I
Primero se habló de un loquito solitario, marginal, delirante y tramposo; después se sumó una novia que portaba un prontuario parecido, con sus miserias, desgracias y perversiones. Ahora hay una tercera detenida que exhibe antecedentes parecidos. Se habla de la banda de «los copitos», pero el oficio al que parecen ser más leales es el de la pornografía, la pedofilia y la prostitución. Su exclusiva relación con la política sería una vaga afición a los nazis, expresada a través de lo que parece ser su exclusiva y obsesiva pasión juvenil: los tatuajes. ¿Qué llevó a este grupo de indigentes morales y materiales, de miserables que chapotean en las cloacas de la sociedad a atentar o pretender atentar contra la vida de la vicepresidente?, es un misterio que se me ocurre que será difícil de develar, porque siempre resulta complicado develar lo que pertenece más al campo de la psiquiatría que de la política. Por mi compulsiva afición a la historia y a la literatura, intenté relacionar el episodio con acontecimientos que alguna vez haya leído en alguna novela o ensayo. Pensé en «Los siete locos» de Roberto Arlt; en los personajes endemoniados salidos de alguna novela de Dostoievski; en los sórdidos canallas que recreaban Víctor Hugo o Balzac, o en los partícipes de algunas sectas políticas o religiosas convencidos de que Dios, el diablo o la historia les asignó una misión trascendente. Sin embargo, para mi frustración, ninguno de estos casos encaja con nuestros indigentes «copitos». Admitamos que hasta en estas desgracias y en estas truculencias somos originales. Los delincuentes que atentaron contra la vida del Papa o asesinaron a Robert Kennedy e intentaron eliminar a Reagan, eran más «serios» que estos desdichados miserables. En todo atentado terrorista -frustrado o no- hay consignas, proclamas o personajes que exhiben un prontuario elaborado alrededor del crimen y el terror. Nada de esto parece estar presente en nuestro «magnicidio». Por lo menos hasta la fecha lo único que adquirió estado público es la afición paranoica de algunos dirigentes políticos para probar que Sabag Montiel o Brenda Uliarte son la cabeza visible o el último eslabón de una poderosa organización terrorista dedicados a eliminar a la vicepresidente. El relato incluiría a servicios de inteligencia que, como es de prever, no son los nacionales sino los de la ciudad de Buenos Aires que, a juzgar por la opinión de un destacado operador oficialista, posee un ejército paralelo con su tropa, su estado mayor, su «inteligencia» y sus sicarios. De allí a suponer que Rodríguez Larreta o Mauricio Macri están detrás de este atentado o, por qué no, el inefable Caputo, hay un solo paso que los sabuesos dedicados a esta faena no vacilarán en darlo. Con semejantes insumos no sé si será posible arribar a algo parecido a la verdad, pero sin lugar a dudas que Campanella o Szifrón se están perdiendo el guion de la serie o de la película más exitosa de su vida profesional.
II
Lo ocurrido aquel jueves a la noche en la ya célebre esquina de Uruguay y Juncal pudo haber alentado la oportunidad de que por primera vez en muchos años los argentinos, la inmensa mayoría de la Argentina política, coincidiera en una declaración de repudio a lo sucedido y a todo intento de crimen político. Por supuesto, y como era de prever, el kirchnerismo hizo lo imposible para que ello no ocurra. Y lo hizo de inmediato. Dos horas después, casi sobre el filo de la medianoche, el presidente de la nación, es decir, el presidente de todos los argentinos, responsabilizaba a la oposición de lo sucedido. A la oposición, los jueces y los periodistas. Según este singular punto de vista, los discursos del odio alentado por los enemigos de la Argentina, que son casualmente los enemigos de Cristina, propiciaron las condiciones «culturales» para que Los Copitos intervengan. No conforme con ello, fiel al estilo de algunos de ellos para quienes cualquier incidente es un buen pretexto para no ir a trabajar, declararon un feriado, convocaron a una movilización con consignas en las que los enemigos no eran los «copitos», sino los periodistas, los jueces y los políticos opositores; y cerraron este primer acto del sainete con una misa en Luján y una batucada de despedida en la que sacerdotes y barras bravas bailaban tomados del brazo al ritmo de bombos y matracas. Por supuesto, la oposición después de condenar el intento de magnicidio, dio un paso al costado porque se supone que a nadie le gusta sumarse a declaraciones, marchas y oraciones al cielo en la cual los responsables ideológicos del atentado son ellos mismos. Acerca de lo sucedido se pueden elaborar las más diversas hipótesis, pero lo que desdichadamente se impone es que la denominada «grieta» es insalvable o, mejor dicho, solo se podrá resolver a partir de la derrota política y cultural de uno de los partícipes. Los hechos se empecinan en no desmentirme: si ante un episodio en el que todos estaban de acuerdo en repudiar, el kirchnerismo se las ingenió para seguir fogoneando el conflicto, no hay motivos para alentar esperanzas respecto de un acuerdo con quienes por convicción, prejuicio, ideología o interés se resisten a todo tipo de acuerdo.
III
Un historiador aficionado a periodizar los procesos, diría que esta etapa se inició al minuto siguiente en que el fiscal Diego Luciani dio a conocer su dictamen proponiendo doce años de condena a Cristina Fernández de Kirchner por ser, entre otras virtudes, jefa de una asociación ilícita. Como sus parientes ideológicos de primer grado, los carapintadas de Rico, los compañeros se rebelaron contra un alegato judicial y en una sola movida impugnaron el principio de justicia independiente y libertad de prensa. Como en los tiempos del compañero Menem, los kirchneristas aspiran a que la Corte Suprema de Justicia sea presidida por alguien parecido a Julio Nazareno y la justicia federal esté titularizada por un personaje parecido a Norberto Oyarbide. No concluyen allí las coincidencias de fondo de los kirchneristas con el menemismo. Menem y Cristina eludirán la cárcel protegidos por los fueros. Ya lo dijo con descarnado realismo y arrebatada sinceridad el senador formoseño José Mayans, experto en el oficio de la cortesanía y el vasallaje: «Si quieren la paz social, pongan punto final a los juicios». Ahora empezamos a entendernos. El problema son los juicios. Todo lo demás es, como le gustaba decir a mi tío Colacho, charamusca. Anulen los juicios y todos amigos. Por lo menos hasta el próximo desfalco. Marcos Juárez fue la respuesta a esa pretensión. La respuesta justa para todos. Hay una fuerte aspiración al cambio y no hay terceras vías. Sería deseable que las hubiera, pero la Argentina de la tercera década del siglo XXI ha definido en sus trazos gruesos (ya habrá tiempo para la sintonía fina) los límites y los alcances de la contienda. El desafío interpela a la oposición. Dos méritos se les reconoce: se han mantenido unidos y han despertado expectativas generosas. Esperamos, deseamos, que sepan estar a la altura de sus promesas. El pueblo soberano los respalda, pero el mismo pueblo soberano no permitirá que pretendan ser más de lo mismo. Lo que se libra hoy no es una guerra, es una disputa electoral que es al mismo tiempo una disputa cultural acerca del país que deseamos y nos merecemos. Los argentinos necesitamos saber qué Argentina queremos para nuestros hijos y nuestros nietos.