor y chisme en sus pueblos o en sus ciudades de origen. Yo a S. lo «conocí» antes de conocerlo. En mi pueblo se hablaba de él cuando yo era apenas un adolescente. Predominaba el tono crítico, pero también cierta admiración. De S. se decía que era comunista y que vivía del juego. Regresaba al pueblo una o dos veces al año. Como pertenecía a una familia de recursos, las críticas nunca llegaban a la descalificación absoluta. Nosotros, los más jóvenes lo admirábamos. Admirábamos sus modales, su elocuencia. Después lo conocí en Santa Fe. Vivía en una casa de estudiantes de calle Suipacha. Una de esas casas ocupadas por estudiantes durante generaciones. Creo que le decían El Altillo. S. estudiaba Ingeniería Química, pero hacía por lo menos dos años que no rendía materias. Alguna vez había militado en el Partido Comunista, pero lo habían expulsado por sus simpatías con el Che Guevara. Guevarista o no, para encontrarlo había que ir a buscarlo a una timba de calle 25 de Mayo u otra de San Martín. Era amigo de Saer y alguna vez publicó un relato en El Litoral. Murió en el invierno de 1973 o 1974. Entonces su residencia era una planta alta de General López. Hacía frío y se terminaba de bañar. Y parece que la estufa a kerosene fue la responsable de su muerte. Lo encontraron tirado en la cama. En la mesa de luz había un libro de Nguyen Giap; y en la mesa grande, un tablero de ajedrez, un mazo de cartas de póker y no mucho más.

 

IV

C. vivía en una casa de estudiantes ubicada a media cuadra de Facundo Zuviría, calculo que a la altura del 4200. Estudiaba Derecho, era entrerriano y radical. No se le conocía militancia política, pero defendía con solvencia sus ideas. Era reservado pero hospitalario y amable. Mucho más no se sabía de su vida. Rendía dos o tres materias por año, por lo que su carera se prolongó más allá de los plazos previstos. Un amigo común me contó la historia que, como se decía entonces, «lo pintó de cuerpo entero». Una tardecita observaron que después de bañarse se puso el traje, la corbata y se fue. A todos les llamó la atención, porque esa ropa se usaba exclusivamente para presentarse en las mesas de exámenes. C. regresó a su casa antes de medianoche. Saludó a los muchachos que estaban conversando en la cocina y se fue a dormir. La noticia se produjo al otro día. La trajo el Gordo K. En las necrológicas de El Litoral estaba el nombre y la foto de una mujer joven. La sorpresa que a todos nos dejó mudos fue que esa chica joven que acababa de morir era la novia de C., la novia desde hacía casi cinco años y con la que se suponía, según relato del Gordo K., se casarían luego que C. se recibiera. O sea que la tarde anterior C. asistió al velorio de su novia, regresó luego a su casa, saludó como si nada hubiera ocurrido y se fue a dormir. Ni una palabra, ni una confidencia a nadie.

 

V

J. era chaqueño. Alto, rubio, vital, simpático. Modales de chaqueño de tierra adentro con aires doctorales. Su carrera de estudiante se prolongó por veinte años. En broma o en serio, él mismo decía que su padre prefería rentarlo en la ciudad para que estudie, o diga que estudia, que tenerlo en el pueblo donde le salía mucho más caro. J. era de una alegría y una simpatía contagiosa. Siempre de traje y corbata. Le gustaba el mate y la ginebra. Decía que el mejor político que dio la Argentina se llamaba Frondizi, pero se llevaba bien con la izquierda, con los radicales y los peronistas lo adoraban. Es que nadie podía conocer a J. y no estimarlo. Generoso, alegre, con un lenguaje mechado de dichos camperos y palabras cultas. Un personaje. Lo cierto es que luego de dos décadas de «estudios» J. llegó a la última materia de su carrera. A los 41 años se recibiría de abogado. La mesa de exámenes estaba constituida para el viernes, pero por una movilización estudiantil se postergó hasta el lunes. El sábado a la noche hubo un asado en la casa de J. Nada raro en una residencia donde tres o cuatro veces a la semana los muchachos se reunían a comer un asado, un guiso o una tallarinada. Esa noche, otro estudiante crónico, el Ch. le dijo a modo de brindis: «J., vos nunca vas a dejar de ser estudiante; has vivido y vas a morir siendo estudiante». Hubo risas comentarios y promesas de futuras reuniones. Nadie imaginó en ese momento que las palabras de Ch. eran premonitorias. Nadie imaginó que esa noche J. se iría a dormir y no se despertaría nunca más. Nadie imaginó que, como dijera Ch., su amigo J. moriría siendo estudiante. Ese lunes en la facultad pusimos en su memoria la bandera a media asta.

 

VI

M. empezó a estudiar Derecho con más de 24 años. Hasta esa fecha vivía de noche. Creo que alguna vez fue dueño de un cabaret, pero lo seguro es que la noche era su vida. Era alto, mirada dura, peinado a la gomina y aparentaba muchos más años de los que tenía. Sus relaciones con las mujeres fueron siempre complicadas. Y en nombre de la discreción no entro en detalles. Lo que importa en este caso es que este tipo que supuestamente era incapaz de querer se enamoró de una chica seis o siete años más joven que él, una chica de Mendoza, muy linda y muy querida por los estudiantes que entonces frecuentaban el bar de la facultad todas las tardes. M., no era amigo de confidencias, pero alguna vez dio a entender que a partir de conocer a la mendocina había cambiado. Y en realidad así parecía ser. Por lo menos en los tiempos del romance estaba con ella en todo momento, estudiaba, rendía materias y había dejado las aventuras de la noche. Sin embargo la historia no tuvo un final feliz porque las historias de M. estaban signadas por la desgracia. A la mendocina la atropelló un auto en avenida Freyre y murió en el acto. Nunca se supo con certeza si había discutido con M. y cruzó la calle enojada y ocurrió la desgracia. O si ella decidió dejarlo, discutieron y él la empujó. La verdad nunca se supo. Y él por supuesto nunca dijo una palabra.

 

 

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