I
Cristina Kirchner considera que los episodios sucedidos en la esquina de Uruguay y Juncal repiten punto por punto lo sucedido en 2001, es decir, cuando las protestas sociales precipitaron la renuncia de Fernando de la Rúa con su trágico desenlace de muertos. Es una opinión. En mi caso, lo sucedido en esa bendita esquina reitera en una versión más modesta, pero no menos intensa, aquellas movilizaciones del peronismo contra la reforma previsional con sus doce o catorce toneladas de piedras dirigidas al Congreso. Vamos a los detalles. Según la Señora, la presencia de la policía metropolitana en la puerta de su casa reitera una conducta obsesiva de los «enemigos del pueblo» en materia represiva. Lo curioso en este caso es que no solo no hubo muertos, sino que los heridos, alrededor de veinte, fueron los policías. Rara iniciativa represiva de los supuestos herederos del almirante Rojas, donde las bajas provienen mayoritariamente de los pretendidos represores. Y ya que estamos en tema, me permito recordar que en aquellas jornadas luctuosas de 2001, más del ochenta por ciento de los muertos lo fueron como consecuencia de la «eficacia» de las policías de los gobernadores peronistas, con el compañero Carlos Ruckauf a la cabeza quien finalmente pareciera que se dio el gusto de meterle bala a todos los que no cumplieran con la ley. Respecto de la comparación con el malón peronista y sus doce toneladas de piedras en 2017, importa una advertencia. La semejanza no proviene tanto por las piedras, como de ese instinto del peronismo de unirse en los emprendimientos contra las instituciones republicanas. En las refriegas de 2017, todos estuvieron juntos. Unos en la calle, otros en el Congreso. La letanía de «Todos unidos triunfaremos», hecha realidad. Hasta nuestro muy recatado gobernador santafesino se sumó al jolgorio. La misma unidad se observó en estos días. Todo el peronismo al pie y a la orden de Cristina.
II
Estoy en Buenos Aires y como no puedo controlar mi insaciable curiosidad me di una vuelta por la esquina de Juncal y Uruguay. Lunes a la mañana, cerca del mediodía. Como diría Borges, «una esquina cualquiera», aunque allí no estaban ni Jacinto Chiclana ni el hombre de la esquina rosada. Poca, muy poca gente. No más de quince kirchneristas reiterando el jingle: «Si la tocan a Cristina, que quilombo se va armar», más un cordón de policías respaldados por un patrullero y un carro hidrante. Nada más. Me senté en la mesa de un bar a media cuadra del lugar -una luminosa y discreta plazoleta a la que seguramente Cristina no fue nunca- y mientras tomaba un café disfrutando del sol otoñal y la paz del lugar, pensé que a pocos metros, en apenas una esquina, parecía jugarse el destino nacional. Y no exagero cuando digo, «apenas una esquina», porque yo pasé caminando por la vereda de enfrente, («los hombres soñaron un pasado ilusorio, solo faltó una cosa, la vereda de enfrente») y caminé con absoluta libertad y sin interferencias. No me consta que el barrio por donde «extravié mis pasos» fuera de multimillonarios. Se me ocurre que allí vive la clase media alta porteña, que mayoritariamente suele votar en contra del peronismo, pero nada más. También sospecho que la Señora, que no por casualidad eligió ese lugar para ir a vivir, debe exhibir una de las cuentas corrientes bancarias más abultadas de la zona.
