ALICIA Y RAÚL

Claro que los conocí. Después de todo tantos años no pasaron. Raúl fue alumno mío, fue un buen alumno. De ella tengo presente que rindió libre y dio un buen examen. ¿Qué por qué me acuerdo de ella, de Alicia? Porque era muy linda. Creo que también era inteligente, pero en estos casos ya se sabe que la belleza se impone a la inteligencia. Es injusto pero es así. Con Raúl hablamos varias veces. Se quedaba en la barra tomando café y le daba charla a todo el mundo. Era un tipo agradable, de esos tipos que te caen bien de entrada. ¿Qué cuándo se pusieron de novios? No lo sé. Pero hubo un año, un invierno en que estaban todas las tardes juntos, enamorados, enamorados como solo los estudiantes se enamoran. ¿Hoy un juramento mañana una traición? Déjense de joder. Esas son cosas que escribió Alfredo le Pera, pero que no tienen nada que ver con la historia que les estoy contando. ¡Ojalá se hubiera cumplido la letra de tango! ¡Ojalá! El problema de ellos es que nunca fueron capaces de traicionarse. Créanme si tienen ganas, pero yo les digo que esos amores pican fuerte. Demasiado fuerte. Son amores que marcan para siempre. Lamentablemente. Porque aunque no me crean, también para el amor debe de haber una medida. Un par de años después de lo que les cuento estuve con Raúl cenando en este bar donde estamos ahora. No estaba en curda, pero se le había aflojado la lengua. Me hablaba de Alicia y yo le decía que no tenía ganas de escuchar sus cuitas, porque yo sé que no es bueno que un hombre con unos vinos hable de lo que no tiene que hablar. Pero el muchacho insistía y entonces hice lo que mejor sé hacer: escucharlo. Recordaba a Alicia y particularmente recordaba momentos, situaciones, lugares: una pieza con las ventanas pintadas de verde; una tarde de lluvia en este maldito bar -así lo calificaba-; las noches húmedas y calurosas en el patio de la vieja casa de estudiantes; una madrugada desayunando desvelados en el café del mercado que entonces estaba en Avenida Freyre; una antología de poemas de Emily Dickinson que él le leía a ella en voz alta recostados en la cama; una piedra de colores que Alicia le trajo, creo, que de las sierras de Córdoba; unas fotos viejas tomadas el día que él se recibió de abogado; una noche de amor en la playa de Guadalupe. Recordaba, también, la tarde  que se conocieron, aunque no fue en este bar, sino en la biblioteca, lo cual según se mire viene a ser más o menos lo mismo. Ustedes saben que la memoria y, si se me permite, la memoria del amor, suele ser selectiva, pero esa selección no incluye solamente los momentos felices, también suma los otros, los complicados. A Alicia, por ejemplo, le molestaban de Raúl sus arranques de celos, sus conductas posesivas, pero sobre todo parece que le fastidiaba que el hombre tenía una novia en su pueblo con la que había jurado casarse. Yo no sé bien qué pasa con esos noviazgos de pueblos. Y no lo sé porque nunca viví en un pueblo. Pero lo que sí aprendí con los años es que son más fuertes de lo que parecen a primera vista. Raúl siempre estuvo enamorado de Alicia, pero cuando llegó el momento la dejó plantada, se volvió a su pueblo y se casó como Dios manda o como mandaban sus padres y sus suegros. Raúl nunca pudo explicarse por qué la dejó a Alicia, pero en la vida muchas cosas se hacen sin que tengan explicaciones. Ésta fue una de ellas. Se separaron y se separaron de la peor manera, sin hablar y queriéndose. Él, como les dije, se volvió a su pueblo. Y ella cuando se recibió se fue a vivir a Buenos Aires donde conoció a un empresario con el que se casó y se divorció creo que antes del año.

-Interesante la historia profesor, pero esta facultad está llena de historias como esas que, como usted nos advirtió parece cumplir al pie de la letra el juicio de Alfredo le Pera.

