I
La crisis económica es evidente. Está en los números, se respira en la calle, se siente en los bolsillos y se sufre en el cuerpo. Podemos debatir los grados de intensidad de la crisis y sus posibles desenlaces, pero lo que parece estar fuera de discusión es su existencia. También es evidente la pérdida de autoridad del gobierno. Esa pérdida de autoridad incluye a Alberto Fernández en primer lugar, pero también a Cristina Kirchner. El gobierno peronista como tal no logra resolver los problemas del presente y parece no entender las acechanzas del futuro. Tal vez el síntoma político más evidente de la crisis se exprese a través de sus impiadosas refriegas internas. Al respecto, no deja de llamar la atención que las invectivas más duras contra el gobierno, las imputaciones más ofensivas y alarmantes provengan del espacio político oficialista. Los tiempos de confusión habilitan las reflexiones psicológicas. Síntoma típico. ¿Alberto perdió el juicio? ¿Cristina entró en pánico? Son algunas de las preguntas que nos hacemos habitualmente, preguntas que, claro está, no tienen respuesta, o su respuesta carece de relevancia política, salvo el detalle de que algo anda mal cuando empezamos a interrogarnos acerca de la salud mental de los gobernantes.
II
Alguna vez se dijo que hay crisis cuando los de arriba «no pueden» y los de abajo «no saben». Una definición que como toda definición suena bien, pero es incompleta o no alcanza a explicar nuestro presente. También se ha dicho que hay crisis cuando lo viejo está agotado pero lo nuevo aún carece de posibilidades de constituirse como tal. Este segundo concepto pareciera ser no muy diferente al primero, salvo que incluye el siguiente «detalle»: hasta tanto lo nuevo reemplace a lo viejo, la sociedad atravesará por una suma indescifrable de situaciones «morbosas». La crisis se expresaría entonces en esa «morbosidad» cuya traducción práctica es una suma indeterminada de conflictos cada vez más violentos, hasta incluir en ciertas circunstancias la guerra civil. Cruz diablo. Puede haber otras explicaciones. Por ejemplo, las que aluden al agotamiento de un modelo de dominación política o de un modelo de producción económico. O las dos cosas. En todos los casos las sociedades la pasan mal y muy mal. La crisis, toda crisis, deja un tendal de heridos. Es un cuento chino inventado por los chinos, decir que toda crisis representa una oportunidad. El que quiera consolarse con esa predicción que lo haga, pero por el momento no lo voy a acompañar en esa «esperanza negra» o en la ilusión de que «cuanto peor, mejor».
III
Las crisis afectan también al lenguaje. Los discursos adquieren un tono más agresivo, más tremendista, más sombrío, más pendenciero. Y me refiero a los discursos de la clase dirigente. Algunas palabras empiezan a circular, al principio con cierta timidez, hasta legitimarse y transformarse en habituales. Ahora empezamos a escuchar términos como «sangre», «dar la vida», «golpe de estado», «saqueos». Y como para completarla, alguien insinuó que las fuerzas armadas deben prepararse para protagonizar nuevas épicas. Se dirá que por el momento no son más que palabras proferidas por algunos marginales. Ojalá sea así. Pero tengo los años suficientes como para advertir que no conviene tomar a la ligera estas señales, sobre todo cuando el presente es agobiante y hacia el futuro solo se ven brumas. Nos hacemos preguntas y las respuestas que nos damos no nos conforman. ¿El presente se parece al «rodrigazo» de 1975; a la hiperinflación de 1989; a la debacle de 2001? Lo único en común es que en todos los casos nos estamos refiriendo a momentos complicados, momentos cargados de angustia, violencia y privaciones. La ventaja de evocar el pasado, incluso el pasado más negro, es que conocemos su desenlace; la desventaja de pensar el presente, es que no sabemos cómo vamos a salir y en qué condiciones.
IV
Los rumores circulan, rumores que ventilan las peripecias internas del poder. ¿Es verdad que Cristina calificó a Alberto de pelotudo? ¿Es verdad que Alberto amenazó con renunciar y puso en duda la salud mental de su vicepresidente? Puede que sean exageraciones, puede que sean mentiras, pero lo que importa y lo que preocupa es que esos rumores empiezan a circular cuando las condiciones sociales y políticas se agravan. Palabras más palabras menos, lo cierto es que el gobierno no sabe qué hacer, todas las señales que da, dan cuenta de su impotencia, de su agotamiento político y, al mismo tiempo, sabemos que falta más de un año para las elecciones, un tiempo que cronológicamente no es tan extenso pero que en las actuales condiciones políticas se parece a la eternidad. ¿Adelantar las elecciones? Por ahora ni el oficialismo ni la oposición consideran esa posibilidad. Por ahora. ¿Seguir transitando el presente, el día a día? Algunos dirigentes peronistas estiman que es lo que se debe hacer. Según ellos, los problemas que tenemos provienen del crecimiento económico que estamos logrando. Crisis, sí, pero crisis de crecimiento. Una maravilla Pregunto: ¿realmente creen en lo que dicen? ¿Mienten o están alienados? No lo sé. No lo sé, pero de lo que no tengo dudas es que esta crisis podrá ser más o menos grave, pero de «crecimiento» lo único que puede exhibir es crecimiento de la pobreza, de la indigencia, de la desocupación. He escuchado a otros dirigentes decir que la situación es mala, pero el peronismo la controla. Algo de verdad hay en esa afirmación. No tengo ninguna duda de que si a este escenario lo dirigiera un elenco no peronista el país estaría incendiado. ¿Es verdad que el peronismo garantiza la paz social? Diría que es una verdad a medias. La garantiza hasta un cierto límite. La propia legitimidad de los dirigentes sociales o sindicales que le responden empieza a erosionarse, sobre todo cuando lo único que le pueden ofrecer a sus bases son malas noticias.
V
El gobierno está agotado y habría que preguntarse si el kirchnerismo como tal está agotado. Por lo pronto, las mediciones dicen que sus principales dirigentes son rechazados con más o menos intensidad por más del sesenta por ciento de la población. Pienso en Cristina, en Alberto, en Máximo, en Axel o en Sergio. La situación más grave es la de Cristina, porque a su pérdida de autoridad política se sumaría su pérdida de libertad. Si bien el argumento es tramposo, no se equivoca cuando dice que su condena ya está firmada. Ocurre que en realidad lo que está firmado con la contundencia de las pruebas y los testimonios, son las fechorías cometidas por ella y su marido desde la cima del poder y desde hace casi dos décadas. Lo suyo es indefendible. Jurídica y políticamente. Con suerte y viento a favor, y atendiendo que en estas sociedades los poderosos (y ella lo es) disponen de márgenes notables de impunidad, el futuro más benigno que le auguro es parecido al de Carlos Menem: aferrada a una banca para que los fueros le impidan ir a la cárcel. Si así ocurriera, la historia no dejaría de asombrarnos con sus paradojas: la misma Señora que durante los años noventa forjó su destino político al lado de Menem, concluiría su itinerario en condiciones muy parecidas a las de Menem. Dos presidentes peronistas que, más allá de las diferencias que sostuvieron entre ellos por las propias exigencias de la coyuntura, en el tema decisivo del poder, es decir de la concentración del poder y el ejercicio de un liderazgo personalizado, mantuvieron más coincidencias que las que sus cada vez más desencantados adherentes están dispuestos a reconocer.