III
Respecto de la amenaza de «tocarla» a Cristina, corresponde decir que por lo pronto lo único que hay es el alegato de un fiscal que le pide doce años de condena. Hasta tanto concluya el juicio, Cristina podrá disfrutar de la libertad «como los pajaritos», para recurrir a la imagen elaborada por ese otro presidente peronista con el que Cristina cada vez se identifica más en términos de pretensiones para eludir la acción de la justicia: Carlos Menem. Creo que hasta los vendedores de praliné saben que Cristina podrá ser condenada en primera instancia, pero no irá presa. El juicio va para largo, las apelaciones lo prolongarán en el tiempo y, como Menem, los fueros y luego las fatales leyes de la biología harán el resto. Pero lo más seguro es que la Señora no vestirá traje a rayas. Mucho menos será proscripta. Por lo pronto no lo será para estas elecciones, porque en el peor de los casos para ella la condena firme puede que la afecte para los comicios de 2027, pero no para los previstos en 2023. ¿Y entonces por qué tanto «quilombo»?, como les fascina decir. No hay una sola respuesta a esta pregunta, pero vamos a intentar elaborar algunas. En primer lugar, se trata de una batalla política. Cristina no irá presa, pero dispone de muchas probabilidades de ser condenada ante el singular tribunal de la opinión pública. Es decir, no ingresará a una celda, pero para la inmensa mayoría de la sociedad es o será una «chorra». A la Señora no solo la puede condenar la opinión pública, sino también la historia. «Chorra», como en el tango de Discépolo. Los peronistas intentan refutar esta opinión. Y lo hacen a su manera, con su desmesura, sus mitos y sus leyendas. ¿Acaso no pertenece al territorio desopilante de las fantasías más escabrosas decir que la presencia de algunos policías en la bendita esquina respondió al intento de «encarcelarla» en su propio piso? ¿O de eliminarla físicamente como a los mártires del basural de León Suárez? ¿Y qué opinión nos puede merecer a los ciudadanos de la segunda década del siglo XXI las declaraciones del señor Cuervo Larroque, calificando de «santuario» la esquina de Juncal y Uruguay? ¿Estamos en presencia de una flamante ayatola patagónica? No lo sé, pero la veneración, la idolatría, suele ser uno de los atributos de la bizarra «misa populista». Estemos ante la Jefa, la diosa, la divina, la santa patrona. Cristina es la reencarnación de Evita, su versión más elaborada, más perfecta. Las diosas están más allá de las triviales leyes de los hombres y los monótonos dictámenes de los fiscales. Si robó, falsificó, mintió o algo peor, sabrá por qué lo hizo. A los feligreses solo nos corresponde la oración y si es posible de rodillas.
IV
Decía que el peronismo cerró filas alrededor de la Jefa. Todo el peronismo. Hay que decir, además, que a los compañeros les encanta cumplir con esos ritos. Pero la ceremonia incluye un costado, un capítulo menos canónico y más contaminado por los rigores de la vida. Cristina hoy es la jefa del peronismo y sus devotos, incluso los menos enfervorizados, presienten que si la abandonan en esta coyuntura, las posibilidades de una abrumadora derrota electoral crecerían en proporciones geométricas. Los veteranos caciques del peronismo, sus viscosos dirigentes sindicales, sus aguerridos titulares de los movimientos sociales, sus sinuosos gobernadores, sus empresarios estilo Samid, estilo Manzano, estilo Cristóbal López, son hombres de fe, pero saben que no solo de fe vive el hombre. Los politólogos aseguran que no son pocos los peronistas que disienten con Cristina. Aunque hasta la fecha a ese disentimiento no he tenido el placer de contemplar, admito que algo de verdad puede haber en esa afirmación. Para expresarlo en términos más realistas agrego a continuación que en el peronismo, como en ciertas organizaciones del sur de Italia, no se disiente, se traiciona. El disentimiento es un hábito, un vicio liberal, tal vez gorila, pero la «traición» es una palabra sagrada en la escabrosa cultura populista. La otra cara de la moneda. La traición precedida del beso y la palabra «compañero». La historia del peronismo, por ejemplo, podría escribirse a través del itinerario recorrido de la lealtad a la traición y de las diferentes imputaciones que los peronistas se hicieron entre ellos. Cipriano Reyes fue el primer «traidor», pero no el último. Algunos terminaron en la cárcel, otros en el ostracismo político y unos cuantos fueron eliminados físicamente. La pregunta del millón en este caso es acerca del momento en que los peronistas decidirán traicionar a Cristina. Lo van a hacer. No sé cuándo, pero lo van a hacer. La verdad 21 del peronismo tarde o temprano se aplica, se ejerce. Después, los comunes mortales nos habituaremos a escuchar en los más diversos registros teóricos que Cristina y los kirchneristas nunca fueron peronistas.