Nenucha Morante. Veintidós años. Ingresó a la facultad hace tres años. Tres años y algunos meses. Cursa los últimos civiles y calcula que en un año y medio, dos a lo sumo, con suerte y viento a favor puede llegar a recibirse. Nació y se crió en Rafaela. Única hija de padre médico y madre profesora de Castellano. Linda: morocha, ojos verdes insinuantes, pícaros, habituada desde la adolescencia a ser cortejada por los hombres. Su fiesta de quince fue sensación en Rafaela. Su primer novio se le declaró esa noche. Era por supuesto el más lindo del curso, el más asediado por las chicas del colegio, un ganador, un ganador como a ella le gustaba. Su mamá se puso más contenta que ella con el romance. El entusiasmo de la profesora era tan exultante que su padre en algún momento le dijo en broma que parecía ella la novia, un chiste que su mamá tomó a mal y estuvo un par de días sin dirigirle la palabra. El noviazgo no duró mucho: dos o tres meses a lo sumo. Cosas de verano, como decía una de sus amigas. Después vinieron un par de noviecitos, nada importante pero todos cortados con la misma tijera: lindos, de familias conocidas, con plata. Cuando terminó el secundario, era lo que se dice “una mujer experimentada”. Experimentada en bailecitos, coqueteos y otras boludeces por el estilo que, más allá de algunos sofocones, nunca le hicieron perder la condición de virgen. En las vacaciones de julio del quinto año viajaron con los chicos de curso a las sierras de Córdoba, un viaje que nunca olvidará porque en esas circunstancias perdió la virginidad, aventura que no concluyó en una violación pero estuvo cerca. Lo de siempre en estos casos. Un boliche bailable; un pibe estudiante de Medicina, pintón y con labia. Los besitos furtivos; en algún momento la oferta de ir a tomar una copa a otro lugar; ella que vacila, porque está con todos sus compañeros, pero acepta porque dos amigas vienen con ella. Y después el desenlace entre el alcohol, la excitación y esa suerte de caricias crispadas que se conjugaban con los verbos franelear o chapar. Conclusión después de tantos sofocones: la virginidad perdida casi como un accidente, un polvo echado en el auto, incómodo, breve y algo forzado. Nunca más vio a su primer hombre. Tampoco le contó a nadie lo sucedido. Cuando concluyó el secundario decidió estudiar Derecho en Santa Fe. Nunca supo muy bien las razones por las qué eligió esa carrera porque, a decir verdad, jamás se imaginó abogada o ejerciendo la profesión. ¿Por qué entonces? Por la sencilla razón de que quería ir a estudiar a una ciudad grande; porque las denominadas ciencias duras le resultaban ininteligibles y la sugerencia de la madre de estudiar Letras le parecía una carrera menor. Abogacía, por el contrario, se presentaba como una carrera honorable y distinguida, sus principales amigos y amigas estudiaban allí. Y, según lo que le comentaban, los pibes más pintones de la universidad seguían esa carrera. En Santa Fe se instaló en una pensión administrada por las monjas. Órdenes de sus padres, por supuesto. Le dieron un cuarto para ella sola y los primeros meses se dedicó a estudiar y aprobar materias. No se privó de hacer relaciones sociales, pero durante ese primer año todos los fines de semana regresaba a Rafaela, porque si bien en la facultad los hombres la cortejaban, su verdadero reinado era el de su ciudad natal, un reinado que mucho no la entusiasmaba porque los pocos hombres que podían llegar a interesarle estaban casados o de novios y a punto de casarse. Poco a poco las visitas a Rafaela se fueron espaciando. Si bien en el pensionado de monjas no podía salir de noche porque exactamente a las 20,30 debía estar en casa, la vida social en la facultad era lo suficientemente atractiva como para sustituir las salidas nocturnas a los locales bailables. Pronto se familiarizó con los hábitos estudiantiles: el bar de la facultad, los horarios de almuerzo y cena en el Comedor Universitario, las copas en los boliches de las inmediaciones. Como la mayoría de los estudiantes del «interior» su relación con Santa Fe se reducía a esa suerte de ciudad universitaria que se extendía a los alrededores de bulevar. Allí estaba todo: las reuniones, las charlas, los bailecitos y eso que se denominaban peñas y que consistía en reuniones acompañadas con vino y algunos muchachos o chicas habilitados con la guitarra. Al año y medio de estar en Santa Fe dejó el pensionado y se fue a vivir con tres amigas a una casa alquilada a pocas cuadras de la facultad, muy cerca del Comedor Universitario. Para esa época hubo un romance con un muchacho de San Luis que concluyó en la nada, aunque dejó como saldo la experiencia del placer sexual. Después llegaron otros: un correntino que resultó casado; un pibe de Rosario que en algún momento se entusiasmó con el marxismo y ella lo largó sin remordimientos porque no quería saber nada con comunistas; un profesor muy jovencito que, como le dijera su amiga Pimpi, es bueno, pero muy pelotudo. Y un taxista que conoció una noche cuando llegó de Rafaela y en la terminal de ómnibus tomó un taxi porque lloviznaba. Este romance duró un par de meses y concluyó con una pelea a los gritos y ella con un