La noticia la leí en la edición vespertina del diario. Creo que era lunes. El artículo hablaba de un accidente, de un calentador que había estallado y provocado heridas de gravedad en una persona de apellido Suñer, Camilo Suñer: mi alumno y de alguna manera mi amigo. Conociendo el paño desconfié de entrada de la teoría del calentador que explotó misteriosamente. Camilo no se iba a permitir arriesgar su vida por un calentador de mierda. Había pasado otra cosa. No sé qué, pero otra cosa. Algo que me propuse averiguar en el acto, porque la nota en el diario decía que el accidentado lo habían internado en el Hospital Piloto. LLegué a la caída de la tarde. Mala hora para recibir malas noticias. No necesite que me dijeran nada. Me bastó o me sobró con ver las caras de sus familiares. Y el llanto de Pimpi que me abrazó y se pudo a llorar, justamente ella, que siempre se burlaba de las mujeres que lloraban. Tampoco necesité que me dijeran que Camilo estaba condenado a muerte. Las caras, las expresiones, las miradas anunciaban lo peor. Para disipar toda duda, un enfermero que alguna vez estudió en la facultad, me dijo que tenía quemaduras de tercer grado en el setenta por ciento del cuerpo, un porcentaje que no admitía posibilidades de vida. Un día, dos a lo sumo, fue lo que me dijo. Pasé al cuarto donde Camilo estaba internado, vendado desde la cabeza a los pies. ¿Cómo una momia? Como una momia. Apenas podía hablar, pero alcanzó a pronunciar mi nombre. Me miró y supe que esa mirada era de despedida. Que él mejor que nadie sabía que iba a morir, entre otras cosas porque eso era lo que buscaba, lo que venía buscando desde hacía años destruyéndose con alcohol, pastillas, drogas y más alcohol. Salí del cuarto y fui hasta el teléfono público y la llamé a Amalia Galdós. En pocas palabras le dije lo que había pasado y antes de la media hora estaba en el hospital. Raro. Amalita, que siempre se burló de todo. Que con Camilo discutía casi siempre a los gritos y lo llamaba irresponsable, nihilista, snob, esta vez tenía una expresión que nunca le había visto en su vida, una expresión de dolor, de culpa, de miedo. Camilo demoró cuatro días en morirse. Fiel a su estilo, contradijo el pronóstico de todos los médicos. Se fue muriendo despacio, como si disfrutará con su propia extinción. Hasta el último día parecía ser plenamente consciente de lo que ocurría a su alrededor. Y en un par de ocasiones hasta se dio el lujo de hacer unos chistes, fiel a ese humor negro que tanto le gustaba practicar. De más está decir que la teoría del accidente no la creyó nadie, a pesar de que Pimpi, por vaya a saber uno qué extravagantes motivos, quería convencernos a todos, incluso a mi, que efectivamente había sido un accidente, cuando sus padres e incluso su hermano reconocían que ese domingo a la tarde él salió de su cuarto ubicado en el fondo de la casa envuelto en llamas y se dirigió al baño para meterse en la ducha, lo cual, según los médicos, no hizo más que profundizar las heridas. Ese día -me dijo su madre- no había querido almorzar, había pasado toda la noche despierto. La pobre mujer recordaba que caminaba por la galería y a veces lo escuchaba hablar solo, algo habitual en él, aunque esta vez parecía ser más insistente. Después, supieron que se había tomado varias pastillas de anfetaminas y, para rematarla, un puré de calmantes acompañado con ginebra. Una semana antes había cumplido años. Veinticinco. Y se había negado a cualquier tipo de festejo. Incluso cuando Pimpi lo llamó para invitarlo a cenar, él le dijo que no festejaba el aniversario de su fracaso como hombre. El viernes a la noche estuvo con Donovan en el boliche de Bulevar y 1º de mayo. Tomaron vino y discutieron, En algún. momento estuvieron a punto de irse a las manos. Y todo hubiera terminado en una trifulca si el viejo Longoni, el dueño del local, no hubiera intervenido. Donovan después me dijo que Suñer estaba desequilibrado y que le había faltado del respeto. No quiso darme más explicaciones. Y yo tampoco quise insistir porque lo vi muy abrumado, no sé si por la noticia o por las culpas. Sobre todo porque, según me contó Longoni, después de la discusión Camilo le pidió disculpas e intentó darle la mano, pero Donovan se negó a todo tipo de reconciliación. Según Longoni, fue un momento muy tenso. El aire se cortaba con un cuchillo, fue la expresión que usó. Con la mano extendida en el vacío, Camilo lo miró a Donovan, hizo un gesto como si hubiera querido decir algo que finalmente no dijo y salió del boliche: flaco, los hombros algo cargados, el saco de corderoy marrón, los pasos cortos, vacilantes, borracho pero entero. Entero a su manera. Arrogante, orgulloso y trágico. Fuimos muy pocos al velorio a despedirlo. Sus padres, un hermano, Pimpi, Liliana, Livia, Mara, tres o cuatro amigos y Amalita que seguramente lo debe de haber querido mucho para tomarse ese tipo de licencia. No hubo discursos, no hubo flores, no hubo oraciones y tampoco hubo lágrimas. Donovan llegó cuando estábamos saliendo del cementerio. Como al pasar me dijo que en el curso de Sucesiones la profesora pasó lista, lo nombró y le puso ausente. Extraño. Para la burocracia Camilo seguía vivo. Subí al auto de no recuerdo quien y le pedí que me dejara cerca de la facultad. Pimpi bajó conmigo. Mala idea. Mala idea esa de volver a la facultad después de la ceremonia en el cementerio. Anochecía y había empezado a lloviznar. No, no fue una buena idea volver a la facultad, caminar por la galería, ir al bar, estar en definitiva en cada uno de los lugares que compartimos con él. No sé si a Pimpi le pasaba lo mismo, pero por suerte fue sobria. Me dijo al pasar que estaba esperando un hijo de él. Y que si era varón le iba a poner su nombre, confesión que me pareció inapropiada e innecesaria. Tomamos un café y enseguida se sumaron a la mesa los amigos. Algunos recién allí se enteraron que Camilo estaba muerto. En algún momento me quedé solo. Pimpi se fue con Liliana Mujica y los muchachos marcharon a clase o al Comedor Universitario. Me acerqué a la barra y le pedí a Florencio un whisky. Con el vaso en la mano recorrí con los ojos el salón, las mesas con los estudiantes de siempre, el rumor de voces, algunas risas, las ventanas abiertas y más allá la sombra de las palmeras. Miré la puerta. Estaba abierta, pero en ese momento nadie entraba o salía. Más allá la galería desierta apenas iluminada por las farolas.