Mujica y el dilema de la izquierda

José Mujica parecería expresar la paradoja de ser un presidente votado por la izquierda pero respaldado por la derecha. Sus recientes declaraciones acerca del paro de los trabajadores municipales en Montevideo fueron elocuentes, pero mucho más elocuente fue su decisión de sacar a los militares a la calle para recolectar la basura.

¿Alguien se imagina qué hubiera pasado si a esta decisión la tomaban -por ejemplo- Sanguinetti o Lacalle? Lo más probable es que hubiera habido una huelga general con movilizaciones multitudinarias en las plazas públicas protestando contra políticos que se apoyan en los militares para gobernar. Nada de esto ocurrió. Hubo protestas en voz baja, algunas amenazas hacia el futuro, pero los militares hicieron su tarea y recogieron toneladas de basura abandonadas en las calles con el visto bueno de los vecinos.

No conforme con ello, Mujica hizo declaraciones en las que cuestionó a la ultra izquierda y le reprochó la responsabilidad de haberle hecho sistemáticamente el juego a la derecha. Mencionó al pasar a Salvador Allende en Chile y a la decisión de los comunistas alemanes de haber alentado la llegada de Hitler al poder.

Mujica habló del izquierdismo como una patología de la izquierda, un tema que el primero en tratarlo fue Lenin. Como se recordará, poco tiempo después de la revolución de octubre y en el contexto de los acuerdos de paz en Brest Litvosk y el diseño de las nuevas políticas económicas, el jefe de la revolución rusa escribió un librito que tituló “El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo”.

Sus críticas estaban dirigidas a los ultras de su tiempo que pretendían correrlo por izquierda. Como todo “marxista leninista” cabal, Lenín justificaba su giro citando a los clásicos y probando que sus posiciones estaban legitimadas por las sagradas escrituras del máximo sacerdote: Carlos Marx. En realidad, el libro es un tratado del sentido común, una suerte de realismo pragmático que cualquier político sensato -de derecha o izquierda- hubiera suscripto. A esas singulares dotes de realismo, Lenín le sumó su habilidad dialéctica para presentar lo que era un ejercicio descarnado del sentido común como un mandato revolucionario nacido de las entrañas de la historia y la teoría correctamente aplicada.

Se sabe que toda izquierda tiene su ultraizquierda como toda derecha dispone de su ultraderecha. Mas que un dato objetivo se trata de un dato subjetivo. El “ultrismo” es, en primer lugar, un estado de ánimo o, como dijera un poeta comunista en los tiempos en que el comunismo criollo se esforzaba pro ser sensato, “es sustituir la historia por la histeria”. En Italia, cuando Antonio Gramsci se esforzaba por elaborar una estrategia de masas para enfrentar al fascismo -que terminaba de gestar la “marcha sobre Roma”, una suerte de anticipo de nuestro 17 de octubre de 1945-, tuvo que librar una lucha durísima contra Bordiga, la expresión más genuina del izquierdismo italiano, quien en nombre de la pureza revolucionaria -todo izquierdista se pretende “puro”- realizó un importante aporte a la victoria del fascismo, afianzando así lo que sería una constante del izquierdismo de todos los tiempos: hacerle el juego a la derecha y sobre todo, a la peor derecha.

Todas estas imágenes recuperó Mujica cuando se refirió a la decisión de los izquierdistas que proponen reivindicaciones imposibles de lograr. En el siglo XXI, este ultrismo mantiene algún punto de contacto con el del siglo XX, pero le suma en este caso ciertas miserias de la política cotidiana, como es la de atornillarse en los sillones sindicales. Digamos que los izquierdistas del siglo XXI, a diferencia de los del siglo XX, ya no son tan puros.

De todos modos, queda pendiente la pregunta acerca de lo que pasa con Mujica. ¿Es un renegado? ¿es un político que ha sucumbido a los cantos de sirena del poder? ¿es un pragmático inescrupuloso? Por el momento, los izquierdistas no se atreven a hacer públicas estas imputaciones, pero si mal no los conozco sé que las están pensando y se salen de la vaina por decirlas.