-Paciencia muchachos. Que alguien vaya y le pida otra cerveza a Florencio porque la historia recién está en la mitad. En efecto, Raúl viviendo en un pueblo y ella en Buenos Aires, permitía pensar que la historia había llegado a su fin, pero el diablo metió la cola y se las ingenió para arreglar otro encuentro. Y una vez más el escenario fue esta facultad de Derecho. ¿El pretexto, la excusa? Un Congreso de juristas que duró apenas tres días, tiempo más que suficiente para que arda Troya. Hacía un par de años que no se veían y tengo motivos para pensar que apenas se reconocieron los dos supieron en el acto que la historia fatalmente iba a continuar. Se saludaron como suelen hacerlo los abogados, manteniendo cierta distancia y con las formalidades del caso, pero en un cuarto intermedio se las ingeniaron para tomar un café en este maldito templo de perdición que es el bar. No se las voy a hacer larga: antes de terminar el cafecito descubrieron que seguían enamorados. Raúl me lo contó esa noche con copas. Hablaba y se reía de él mismo, sobre todo cuando recordaba que entonces intentaba posar de abogado maduro, que estaba de vuelta de todo, cuando ella ya había advertido que estaban como el primer día que se pusieron de novios. Raúl le contó que era padre de dos chicos, que su estudio jurídico trabajaba muy bien, que viajaba seguido a Santa Fe para asistir a cursos en la facultad o litigar en Tribunales. Ella por su parte le habló de su casamiento y divorcio y que se había vuelto a casar en Santa Fe con un médico que, dicho sea de paso, es un amigo mío, no un íntimo amigo, pero sí un tipo con el que, como pasa en esta ciudad, nos encontramos con frecuencia en algunos lugares comunes. Como estarán imaginando, el deseo hizo su trabajo. Esa noche cenaron en el viejo bolichón de sus tiempos de estudiantes y después se fueron a dormir juntos. Y lo de dormir, como se darán cuenta, es una improvisada licencia de circunstancias. Durante dos días, y mientras duró el congreso, todo parece haber transcurrido en el mejor de los mundos. Fieles a su memoria, se amaban con inocencia. Y les juro que no hay ninguna ironía en el empleo de esa palabra. Los dos estaban casados, pero estoy seguro que a ninguno se le ocurrió que la palabra «infidelidad» era la más adecuada para definir su conducta. A su manera, creo, estaban convencidos de que su amor era lo único que valía. Y en ese juicio de valor creo que no tenían presente ni a la esposa del pueblo ni al marido médico. Los problemas, según pude averiguar, empezaron el último día o la última noche para ser más poético. Parece que él le propuso a ella irse a vivir juntos. Dejar todo y mandarse a mudar. A cualquier parte del país o del mundo. A ella la propuesta no le cayó bien: le pareció absolutamente irresponsable y desconsiderada. Alicia insistió en que lo más saludable para todos era que la historia concluyera junto con el Congreso. Hubo reproches y reconvenciones. Él le reprochó a ella su espíritu calculador; ella le recordó cómo la había abandonado de un día para el otro para casarse con su actual esposa. Discutieron como en sus mejores tiempos, se pasaron facturas, gritaron y, finalmente, se separaron. Cada uno marchó para su lado. Ahora los dos convencidos de que nunca más volverían a estar juntos. Las historias de amor, desde las de Corín Tellado hasta las de las hermanas Bronté, en algún momento arriban a un desenlace. Les estaba contando que después de la última separación Alicia y Raúl estaban seguros de que nunca más volverían a estar juntos, Sin embargo, el diablo volvió a meter la cola. Porque ustedes saben, como yo, que este señor cuando se mete en el baile no se va a hasta que las velas no ardan. A los dos o tres meses volvieron a encontrarse. El escenario una vez más fue esta facultad. Un congreso un seminario o algo por el estilo. Excusas nunca faltan. No cuesta nada imaginar las citas clandestinas, los encuentros discretos en algún hotel alojamiento, las tardes compartidos en cualquier bar, incluso en éste a la salida de una conferencia o en algún cuarto intermedio. Él parece que exigió tomar decisiones; ella hizo algunas objeciones y otra vez empezó la murga. Lo cierto es que ella se fue dando un portazo y directamente se borró de los cursos. Ella y él admitían, habrán empezado a admitir, que estaban condenados a quererse y a no estar juntos. Mala cosa. Eso fue lo que le dije a Raúl una noche. Pero él estaba en curda y a esa altura del partido no iban a ser mis palabras las que lo iban serenar. De todos modos, y sin ánimo de reprocharme nada, creo que debería haber insistido un poco más, sobre todo porque en algún momento se me ocurrió hacerlo, pero por esas cosas que uno tiene, esos escrúpulos de no meterse en la vida de los otros, preferí escuchar y nada más. Después, dos o tres días después, me enteré que Raúl se presentó en la casa de ella. No sé si estaba en curda, pero estaba más loco que una cabra. Alicia lo atendió en la puerta y empezaron primero las discusiones y después los gritos. Un papelón en toda la línea. Salió el marido, se acercaron los vecinos. Conclusión: él terminó en cana y ella internada con un ataque de nervios. Yo me enteré del quilombo porque un amigo común me llamó para que me hiciera cargo de Raúl, trámite que arreglé rápido con una llamada por teléfono. Después lo perdí de vista. Recuperó la libertad y seguramente volvió a su pueblo…no sé…Con el que hablé un par de veces fue con el marido de Alicia: un tipo correcto, no era tonto, sabía lo que pasaba con su mujer, pero la quería y se daba cuenta de que el problema era demasiado serio como para permitirse el lujo de estar celoso. Es más, afligido por el estado de Alicia, deprimida, triste, siempre al borde de las lágrimas, hizo gestiones para hablar con Raúl, algo que finalmente no ocurrió porque estaba escrito que él guión de este culebrón lo redactaba Mandinga. Pasaron tres o cuatro meses y todos pensamos que los problemas empezaban a despejarse. Raúl seguía con su estudio jurídico y muy de vez cuando venía a Santa Fe. Y ella seguía con su marido de la que estaba enamorad. Y les aseguro que cuando decía eso no mentía. Efectivamente lo quería, pero con Raúl la relación era diferente. Ése era el problema. Cuando un tipo de relación entre un hombre y una mujer no se explica, lo que sucede no se encuadra dentro de los parámetros con los que habitualmente entendemos por amor. En este caso, había algo que iba más allá, algo que excedía lo que habitualmente entendemos por amor. Algunos lo pueden llamar locura, pero también se lo puede llamar pasión. En estos casos las palabras tampoco importan demasiado, porque más allá del nombre la relación de ellos era diferente. Y todo lo que se hizo para separarlos, incluso lo que ellos se ocuparon de hacer, no alcanzó. Lo cierto es que una vez más empezaron a verse. No sé cuántas veces lo hicieron. Imagino las citas en algún bar, en alguna otra ciudad incluso, en esa intimidad penosa de los hoteles alojamientos. Precisamente, el encargado del hotel fue la persona designada por el destino para escribir el último párrafo de esta historia. El hombre declara oficialmente que esa noche, como a las tres de la mañana, escuchó dos disparos en la habitación 25 y que cuando ingresó a ella encontró a los dos cuerpos sin vida: él en la cama y ella en el baño. Las pericias policiales demostraron que los disparos, los dos, los habría hecho ella inmediatamente después de haber hecho el amor.

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