I
Año 1978 o 1979. Para el caso da lo mismo. Ciudad de Santa Fe. Invierno. Julio o agosto. Hace frío, pero con un saco y un pullover alcanza y sobra para estar bien. Además, cuando se tienen menos de treinta años la temperatura no suele ser un problema. Los recuerdos de aquellos meses persisten en la memoria, incluso hasta en los detalles. Entonces fumaba Particulares; también recuerdo mi gabán azul y unos mocasines marrones que usaba mañana, tarde y noche por la sencilla razón de que de otro calzado no disponía. Entonces me ganaba la vida vendiendo libros. La plata no me sobraba, pero algunas excursiones nocturnas podía permitirme. Vivía solo. Divorciado, separado o expulsado por muy buenas razones con tarjeta roja, lo mismo da. Trabajaba de tarde, vivía de noche y dormía de mañana. Así fue durante mucho tiempo. Vivía a contramano. Me consuelo pensando que en tiempos de dictadura militar era la única manera posible de vivir. Prefería la noche al día; la oscuridad a la luz; la luna al sol. Insisto: año 78 o 79. Plena dictadura militar. Había salido de la cárcel de Coronda hacía unos meses, por lo que, como me dijera uno de esos amigos que uno cosechaba en la noche: todavía olía a preso. Alejado de la política por razones obvias, o simples razones de preservación de la salud, en 1979 no era el mismo chico a quien en 1976 los militares le habían otorgado una beca con pensión completa en Coronda, pero lo que mantenía intacto, como una necesidad, como un vicio o una fuga, era el hábito de leer. Mis diarias excursiones nocturnas respondían a la necesidad de salir de noche, de compartir copas y algunas otras satisfacciones con amigos, pero ello no impedía que cultivara el hábito algo pedante, algo tonto, algo fatuo de creerme un personaje salido de alguna novela de Roberto Arlt o Raymond Chandler, o Charles Baudelaire. «Berretines locos de muchacho rana».
II
No aburriré a los lectores contando mis peripecias nocturnas. Alcanza con saber que desde que se ponía el sol hasta su salida no paraba. Los lugares que frecuentaba no eran los que un pastor cuáquero le reclamaría a un feligrés, pero yo no era feligrés y además no conocía pastores. A los efectos de esta historia quiero detenerme en un lugar, en una mujer y en uno o dos personajes. El lugar se llamaba Bacán. A los veteranos santafesinos no necesito explicarles dónde quedaba, pero si a alguien le falla la memoria o pertenece a otra generación, les digo que estaba en la esquina sudeste de Juan de Garay y 25 de Mayo. Un letrero de neón lo anunciaba con resplandor de pecado. Su dueño era el Turco Neme, de aquí en más, Oscar o Turco. Uno de sus mozos preferidos, el negro París; al cliente que en esos tiempos estaba todas las noches solo, silencioso y sigiloso le decían Petitero o Pintita. Bacán estaba abierto todas las noches, menos los lunes. En ese punto los locales nocturnos y los peluqueros compiten. Exageraría si dijera que todas las noches iba a Bacán, pero tres o cuatro veces a la semana me daba una vuelta por ese local que, como el título del tango, siempre estaba a media luz y en la barra se mezclaban, como nos dice Rivero, «las chicas bien de casas mal, con esas otras chicas mal de casas bien». Mi presupuesto de entonces daba para un whisky, a lo sumo dos. Después estaban las eternas disputas con el Negro París o el propio Turco respecto del tamaño de la medida o la calidad del whisky. Los días de semana había música grabada; por lo general tangos. «Vieja amiga», cantada por el Tata Floreal Ruiz, la recuerdo de aquellas noches. También recuerdo o evoco a los amigos. Ricardo, Luis María, Paco, Lole, Horacio, el Negro, José Alberto, Agucho, Chiqui… Todos buenos muchachos, pero está claro que ninguna suegra los desearía como yernos. Por razones de discreción no voy a mencionar apellidos, porque la mayoría de ellos ya no están en este valle de lágrimas, pero, además, la ley de la noche enseña que nunca se dan apellidos porque ciertas causas nunca prescriben.
