Se supone que el domingo a la noche habrá quienes festejen el veredicto de las urnas y habrá quienes hagan silencio. Los vaticinios, pronósticos y acertijos elaborados durante estas últimas semanas serán contrastados por los datos impiadosos de lo real. En todos los casos, lo que importa tener presente es que las elecciones miden la temperatura política de la sociedad y las elecciones legislativas en particular reacomodan las relaciones de poder. No más que eso ni menos que eso.
En la Argentina actual, la cita del 14 de noviembre importa por las expectativas que abre hacia el futuro, pero también por las incertidumbres que crea. En coyunturas complejas las sociedades suelen saber lo que no quieren, pero no les resulta tan sencillo saber lo que quieren. Nunca está de más recordar que ganar una elección en las sociedades democráticas no es un privilegio, sino una responsabilidad. Y en la Argentina que vivimos esa responsabilidad nos compromete o nos debería comprometer a todos. En primer lugar, a los ganadores.
¿Podrá el peronismo “dar vuelta” el resultado adverso de septiembre? ¿Logrará la oposición consolidar su ventaja e incluso ampliarla? Pocos días antes de los comicios las respuestas que se den a estos interrogantes son más un deseo que un dato objetivo. Hay tendencias, orientaciones, pálpitos. Es probable que la oposición obtenga más votos, pero incluso en caso de cumplirse ese vaticinio habrá que ver cómo se expresa esa diferencia y cómo queda configurada la nueva representación parlamentaria. En circunstancias políticas críticas, los matices de los números suelen ser decisivos. Este domingo lo serán.
Más allá de números, el gobierno nacional debe saber que incluso un hipotético equilibrio electoral no disimulará las urgencias económicas y sociales que agobian a la sociedad, muchas de las cuales, a juzgar por su largo predominio en el poder político, el peronismo ha contribuido a crear. Del mismo modo que la oposición no puede ignorar que una victoria en las urnas no debe asimilarse a un cambio cualitativo en las relaciones de poder, y mucho menos una suerte de revolución cultural, porque persistirá la gravitación cultural del peronismo, aunque habrá que ver si continuará siendo hegemónica.
La derrota del peronismo en las actuales condiciones sería la derrota de su expresión dominante en los últimos veinte años: el kirchnerismo. Los derrotados podrán elaborar las florituras verbales más sofisticadas, pero ninguna retórica podrá ocultar un dato contundente de la política: la derrota del proyecto elaborado por Cristina y que permitió el legítimo acceso de Alberto Fernández a la presidencia de la Nación. Traducido al lenguaje del poder, habría que decir que la presencia política del peronismo persistirá en la sociedad, pero el ciclo kirchnerista abierto en los inicios del siglo XXI es muy probable que llegue a su fin, como en su momento fue languideciendo hasta agotarse el ciclo menemista, el rostro real del peronismo en la década del noventa.
El agotamiento de un ciclo provoca consecuencias políticas en el poder y en la sociedad. Consecuencias que se despliegan en ese campo de tensiones y los acuerdos con los que se teje la política cotidiana. Especular acerca de los detalles minuciosos de la política en los próximos días es un ejercicio vano por la variedad de matices existentes, pero sí es posible prever e incluso imaginar las orientaciones generales de la sociedad en el futuro mediato.
Por lo pronto, se sabe que el agotamiento de un ciclo de poder abre una crisis, es decir, un momento en el que lo que hasta ayer funcionaba ya no puede hacerlo en las mismas condiciones, pero lo que debería sustituirlo aún no dispone de condiciones para hacerlo posible. El espacio que se abre entre lo que empieza a irse y lo que aún no llegó constituye el centro de la crisis, un campo con desenlaces más o menos prolongados y más o menos dolorosos para la sociedad. Presentimos, pero no sabemos con precisión, los resultados de los comicios del 14N. Gane quien gane, importa saber que nos aguardan momentos difíciles. Un hipotético repunte electoral del peronismo no le impedirá eludir las graves responsabilidades que se le presentan hacia un futuro cuyo mandato electoral concluye en 2023. Si, por el contrario, se reiteran los números de septiembre e incluso se amplían, las condiciones políticas del oficialismo serán muy incómodas, pero también lo serán para una oposición cuyos principales dirigentes han declarado que no están dispuestos a cogobernar, pero no ignoran que les será complicado mantenerse prescindentes de las peripecias institucionales que provocará el nuevo escenario político.
Es probable que las elecciones del domingo simbolicen el agotamiento de un ciclo político. Un modo, un estilo de ejercer el poder encontró su límite. Los síntomas y las señales están en el aire. ¿La derrota del kirchnerismo es la derrota del peronismo? Lo es en tanto el peronismo desde hace casi veinte años se ha comprometido de una manera u otra con la causa K, y así como en la hora de las victorias se comparten sus mieles, en la hora de la derrota se pagan los costos. Suponer que estos costos significan el agotamiento del peronismo más que un error sería un disparate. El peronismo sobrevivirá al kirchnerismo como ha sobrevivido al menemismo o como ha sobrevivido a Isabel. Es probable que se debilite su poder hegemónico, su capacidad para constituir el sentido común de la sociedad. El peronismo puede perder una, dos o tres elecciones, pero su poder real está presente y se reproduce en la trama social, en el territorio de la sociedad civil, en la cultura, en las tradiciones.
Gane quien gane las elecciones el domingo y sean cuales fueren las soluciones políticas previstas para el futuro, este cuenta al peronismo como un protagonista central. Lo que podría alterarse es la calidad de esa centralidad. El peronismo se pensó con capacidad exclusiva para gobernar o para impedir que sus opositores gobiernen. Esta composición de lugar es la que empieza a ser discutida. Hoy hay condiciones para pensar al peronismo como un partido político más de la democracia, con el que será posible acordar sin necesidad de someterse a la “clarividencia” del movimiento nacional. En muchas provincias argentinas esta práctica política es una realidad. Falta hacerlo en el orden nacional. La convivencia democrática, incluyendo la posibilidad, y a veces la necesidad, de acuerdos de gobernabilidad. Fácil decirlo, difícil hacerlo. Fácil admitir que, por ejemplo, los acuerdos son necesarios; complicado establecer el contenido de esos acuerdos y garantizar su cumplimiento. ¿Cogobernar, acordar en el Parlamento…? No lo sabemos. Los dirigentes podrán urdir diversos ensayos, siempre y cuando se advierta que un acuerdo con proyección hacia el futuro no puede desconocer las dificultades que deben superar, porque correríamos el riesgo de extraviarnos en el estéril territorio de las vaguedades si desconocemos que la construcción de un nuevo consenso, de una nueva cultura política, incluye desarticular la trama de intereses y privilegios con la que se constituyó la Argentina de las últimas décadas y cuyos beneficiarios no estoy muy seguro de que estén dispuestos a renunciar.