Octubre de 1967

 

 

I
Estaba llegando al Comedor Universitario -el de bulevar entre 1º de mayo y 4 de Enero- cuando un par de amigos me avisaron que «parece» que lo mataron al Che Guevara en Bolivia. El «parece» era importante, porque las primeras noticias eran contradictorias. Era un día de semana del mes de octubre de 1967 -miércoles o jueves, supongamos- estaba oscureciendo y hacía calor. En el Comedor el asombro flotaba en el aire. Corrillos de muchachos y chicas hablando en voz baja. De algún lado apareció una radio a transistores porque, importa recordar, todos los programas alteraron sus transmisiones habituales para informar sobre una notica que no terminaba de confirmarse. «Qué lo van a matar… al Che no lo mata nadie… seguro que se está cagando de risa en algún lugar del mundo», exclamó un trosko de Ingeniería Química, muy seguro de sí mismo. Nosotros pensábamos lo mismo, o queríamos creer lo mismo, pero algo nos decía que lo peor había sucedido. ¿Lo peor? Para nosotros, estudiantes, la noticia era mala. Cincuenta años después pienso otra cosa, pero en octubre de 1967 y con diecisiete años no era así.

 

II
Seguramente no todos pensábamos lo mismo, pero me atrevo a decir que en ese ambiente la muerte del Che era o una mala noticia o un asombro. Esos días yo percibí cómo el Che empezaba a parecerse al mito. Nunca viví después algo parecido. Jefe militar de la batalla de Santa Clara; ministro de la revolución y su embajador itinerante. El hombre que acababa de morir en una localidad de Bolivia, había sido algo así como un embajador itinerante de la revolución que en esos años era, para bien o para mal, la gran noticia del mundo. El Che habló con su boina, su barba y su uniforme guerrillero en las Naciones Unidas; en 1961 estuvo en la conferencia de Punta del Este, donde fue algo así como la vedette de todos los periodistas. De Punta del Este se deslizó a Buenos Aires y, para escándalo de los militares, se reunió con Frondizi en la residencia de Olivos. Después, llegaban noticias de él de todos lados. Que estaba en Checoslovaquia; que en Argelia había criticado a los rusos; que lo vieron peleando en África con guerrilleros antropófagos; que lo habían matado en Colombia. Aparecía y desaparecía. Era un fantasma, un duende; para algunos un Quijote justiciero. En todos los casos se hablaba de él y se hablaba mucho. Unos meses antes de lo de Bolivia, Fidel Castro leyó en la Plaza de la Revolución su carta de despedida. A nosotros nos emocionó el gesto; después, mucho después, nos enteramos que el gesto escondía la traición. Fidel leyendo esa carta declaraba la muerte del Che. El acuerdo no era ése. Pero Fidel estaba ocupado en cosas más importantes que respetar acuerdos entre caballeros. Se dice que el Che se puso furioso cuando se enteró que de hecho ya no podía volver a Cuba. Por lo menos, vivo no podía hacerlo.

 

III
Durante una semana estuvimos hablando sin pausa sobre los posibles destinos del Che. Finalmente llegó la confirmación de su muerte. Fidel lo reconoció desde Cuba. No había vuelta que darle: estaba muerto. Pero ya para entonces el mito estaba instalado. Todavía no habían llegado los tatuajes y la bijouterie. Pero me consta que su épica y su sacrificio colmaba todas las fantasías. No era una invención de estudiantes del Comedor Universitario de Santa Fe. En todo el mundo se hablaba del Che. Hasta Robert Kennedy expresó su asombro. Helder Cámara, el célebre obispo rojo de Paulo VI, lo comparó con el calvario de Jesús. Las fotos de su rostro estaban en todos los diarios y pantallas. El primer ministro inglés, dijo que «estamos ante la leyenda más formidable de América desde los tiempos de El Dorado». Desde Puerta de Hierro, Perón escribió: «Ha muerto uno de los nuestros». En la facultad de Derecho, muchachos de la Juventud Radical repartieron un volante lamentado el deceso del «doctor Guevara». Curiosamente, ante tantas manifestaciones de luto, la única voz disidente fue la del Partido Comunista y su letanía acera «del aventurerismo pequeño burgués». John William Cooke lo refutó con una humorada conocida: «Prefiero equivocarme con el Che que tener razón con Victorio Codovilla».

