I
Es verdad que en 1983 la recuperación de la democracia incluyó la certeza de que las diferencias políticas se resuelven pacíficamente. Está permitido el debate, la denuncia, la disidencia y la crítica, pero el límite es la vida. Dicho de una manera simplificada: no se puede ni se debe matar por razones políticas. Alguien dirá que tampoco debería estar permitido matar por razones privadas, lo cual es cierto, pero desde un exclusivo abordaje político no es un detalle menor decir que por lo menos en los últimos quince años desde diferentes lugares se consideraba que la muerte era un recurso político no solo viable, sino también lógico y, peor aún, deseable.
II
En 1960 un general, de esos generales que decidían qué estaba o no permitido hacer, postulaba que la Argentina se redimiría después de un ajuste de cuentas que incluyera la sangre de los injustos. Para 1960 no había guerrilla, no había terrorismo, pero sí existían generales que estimaban que para arribar a la sociedad que ellos consideraban justa era necesario hacerlo sobre un número indeterminado de muertos. Para 1960 el antiperonismo de los militares de 1955 devino en anticomunismo militante en las trincheras de la guerra fría; trincheras que en los países del patio trasero se vivía como «guerra caliente». Desde la izquierda y desde el populismo de izquierda se consideró que la realización de la utopía de una sociedad justa o soberana exigía pasar por las armas a los opresores, tal como la enseñaba, por ejemplo, la revolución cubana. Por supuesto que hay diferencias entre los discursos y los objetivos de la derecha y la izquierda, pero en lo que parecía haber un acuerdo tácito es que las diferencias se resolvían derramando sangre. Por supuesto, cada uno disponía de los argumentos para justificar sus objetivos. Unos desde el estado, otros desde el llano pero respaldados por otros estados, decidieron que la guerra era la comadrona de la historia. No sé si la calificación de «dos demonios» es la más adecuada, sobre todo atendiendo la asimetría de poderes, pero más allá de excursiones en los «avernos», lo que importa destacar es que la única coincidencia entre enemigos irreconciliables era la admisión de la «guerra» (revolucionaria o contrarevolucionaria) como una legítima práctica política. Pues bien, 1983 puso punto final a esas pretensiones catastróficas.
III
Solo en contadas ocasiones este principio parece haber sido cuestionado. El último fue el intento de asesinato de la actual vicepresidente. El último, pero no el primero. Cuando el fiscal Alberto Nisman fue hallado muerto en su departamento de Puerto Madero, más de un analista político consideró no solo que se trataba de un crimen, sino que esa muerte rompía el consenso fundado en 1983. Algo parecido se dijo cuando los denominados «Todos por la patria» asaltaron el cuartel de La Tablada. Podría incluir en la lista las pretensiones de los militares «carapintadas», pero también en este caso la democracia y la consecuente movilización popular asimiló estos arrebatos golpistas. Conclusión, casi cuarenta años de democracia y convengamos que el principio a favor de la vida se sostuvo. Incluso, crímenes no vinculados directamente con la política, pero sí ligados a través de hilos no tan invisibles a ella, como fueron los casos de Soledad Morales y Omar Cabezas, dieron lugar a reacciones populares solo posible en una sociedad que rechaza la muerte como método, como solución, como hábito o como privilegio del poder.
IV
La Argentina no está atravesando por uno de sus mejores momentos históricos, pero a pesar de todo este consenso a favor de la vida y la paz se mantiene. Quienes intentaron asesinar a la vicepresidente recibieron la condena social y política abrumadora. No hubo un solo dirigente político, social o religioso que no haya condenado lo sucedido en un país en el que, en 1973, el partido ganador de las elecciones hizo campaña festejando el crimen. Asimismo, ninguna organización política se hizo cargo de lo sucedido. No hubo proclamas ni manifiestos belicosos. Y no los hubo, porque sencillamente esta suerte de banda de lúmpenes denominada «Los copitos» está más cerca de algunos de los geniales delirios de Roberto Arlt o Fedor Dostioievski que de un riesgo a la convivencia social de los argentinos. La vida de la vicepresidente corrió peligro, pero ese peligro no provino de una organización política opositora. «Los copitos» están muy lejos de ser la OAS que atentaba contra la vida de De Gaulle, o la ETA que liquidaba a políticos de la democracia. Tampoco pueden ser comparados con el ERP, Montoneros o las Tres A.
