I
No aporto ninguna novedad a la historia del pensamiento nacional si digo que el presidente de la Nación que el kirchnerismo nos ha obsequiado en su cuarto mandato, mantiene una relación vidriosa o viscosa entre la verdad y la mentira. Si alguna duda había al respecto, el pasado martes en Comodoro Py fue disipada en toda la línea. Y la balanza decididamente se inclinó a favor de la mentira. El momento culminante se manifestó cuando dijo que no lo conocía a Lázaro Báez o que de «casualidad» había estado con él una vez. Maldita tecnología. Minutos después salían a la luz pública fotos en las que se lo ve al señor Alberto Fernández, joven y con bigotes de muchacho, posando con Lázaro Báez y sus niños, una conmovedora postal de familia, reveladora de afectos e intimidades. Todo muy previsible. Y entiendo que a nuestro presidente no es necesario explicarle que Lázaro Báez no es una anécdota menor, un personaje de utilería en el esquema del poder K. Es más, no es posible pensar la trama real del kirchnerismo sin Lázaro. Motivo por el cual es imposible creer que alguien que desde sus inicios participó en la mesa chica del poder desconozca a una de sus piezas claves.
II
Una advertencia importa en estos casos. Los políticos suelen mantener con la verdad una relación complicada. Las propias relaciones de poder obligan a relativizar el concepto de verdad. Pero también en el oficio político la posibilidad de mentir tiene sus límites. Esos límites que el señor Alberto Fernández desconoce. Un viejo y querido profesor de la facultad decía: «Una cosa es mentir y otra muy diferente es recrear la realidad». Me temo que Fernández pertenece al bando de los mentirosos, no de los recreadores. Su comportamiento es de un desenfado absoluto. Lo suyo me recuerda a la historia de aquel marido a quien su esposa lo sorprende paseando por la calle con la amante del brazo. La esposa lo increpa y él sin pestañear le dice que se ha equivocado de persona, que él no es él sino otro. Y sigue caminando muy campante con su amada del brazo mientras su esposa lo mira muda y paralizada. Cuando horas después regresa a la casa niega haber sido esa persona que estaba en la calle con otra mujer. Palabra va, palabra viene, todo queda en la nada porque, como dice la ley, en caso de duda se beneficia el reo. Pues bien: Alberto Fernández me recuerda a ese marido.
III
Un país está en problemas cuando su moneda está devaluada, pero los problemas más serios los tiene cuando la palabra del presidente de la Nación se devalúa. Un país puede atravesar por las crisis más duras, pero lo que la historia enseña es que cuanto más impiadosa es la crisis, más necesario es que el presidente sea creíble. Y la palabra es uno de los certificados de legitimidad más valiosos de un mandatario. Londres es sacudida por las bombas de la Luftwaffe, pero sin embargo los ingleses resisten. Y esa resistencia incluye el coraje civil de Churchill, incluidas las palabras que emplea para dirigirse a su pueblo. Inglaterra en su hora más difícil cree en Churchill porque en primer lugar cree en su palabra. Francia ocupada y traicionada, pero los franceses van a creer en la palabra de un Charles De Gaulle que convoca a la resistencia sin otro capital que su honor y su palabra de honor. Un presidente no es necesario que sea un santo, incluso conociendo los rigores del poder no sería aconsejable que lo fuera, pero es necesario que sea creíble, esa credibilidad que Alberto Fernández ha perdido o tal vez no tuvo nunca. Alguna vez se habló de políticos que no resisten un expediente. En este caso estamos ante un presidente que no resiste un video. Lo suyo es notable. Por cada afirmación que hace siempre aparece un video en el que está diciendo exactamente lo contrario. No es una vez, no son dos veces, tampoco tres… es siempre… o casi siempre. Recordemos como al pasar: Memorándum, Nisman, Cuadernos de la coima, más las opiniones vertidas acerca de la moralidad de Cristina, de De Vido, de Aníbal Fernández. Sumemos a ese collar de caracolas los sainetes y grotescos ensayados en otras latitudes y ante otros jefes de Estado. Una joyita.
IV
El problema de Alberto Fernández es que a esta altura del partido no creen en su palabra los opositores, lo cual podría ser en cierto punto hasta previsible, el problema real es que tampoco le creen sus amigos y sus aliados. ¿Y el pueblo? Mi sensación es que ese pueblo hace rato que ha dejado de creerle. ¿Un problema psicológico o político? Dejemos la psicología para los especialistas y tratemos de entender el campo de la política. Supongamos que Fernández es una persona interesada en mantener con la verdad una relación por lo menos cordial. ¿Entonces por qué se comporta como un mentiroso compulsivo? Como punto de partida para dar una respuesta tentativa a este interrogante, digamos que el poder de Alberto Fernández se construyó con variables muy frágiles. Es el único caso en la historia en la que una vicepresidente designa al presidente. Sobre esta anomalía se habló mucho, incluso demasiado, pero admitamos que más allá de las interpretaciones, estamos ante un caso que, en el más suave de los casos, merece considerarse irregular. La maniobra dio resultado porque en la Argentina peronista todo puede ser posible, incluso que Fernández sea presidente en las condiciones que hemos visto. La maniobra funcionó, pero siempre estuvo claro que el poder real lo ejercía Cristina. ¿Y Fernández? En principio se alentó la ilusión del «albertismo», es decir, una corriente interna del peronismo que pondría límites a los desbordes kirchneristas. El peronismo moderado, republicano o como quieran llamarlo. Hoy se sabe que el «albertismo» fue una ilusión, una fantasía y en algunos casos un embuste que, como suele pasar en este país de locos, los primeros que compraron ese singular paquete no fueron los peronistas sino algunos dirigentes opositores.
V
Alberto Fernández declarando en Comodoro Py fue la última puesta en escena. O la penúltima. No le habló a los jueces o a los fiscales, mucho menos a la prensa, le habló a Cristina. Fue a los Tribunales para exhibir su lealtad a Cristina. Los argentinos no fuimos testigos de un acto de coraje civil sino de un acto de sumisión. Otra interpretación probable, es que en realidad Alberto lo que hizo fue cumplir con el pacto original, es decir, hacer lo posible y lo imposible para asegurar la impunidad de Cristina. Nada más y nada menos. Ahora bien -y retornando a las causas de este comportamiento fundado en la mentira- convengamos que Fernández está obligado a mentir para sostener una platea demasiado amplia. Se necesita conformar a muchos sectores con intereses a veces contradictorios e incluso antagónicos, y cuando esto ocurre no queda otra alternativa que mentir o, como se dice en estos casos, recurrir a un doble discurso. Todo político en las actuales sociedades de masas se ve apremiado por estas dificultades. Pero convengamos que a estos apremios Fernández le agrega la suma de anomalías con las que se constituyó su poder más los compromisos que ese poder exige para sostenerse. Supongo que no debe ser fácil ser presidente cuando se sabe que el poder real lo ejerce la vicepresidente. Supongo que tampoco debe ser fácil cumplir con pactos de impunidad que violentan toda lógica jurídica y ética. Lo de Alberto Fernández no es una experiencia de poder, es sencillamente una encerrona. Una encerrona en la que él no puede invocar inocencia. En general, en ninguna parte del mundo los cómplices pueden hacerlo.
Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/341530-alberto-fernandez-y-sus-relaciones-con-la-mentira-cronica-politica-opinion-cronica-politica.html]