I
Converso con un dirigente opositor de signo liberal y muy convencido de que el año que viene la coalición «Juntos por el Cambio» ganará los comicios «de manera arrolladora». Le observo que me congratula su optimismo, pero temo que su entusiasmo es más fuerte que los datos objetivos de la realidad. No le digo nada porque en una entrevista no le corresponde al periodista opinar, pero luego apunto en un cuaderno de notas que es muy probable que «Juntos por el Cambio» gane las elecciones, pero también es muy probable que el peronismo obtenga alrededor del cuarenta por ciento de los votos con su correspondiente representación parlamentaria y territorial. En el mejor de los casos, puede que el kirchnerismo como corriente interna del peronismo sea derrotado de manera terminante, pero es la experiencia la que me dice que en política nunca es aconsejable extender con anticipación certificados de defunción. Si efectivamente «Juntos por el Cambio» ganara las elecciones, el peronismo procederá a reciclarse como lo ha hecho en otras ocasiones, manteniendo intacta su estructura sindical, su ascendiente sobre los movimientos sociales y su base territorial con sus respectivos intendentes y gobernadores.
II
¿Y qué hará «Juntos por el Cambio» si llega al gobierno? En primer lugar, conviene tener presente que las coyunturas o ciclos económicos suelen ser muy importantes y a veces decisivos. No es lo mismo para la salud de un gobierno una temporada de vacas gordas que otra de vacas flacas. ¿Gobernar acordando con la oposición? El sentido común y el «espíritu» de la democracia así lo dicen. Pero para nuestra desgracia, la tradición política criolla suele estar reñida con estos principios. O el oficialismo de turno pretende avasallar a la oposición, o la oposición le declara la guerra al oficialismo de turno. Entre ambas posiciones extremas se abren espacios y matices. En el país de la «grieta» no es fácil gobernar acordando. No es fácil y al primer golpe de vista parece imposible. ¿Y entonces? Entonces que hacia el futuro inmediato se abre un sugestivo signo de interrogación. ¿»Juntos por el Cambio» intentará hacer lo mismo que hizo en 2015? Sus dirigentes dicen que no, pero ese «no» incluye sus propios interrogantes. ¿No hacer lo mismo significa acelerar y profundizar las reformas económicas de signo liberal? ¿O significa propiciar reformas estatales que permitan una relación más equilibrada entre sociedad, economía y política?
III
Que las reformas económicas, algunas de signo liberal, son necesarias, es una verdad que hasta algunos dirigentes populistas admiten como inevitables. Asimismo, no hay reforma liberal que no incluya ajustes, y la pregunta que corresponde hacerse es ¿quién paga ese ajuste: los ricos o los pobres? Los ricos, responderán sin dudarlo un izquierdista o un populista. Esa respuesta a un liberal clásico no le gusta y hasta le repugna, pero un liberal con sensibilidad social la suele tener en cuenta. El capitalismo democrático para funcionar en tiempos modernos -dirán- necesita de los ricos, pero no puede desconocer la calidad de vida o los derechos históricamente conquistados por las clases populares. Y acá es donde empiezan las complicaciones. En otros tiempos los liberales ortodoxos consideraban que estos dilemas se resolvían con una dictadura militar que asegurara por la fuerza los denominados cambios estructurales. La experiencia Argentina demostró el fracaso de estos ensayos, con el añadido de que los militares en más de un caso fueron tan estatistas como el populista más convencido. Para la izquierda, este dilema se resolvía mediante la revolución social. El pueblo liderado por la clase obrera tomaba el poder e iniciaba la construcción del socialismo en donde reinaría la igualdad. No hace falta extenderme en demasiadas consideraciones para refutar el agotamiento de esta utopía, utopía cuya realización en algunos países significó sangre, barbarie y pobreza.
IV
¿Qué hacer? Reformas ortodoxas como recetan algunos liberales no son posibles porque no hay pueblo que las resista y no hay poder represivo que pueda imponerlas. ¿Populismo? No hago la pregunta en vano. El populismo en América latina a lo largo del siglo veinte dispone de una fuerte tradición histórica y en la Argentina en particular esa tradición se mantiene vigente. El populismo, además, dispone de sus versiones de derecha y de izquierda. Miren a Brasil y verán cómo con qué fuerza se manifiesta esta antinomia. Desde el punto de vista académico es relativamente fácil refutar al populismo en sus versiones caricaturescas y autoritarias. Pero en el devenir de lo real el populismo suele ser una presencia más compleja, más sólida, más instalada en el sentido común de la sociedad. Y así como hay populismos de derecha o de izquierda, hay populismos más o menos modernos, más o menos democráticos e incluso más o menos republicanos, aunque, a decir verdad, en este punto todo populista cuando escucha la palabra «república» arruga la nariz. De todos modos, los problemas del populismo -uno de sus tantos problemas- es su deslizamiento hacia el autoritarismo, el sometimiento de la sociedad al líder o la jefa, la certeza de que los recursos económicos siempre están disponibles y su tentación a corromperse, tentación que, dicho sea de paso, nadie está eximido porque la corrupción es una consecuencia del ejercicio autoritario del poder.
V
¿La democracia representativa como tal es populista? No es una pregunta ingenua. El principio del sufragio universal podría ser considerado populista en tanto otorga por decreto un principio de igualdad que nosotros sabemos que en la vida real no es así, o por lo menos no es tan así. Más de un politólogo ha observado estos límites, no para proponer el voto calificado, sino para presentar una paradoja derivada de las diferencias reales existentes en la sociedad. La resolución de estos dilemas están fundadas más en principios prácticos que en principios exclusivamente teóricos. Se presume que siempre es más justo el principio: «una persona, un voto» que el principio selectivo por razones de clase o saberes. Conclusión: corregir el principio del voto universal provocaría más injusticias que las que pretende reparar. Si el pueblo es el que otorga el poder no nos debe extrañar que los candidatos prometan el oro y el moro, un riesgo que Alberdi observó en su momento. El otro dilema institucional es el que proviene de un partido o una coalición que llega al gobierno en nombre de una primera minoría, pero una vez instalado en el poder debe gobernar en nombre de todos. Se supone que el parlamento es el ámbito ideal para zanjar esas diferencias, pero convengamos que la tensión existirá siempre y esa tensión solo puede atenuarse asegurando las libertades para que la oposición controle al oficialismo, pero también otorgando al oficialismo el poder político que haga posible la gobernabilidad. El resto pertenece al arte de la política. Al talento de líderes capaces de entender las exigencias de la coyuntura, con la sensibilidad necesaria para «tejer» lo que se denomina «sintonía fina» (una sintonía que permita suavizar los rigores del ajuste, convencer a los diferentes actores sobre su bondad o su necesidad) y talento y garra para imponer la autoridad. La política como ciencia y como arte; la política como inspiración y racionalidad; la política concebida como ejercicio del poder y al mismo tiempo control del poder. Dilemas que el próximo gobierno, sea del signo que sea, deberá responder y empezar a resolver.