El principal argumento es que Mujica gana cada día más respaldos de la derecha, y ya se sabe que si la derecha te aplaude es porque empezaste a ser de ellos. Este razonamiento suele ser infalible en la izquierda, sobre todo en esa izquierda fundamentalista que concibe al mundo en términos de ángeles y demonios. De todos modos, no se puede negar que Mujica ha cambiado. No necesitó ser presidente de Uruguay para hacerse cargo de ese cambio. Lo dijo y lo escribió en reportajes, artículos y tribunas partidarias.

No faltarán quienes le imputen las peores culpas, pero convengamos que les va a resultar muy difícil convencer a cualquier auditorio que Mujica se ha transformado en un verdugo de su pueblo. Su trayectoria política, pero sobre todo su testimonio personal y su ética irreductible, desautorizan cualquier imputación de esa naturaleza. A Mujica se le podrá decir que está equivocado; pero nunca, que ha cedido a los encantos del becerro de oro del poder o de la cuenta bancaria.

De todos modos, hay que preguntarse si más allá de la personalidad de Mujica es necesario hacerse cargo de que el mundo ha cambiado. En principio, convengamos que la derrota sin atenuantes del comunismo ha tenido consecuencias en la práctica. Y en la teoría de la izquierda debe haber provocado perturbaciones. No todos los izquierdistas congeniaban con la URSS, pero la gran mayoría afirmaba que la burocracia comunista más autoritaria y corrompida era infinitamente superior a cualquier república burguesa parlamentaria.

El derrumbe de la URSS, el giro hacia el capitalismo salvaje en China, objetivamente liquidaron las expectativas de construir una sociedad alternativa al capitalismo por muchos años o por muchas décadas. El “socialismo real” fue derrotado por la historia y por las mismas causas que Marx predijo para pronosticar el fin del capitalismo. En efecto, el desarrollo de las fuerzas productivas no condujo a una encerrona al capitalismo sino al comunismo. La izquierda, hasta la fecha, no ha hecho una lectura correcta sobre esto. Según ellos, la URSS cayó porque Gorbachov era malo o porque la burocracia era inepta, pero no pueden aceptar que lo que ha sido puesto en tela de juicio es aquel escenario histórico con todas sus certezas. Que el anticipo del Paraíso en la tierra no sólo fracasó, sino que además fue un régimen criminal, expoliador y mucho más injusto que cualquiera de las sociedades capitalistas que se proponía derrotar.

Algunos teóricos han intentado explicar los cambios de paradigma y admitieron que la globalización y las nuevas modalidades que asumió el capitalismo modificaron también las certezas políticas. Cualquier marxista más o menos desprejuiciado estaría dispuesto a admitir estas conclusiones, pero a ese mismo marxista se le hace muy difícil aceptar las consecuencias.

En definitiva, se hace muy difícil asumir al marxismo sin la esperanza de la llegada a la tierra prometida y sin aceptar el combustible de la lucha de clases que transforma a la “clase elegida”, el proletariado, en el redentor de la humanidad. Cuestionar el objetivo final, al sujeto histórico del cambio y a la lucha de clases, significa cuestionar al marxismo en su totalidad. .

Porque “Dios, o Marx, han muerto” se ha impuesto en los últimos años el término “utopía”, una palabra que Marx y Engels fulminaron teóricamente acusándola de ilusoria y burguesa. ¿Pero qué otra cosa que invocar a la utopía le queda a una izquierda que alguna vez pretendió ser científica, cuando todos los datos de la realidad le enseñan que el mundo no es ni va a ser como ellos lo imaginaron? ¿qué otra cosa puede hacer una izquierda marxista a la hora de responder acerca de los cien millones de muertos que produjo su ensayo político en el siglo veinte?

Si no hay sujeto histórico de cambio, si no hay metas finales señaladas por la diosa historia y si no hay lucha de clases, no queda otra alternativa que aceptar al capitalismo y tratar de reformarlo hasta donde sea posible, apostando a que los cambios tecnológicos y científicos y la sabiduría de una sociedad le permitan a la humanidad avanzar hacia formas de vida más justas y mas libres.

En este contexto es posible entonces entender las decisiones de Mujica. Me lo dijo en una entrevista: “una sociedad justa no se hace cambiando los modos de producción o destruyendo sus fundamentos; hay otros caminos; son más áridos, menos heroicos, pero estamos obligados a transitarlos”.

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