V
Supongo que no es necesario enumerar las carencias que padece la Argentina. Pobreza, desocupación, indigencia, pero ninguna de estas carencias han dado lugar a la propuesta de soluciones que incluyan la muerte para realizar una Argentina justa. Puede que esto suceda porque las utopías del siglo veinte fueron más catástrofes sociales que respuestas a los dilemas de las sociedades realmente existentes, pero no es un detalle menor la convicción presente en la mayoría de la clase dirigente de que las posibles soluciones políticas deben realizarse en los marcos imperfectos pero flexibles y legítimos de la democracia. No son «Los copitos» los que pueden poner en riesgo el orden democrático, más allá de la tragedia que estuvieron a punto de provocar. Esto no significa que la democracia y la paz social estén garantizadas para siempre. En el devenir histórico de la humanidad nada está garantizado para siempre. Las condiciones que reproducen la vida social nunca están escritas de antemano y nadie ignora que una de las «virtudes» del homo sapiens es tropezar más de una vez con la misma piedra. La paz es un bien deseable pero el instinto de guerra siempre acecha. El instinto y la razón guerrera. La invasión de Rusia a Ucrania así lo enseña. Nosotros estamos lejos de esas tragedias, se dirá, pero en el mundo globalizado nunca se está tan lejos de lo deseable o lo indeseable. Hay un ejemplo que siempre menciono porque me inquieta. En 1933, una suerte de encuesta que se hizo en España dio como resultado que más del ochenta por ciento de los españoles rechazaban la guerra como solución a sus diferencias. Tres años después la guerra civil estaba desatada con todos sus horrores. José María Gil Robles, uno de los líderes lúcidos de la derecha española escribió desde el exilio un libro titulado: «No fue posible la paz». La deseaban pero las circunstancias los superaron a todos. La Argentina actual no es la España de 1933. Otro tiempo, otro contexto, otro mundo, pero las diferencias visibles y evidentes no pueden hacernos perder de vista que aquellos hombres y mujeres en muchos aspectos se enfrentaron a dilemas no muy diferentes a los nuestros.
VI
En la Argentina las diferencias políticas más duras se traducen a través de la palabra «grieta». Se ha discutido mucho acerca de los alcances de esa palabra. Después de todo, en este país hemos vivido experiencias tan o más duras y confrontativas que las actuales, pero lo cierto es que la evocación de tragedias pasadas no consuelan. Soy de los que creen que la denominada «grieta» no está extendida a lo largo de todo el cuerpo social. Es más, sospecho que las diferencias irreductibles fueron más duras en los tiempos del primer peronismo que ahora. La «grieta» actual incluye a minorías intensas vinculadas al campo político e intelectual. En ese territorio las diferencias parecen ser irreductibles. Alguien dirá que se trata de una minoría, que en la Argentina profunda esas diferencias no importan. Puede ser, pero lo que la experiencia de la modernidad nos enseña es que en las sociedades actuales ciertas minorías intensas pueden adquirir una inusitada eficacia. Minorías intensas fueron los nazis en Alemania o los bolcheviques en Rusia. Ambos profetas de la muerte en nombre de ideales absolutos. Nunca la historia se repite de la misma manera, ni siquiera sus pesadillas, pero conviene prestar atención a algunas de sus enseñanzas. Sinceramente no creo que el destino de la Argentina sea la guerra, pero no subestimo algunas señales. Y sobre todo, no deja de preocuparme un destino tal vez no tan catastrófico como la guerra, pero sí deplorable y desalentador, el destino de una nación que se degrada periódicamente, que pareciera dispuesta o resignada a transitar, como en una pesadilla gótica, por una decadencia persistente de sombra y oscuridad.