 

IV
Los recuerdos de aquellos días persisten en mi memoria con las oscilaciones de un sueño. Mi tía, votante de Alsogaray, que entonces vivía en avenida Freyre, y a la que visitaba con frecuencia porque la quería y porque sus milanesas eran las más ricas del mundo, miraba las imágenes de la televisión y decía: «Tan buen mozo y sin embargo es un asesino». Para los cristianos su martirologio era evangélico. De allí a tomar las armas para seguir su ejemplo había un solo paso. Esa semana hicimos una asamblea en el Comedor Universitario. Hablaron todas las agrupaciones: cristianos, peronistas, radicales, izquierdistas y ultraizquierdistas. La posición más incómoda era la del Partido Comunista, porque ya había trascendido que el secretario general de ese partido, Mario Monje, había rechazado la estrategia guerrillera del Che. ¿Hizo bien, hizo mal? Seguramente hizo bien. La aventura del Che en Bolivia objetivamente era un delirio. Como dijera un militar boliviano: «Esa guerrilla podría estar en la selva cincuenta años sin afectar en nada la economía ni la vida social del país». No estaba equivocado. En Bolivia las rebeliones las protagonizaban los mineros, liderados por sindicatos de izquierda. El foco exhibía en Bolivia su fatal indigencia política. Sin embargo disponía de «buena prensa». El prestigio de la revolución cubana entre la izquierda laica y cristiana y entre las almas bien pensantes, era alto. Los textos de Regis Debray hacían el resto.

 

V
Recuerdo que nos quedábamos hasta la madrugada conversando sobre estas peripecias. Yo tenía entonces 17 años «y quería ser como el Che». El entusiasmo no me duró mucho, pero mentiría si dijera que no lo tuve. Recuerdo que muchas noches transcurrían en el bar de Urquiza y Santiago del Estero. Tengo presente a la flaca Lipuma, izquierdista y freudiana, neurótica y buena amiga. La recuerdo diciendo con tono sombrío y el eterno cigarrillo en la boca: «El imperialismo acaba de asesinar al único hombre que hubiera sido capaz de hacerme disfrutar de un orgasmo». Más vital, su amiga Alicia comentó: «¿Te imaginás encontrarte con ese bombón en medio de la selva?» El flaco R, conservador y patricio de Mendoza, comentó con su infaltable vaso de whisky en la mano: «Era un Guevara Lynch de la Serna, nunca se olviden». El vino, la noche y la edad nos permitían todas esas licencias, incluso antes de que el Che se transformara en un ícono consumista y que la foto de Alberto Korda circulara por todo el mundo y presidiera todas las manifestaciones juveniles de los años sesenta y setenta.

 

VI
En ese tiempo llegó un poema de Thelma Nava, poeta mexicana. Habla del Che y de la maestra Julia Cortés que estuvo al lado del Che hasta un rato antes de que lo mataran en aquella escuelita de La Higuera. Es curioso: el último acto del Che es observarle a una maestra que la frase escrita en le pizarrón tiene un error de ortografía que Baradel no hubiera registrado. El poema de Thelma se recitó mucho. Decía más o menos así: «Será porque hoy tu fotografía junto a mí/ es una lámpara de fuego/ y ha venido un poeta de España que persigue/ tus pasos por la calle de Nápoles de la ciudad de México./ Será porque duermes entre peces de tierra/ y no hay una paloma sobre tu pecho/ y tu espalda se ha quedado en silencio./ Será porque estás un poco más cerca de nosotros/ y una rosa de estaño aparece desnuda entre tus manos./ Será porque no tengo tu mancuernilla derecha/ ni fui la maestra que habló contigo/ a la que corregiste los acentos/ en la pequeña escuela de Camiri./ Yo sólo soy una mujer que tiembla cuando dice tu nombre». Tito Valenzuela, poeta chileno, fue más «realista» y premonitorio. El poema se llama «Telegrama»: «Ernesto. Tu diario ha sido un éxito/ se vende como pan caliente./ Otra cosa./ Inauguramos boite/ las camareras usan boina y estrella/ como única indumentaria./ La orquesta solo toca cumbias que celebran tu vida/ las paredes están rayadas con cal/ diciendo que tú no has muerto/ hay días en los que también pintamos algunos muros de la ciudad/ ah, la venta de afiches también ha sido un éxito/ sobre todo uno/ cabellos al viento/ y tus ojos que parecen que fueran a decir algo».

 

 

 

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/334082-octubre-de-1967-cronicas-santafesinas-opinion-cronicas-santafesinas.html]

 

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