III
Una de esas noches fue cuando conocí a Laura. Estaba sola en la barra. No miento si les digo que me enamoré de ella al primer golpe de vista. Era linda, pero eso no era lo más importante porque por lo general las mujeres que llevaba el Turco a Bacán eran lindas. Lo importante era la singular belleza de Laura, una singularidad que seguramente yo se la había otorgado. Laura para mí tenía algo diferente, algo que solo un lector atento de novelas policiales de la serie negra puede apreciar o algo que solo alguien decidido a sufrir por una mujer puede reconocer al instante. Yo era joven, pero no era el chico más lindo del barrio, mucho menos el mejor vestido y no es necesario insistir en que mis bolsillos eran flacos. Pero me tenía confianza y, además, Laura ayudó a que el pecado se perpetrara. De ella recuerdo el tono de su voz, algo ronco, como si el cigarrillo, el whisky y los hábitos nocturnos le hubieran otorgado a la voz un tono de susurro, aunque en esos susurros cabían todos los tonos que un hombre puede escuchar en una mujer para quedar rendido o de amor o de deseo. Esa noche pague dos o tres whiskies. Y creo que para alarma del Turco quedé debiendo otros dos. Dejamos la barra y conversamos en una de esas mesas ratonas del salón, casi en absoluta oscuridad. Yo sabía del oficio de Laura y además sabía que mentía, pero sus mentiras eran tan exquisitas que yo estaba dispuesto a creerlas. No voy a entrar en detalles acerca de las peripecias de ese romance. Alcanza con saber que fue inolvidable, breve y trágico. Inolvidable, por la sencillísima razón de que siempre lo recuerdo, siempre los tengo presente, como un resplandor o una astilla de felicidad del pasado; breve, porque no duró más de un mes, y trágico por los motivos que ahora les voy a contar.
IV
Bacán trajo a Santa Fe a los grandes cantores de tango de entonces. Ese placer se lo debemos al Turco Neme. Las funciones eran preferentemente los viernes y los sábados. Después de las doce de la noche, por supuesto. Mis recuerdos nocturnos de esos tiempos se iniciaban temprano. La cita de apertura podía ser el Doria, el Cabildo, el Baviera, la Modelo. Nadie llegaba a Bacán sin unos tragos previos. Hay una noche y un personaje. El personaje que importa es un cantor de tangos que en su momento dispuso de una modesta fama. Era porteño, creo que de barrio Patricios. Ese cantor era el marido de Laura, lazo conyugal que conocí después, cuando ya era tarde. No quiero ser exagerado, pero digo que a veces los dioses se conjuran para obtener sus resultados. Ese viernes, no sé por qué motivos, no fui a Bacán. Si la memoria no me falla estaba en Rosario. Pero el sábado caí al local tipo una, dos de la mañana, El Negro París tenía cara de luto, pero no presté demasiada atención a esa señal. En la barra pido una copa, converso un rato con un par de amigos y en algún momento le pregunté al Turco por Laura. Me miró como si fuera un marciano. En el momento imaginé que me estaba reprochando alguna deuda o algo parecido. Fue entonces cuando me dice frunciendo el ceño: ¿No sabés nada? Lo miré como diciéndole: ¿Qué tengo que saber? El Turco era delgado y movedizo; algo hiperquinético dirían algunos, opinión que al Turco le importaría tres pepinos. Recuerdo que se acercó a la caja, sacó un cigarrillo y tomó un trago del vaso que siempre tenía a medio servir. Después me dijo: «Se mató». Sí, se mató en la madrugada de ayer. No recuerdo lo que dije, ni la cara que puse. Calculo que no habré sido demasiado original. Después el Negro París me contó los detalles. Laura se fue con su marido; o él la llevó. Salieron de Bacán a las cuatro o cinco de la mañana. Cerca de Rosario chocaron. Laura murió en el acto; el cantor de tango sobrevivió. Mucho más para contar no tengo. Podría decir que además de recordarla siempre intenté escribir un poema. Nunca pude hacerlo, o lo que hacía nunca me dejaba conforme, tal vez porque ninguna palabra reemplaza la intensidad poética de un amor perdido. Y si ese amor fue breve y trágico, resulta imposible tomar la distancia necesaria para escribir algo que merezca llamarse poesía. Laura. «Abrazame que tengo frío», me decía después que terminábamos de hacer el amor. Y yo la abrazaba sin saber que ese frío del que ella hablaba ningún abrazo podía mitigarlo; que ese frío era algo más que un dato meteorológico. Ahora lo sé, cuando a nadie le importa.