DONOVAN

Lo conocí a Donovan hace una punta de años. Rosarino, elegante un señorito como le gustaba definirse a él mismo. Entonces tenía veintiuno o veintidós años, había rendido seis o siete materias y era el asesor preferido de un ministro que esperaba que se recibiera para ponerlo de candidato a diputado o a alguna cosa parecida. Después no sé qué le pasó. Una mina dicen algunos, su neurosis, dicen otros, tal vez esos cambios acelerados de los tiempos políticos. No lo sé. Pero lo que en principio parecía una mala racha se transformó en decadencia, en un cuesta bajo irreversible. Yo lo había perdido de vista porque en ese tiempo por esas cosas de la vida estuve pasando una temporada en el Chaco convocado por un correligionario que me quería de asesor jurídico. Cuando volví, sin asesoría, sin un mango, pero con muchos amigos, lo encontré en la facultad y ya no era el mismo. Mejor dicho: mantenía su pinta, vestía de punto en blanco, pero yo no sé si en su manera de hablar o de mirar sugería que algo se había roto, algo que no era visible al primer golpe de vista, pero que de una manera empecinada lo estaba destruyendo. Una noche la Policía Federal llamó a mi casa. Era domingo…raro. El oficial se presentó y me dijo que Donovan estaba detenido y que le había dado mi número de teléfono. Por principio a ningún preso lo dejo en la estacada, tenga o no tenga razón. Mucho menos si es estudiante y mucho menos si es un amigo. Pregunté los motivos de su detención y me dijo algo sobre una bandera argentina y un mástil. No le entendí. Corté y directamente me presenté en la delegación de la Federal. Allí me pusieron al tanto de todo. Parece que un vecino denunció que había arreado la bandera que ondeaba en el mástil de la facultad y se había envuelto en ella. Después insultó a unos vecinos; no sé qué barbaridad le dijo a una señora que pasaba hasta que llegó la policía y lo metió preso sin que él ofreciera la más mínima resistencia. ¿Como si estuviera esperando el castigo? Es muy probable. Lo cierto es que para esos menesteres la policía suele ser de una sorprendente eficacia. Según el informe que él luego me confirmó, no estaba en curda pero había ingerido pastillas equivalentes a una damajuana de vino. La falta de alcohol en la sangre me dio pie para referirme a los perjuicios provocados por la medicación, argumento que facilitó que al otro día, a media mañana, recuperara la libertad, aunque los canas no se privaron de armar un pequeño expediente. Él estaba avergonzado. O por lo menos simulaba estarlo. Trató de explicarme lo que le había pasado, pero en algún momento me las arreglé para darle a entender que para mí lo sucedido no tenía ninguna importancia. Como le digo a mis alumnos: yo hago terapia jurídica y sé muy bien que a un preso no se lo debe atormentar con reproches. Tampoco lo humillé dándole consejos. Fuimos a un bar a tomar un café y traté de cambiar de tema, es decir, conversar de cualquier cosa menos de lo que le había sucedido. Ese episodio consolidó entre nosotros algo así como una amistad. Nunca más supe que hubiese caído preso, pero ya se sabe que en la vida hay otras prisiones además de la cárcel. Él a esos calabozos los conoció a todos. Cumpl treinta años, cumplió treinta y tres, cumplió treinta y cinco y continuaba siendo estudiante. Creo que alguna vez aprobó Contratos, pero nunca fue más allá, rompiendo con la cábala estudiantil que asegura que aprobando esa materia el título llega solo. Se ve que en la casa lo bancaban, porque nunca le faltó plata para vivir y seguir vistiendo como un dandy. No conozco que alguna vez se haya arrastrado pidiendo compasión. Seguía siendo orgulloso, altivo, algo pedante, pero el aura del fracaso en cierto momento ya era demasiado evidente. Una noche estábamos cenando en la facultad y en la mesa de al lado había una pareja joven con dos chicos. Los conocía de vista: él se había recibido hacía un par de años y ella estaba a punto de hacerlo. Me dijo en voz baja: en lugar de estar acá comiendo una milanesa con huevos fritos, hace rato que debería estar en algún restaurant del centro cenando con mi esposa y con dos chiquilinas jugando alrededor. No dijo nada más ni hacía falta que lo hiciera. La manera en que lo dijo, el tono de voz y la expresión del rostro eran mucho más elocuentes que las palabras. Nunca más escuché confidencias, pero todavía lo sigo viendo en el bar de la facultad o saliendo de uno de los cursos que nunca termina con algún libro bajo el brazo, caminando en dirección a esa vieja casa de estudiantes en la que vive desde hace más de quince años. Él lo sabe y yo lo sé: no se va a recibir nunca. No es un problema de talento o de voluntad. Es algo más íntimo, más definitivo. Desde hace años Donovan tiene la certeza de que no hay título, diploma, honores que resuelva su problema. Sencillamente no cree que sea importante recibirse. Lo ha dejado de creer hace rato, pero al mismo tiempo no sabe hacer otra cosa que continuar allí, en la facultad, repitiendo todos los días, semanas, meses y años la misma comedia. Persiguiendo sin esperanzas y con un cansancio atroz una ilusión que se parece a una pesadilla.

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