ojo negro, porque el muchacho tenía la costumbre de fajar a sus mujeres, una costumbre que además la ponderaba como una virtud. Cuando esa noche llegó a su casa con el ojo en compota y llorando como una Magdalena, su amiga Pimpi le dijo que lo denunciara a la policía, cosa que no se animó a hacer, pero si decidió largarlo. O lo largás o no sos más mi amiga, le dijo Pimpi, que siempre insistía en la defensa de los derechos de la mujer, algo que a ella no le iba ni le venía, aunque admitía que sus argumentos eran razonables y en algún punto, brillantes, tanto que en algún momento empezó a repetir en Rafaela algunas de esas frases aprendidas de memoria para impresionar a sus amigas pueblerinas y escandalizar a su madre que nunca se cansaba de reprocharle que alguna vez la iba a matar de un disgusto. Pimpi era amiga de Kraus y muy de vez en cuando el dirigente estudiantil pasaba por su casa a tomar unos mates y hablar de bueyes perdidos. Nenucha se había enamorado de Kraus el día que éste entró al curso de Introducción al Derecho para darles la bienvenida a los estudiantes. «Es parecido a Paul Newman», decía, “…tiene unos ojos grises color acero….y qué elegante…qué facilidad de palabra…ése es un hombre…”, pensaba. Y se imaginaba llegando a Rafaela con él y deslumbrando a sus amigas, fantasía que no duró mucho tiempo porque Pimpi fue la primera en advertirle que Kraus era el hombre que menos le convenía, sobre todo a ella que, más allá de sus liberalidades y de sus frecuentes encamadas, nunca perdía de vista que su objetivo era conseguir un buen marido, objetivo incluso superior a su aspiración a recibirse de abogada, una profesión que le seguía resultado indiferente porque, como dijera Mara, no le gusta abogacía, pero le gustan los muchachos que estudian abogacía. Durante el tercer año y con varias materias aprobadas, comenzó a familiarizarse con cierta jerga universitaria que consideró indispensable para alternar con los estudiantes. De la mano de Pimpi se enteró que existía un señor llamado Freud y otro señor llamado Marx, dos autores cuyos libros nunca pudo leer más allá del primer capítulo, pero a los que siempre consideró que de ellos era conveniente incorporar algunas palabras claves a su vocabulario: edípico, alienación, narcisismo, explotación, ego y superyó, dialéctica y plusvalía. Para esa fecha comenzó a asistir a las reuniones de agrupación que dirigía el Centro de Estudiantes y cuyo líder indiscutido era Kraus. De vez en cuando asistía a las asambleas y compartía las mesas del bar ocupadas por los principales dirigentes y militantes de la agrupación. Nunca entendió mucho de lo que hablaban y de sus objetivos políticos, no porque fuera ignorante, sino porque en realidad la política y las discusiones de ese tipo la aburrían. Fue en una de esas asambleas, mejor dicho en una de esas peñas que se armaban después de las asambleas, cuando conoció al Bayo Barale, un estudiante de Entre Ríos, del que se enamoró en el acto. El Bayo efectivamente era un tipo querible: simpático, divertido, popular. Sus diversiones incluían jarras de vino, borracheras y peleas, trifulcas que siempre se armaban y siempre lo contaban a él como protagonista central. Nenucha cayó rendida a sus pies. La sedujo su risa, su desparpajo, esa afectividad que se manifestaba en la mirada, en los gestos, en esa tristeza que a veces nublaban sus ojos. Pronto se dio cuenta de que el Bayo era de los tipos nacidos para ser querido por las mujeres y por los amigos pero, sobre todo, enseguida descubrió que él era su hombre.Todo fue muy rápido: esa noche fueron a dormir juntos y durante un par de semanas el placer y la felicidad fueron completos. Después empezaron los primeros problemas. No, no eran sus borracheras que se reiteraban más allá de lo que Nenucha podía soportar, sino el hecho inevitable, doloroso y concluyente de que el Bayo tenía novia, una novia que no vivía en Santa Fe, sino que lo esperaba en Rosario Tala, su pueblo, esos noviazgos de pueblo en los que participa toda la familia y esperan al hijo pródigo que regrese de la ciudad con el título bajo el brazo para luego casarse. El Bayo le contó esa relación a Nenucha una mañana mientras tomaban mate en su casa. Nenucha algo sospechaba, pero lo que nunca imaginó fue la fortaleza de ese vínculo. Si no lo entendió de entrada lo aprendió después, con los viajes semanales de él a su pueblo, con las cartas, las fotos, incluso las llamados por teléfono. Lo peor ocurrió el día que la novia vino a Santa Fe con sus padres y llegaron a la casa de estudiantes justo cuando estaba ella que debió soportar la humillación de ser presentada como la compañera de estudios de Junco, el imbécil que vivía con el Bayo y que no hacia otra cosa que dormir hasta las dos de la tarde y escuchar partidos de fútbol. Nenucha se enojó mucho. Consideró que no podía permitirse ser “la otra” y decidió romper con ese noviazgo. Todo duró una semana. A la siguiente, ella estaba de vuelta en la casa del Bayo, a pesar de las advertencias de Pimpi y Mara que le insistían que esas relaciones no tienen destino porque esa clase de tipos nunca rompen con su pueblo y, mucho menos, con las novias de su pueblo