Lo único que sabemos es que el fiscal Alberto Nisman está muerto. Hasta hace unas horas ignorábamos si se había suicidado o lo habían matado. Ahora la Presidenta nos confía que lo mataron. En realidad no hacía falta que Cristina Kirchner nos anunciara su conclusión. Apenas se conoció la noticia, todos lo supusimos. Así lo dijeron los periodistas locales y extranjeros; así lo dijeron luego la madre y la ex esposa de Nisman, y así lo pensaba la inmensa mayoría de la gente.
El suicidio es siempre una excelente coartada para justificar el crimen. Cualquier crimen, el pasional o el político. El negocio es redondo: hay víctima, pero no hay victimario. El muerto exhibe en estos casos una sola virtud: no molesta ni habla.
Un perito aseguró que en la actualidad los adelantos científicos están tan avanzados que es imposible equivocarse en el diagnóstico de un suicidio. Ignoro los avances de los peritos en la materia, pero sé que desde los tiempos de Catalina de Médicis y Alejandro Borgia la discreción ha sido la clave del crimen político. Esa discreción a veces asumió la forma estilizada del puñal o la calculada dosis de veneno. Los peritos sin dudas que han avanzado, pero los asesinos también han avanzado.
Lo cierto es que el Gobierno cambió su hipótesis. De la teoría del suicidio pasó a la teoría del crimen. Lo que se mantiene intacto es la certeza de que Nisman es el exclusivo responsable de todo lo que le sucedió. En cualquiera de las hipótesis, el Gobierno sale libre de culpa y cargo. Y Nisman es, en el más suave de los casos, un tonto, un pobre hombre que después de más de dos décadas de profesión y unos cuantos y agitados años dedicados al caso AMIA, se dejó engañar como un tierno y crédulo querubín.
¿Por qué el cambio de hipótesis? Porque la teoría del suicidio era insostenible. El famoso cuarto cerrado de los maestros de la novela policial inglesa no estaba tan cerrado. Se dice que los designios del alma humana suelen ser inescrutables, pero no hay que exagerar con el aforismo. Nisman no reunía las condiciones de un suicida. Lo dijeron las personas de su intimidad y lo corroboramos todos los que lo vimos animoso, confrontativo y polémico los días previos a su muerte. Las cartas y correos enviados a los amigos no son los de un hombre decidido a quitarse la vida; tampoco es propio de un suicida dejarle a la empleada doméstica la lista de compras para el lunes.
Cuatro días después la Presidenta arriba a la conclusión que se trata de un crimen. Un crimen político, para ser más preciso. Lo hace a su manera, manteniéndose fiel a su estilo, comentando acontecimientos gravísimos como si ella fuera una protagonista externa y no la máxima autoridad política del país. Habla de un crimen político cometido contra el hombre que la incriminaba a ella con una liviandad que estremece.
Frivolidad, desidia, egotismo e incluso un toque de mala fe estuvieron presentes en sus palabras desde el día en que se dignó a comunicarse con la gente. No deja de llamar la atención que la mandataria que suele abrumar a su platea con sus monólogos propagados por la cadena oficial, en los momentos graves transforme la verborragia en mutismo y la presencia invasiva en ausencia. De un estadista se dice que en tiempos normales mantiene un perfil bajo, pero en tiempos de crisis desborda el centro del escenario. No se puede decir lo mismo de Cristina. Cromagnon, Plaza Once y ahora Nisman son apenas algunos ejemplos.
El caso del fiscal amerita algunas aclaraciones. Es difícil creer que la Presidenta haya dado la orden de asesinarlo. Pero un gobierno no es una persona, es una trama de poder, una red de funciones que articula intereses, algunos visibles, otros invisibles. Anastasio Somoza no dio la orden de asesinar a Pedro Chamorro, el principal dirigente opositor, pero los asesinos pertenecían al esquema de poder de Somoza. Para el dictador, el asesinato del director del diario La Prensa era la antesala de su caída. Se dice que al enterarse del crimen no fusiló a sus autores sólo porque la cabeza del operativo era el tarambana de su propio hijo.
Benito Mussolini no autorizó liquidar a Giacomo Matteotti, el dirigente socialista que denunciara sus atropellos institucionales. Nisman declaró la semana pasada: «Yo puedo salir muerto de todo esto». Matteotti, después de hablar en el Congreso, le dijo a su compañero de bancada: «Yo ya preparé mi discurso; ahora les toca a ustedes preparar mi discurso fúnebre». Diez días después los esbirros lo secuestraron.
También se afirma que el Duce estaba furioso con los camisas negras que mataron a una de las figuras más dignas de la política italiana de entonces, pero más allá de sus escrúpulos, terminó avalando a los criminales y seis meses después instaló la dictadura con aquel famoso discurso en el que sin tapujos dijo: «Asumo solo la responsabilidad de todo lo que ha ocurrido. Si el fascismo es una asociación criminal, yo soy su principal jefe». Eso es hablar claro. O, para ser más precisos: eso es ir por todo.
En las situaciones límites a un gobierno hay que juzgarlo no tanto por lo que muestra como por lo que oculta. El secreto es uno de los componentes insoslayables de la política, pero lo que diferencia a un gobierno de otro son sus controles, su capacidad para impedir que la sombra ahogue la luz. En una dictadura los servicios secretos son decisivos, a tal punto que no puede concebirse al dictador sin esa presencia intimidante, algo siniestra, algo viscosa. En un régimen democrático, los servicios secretos están controlados o por lo menos no tienen luz verde. En las dictaduras el poder real lo representa la policía secreta: la KGB, las SS, la Stasi; en las democracias el poder de decisión debería estar en manos de los civiles. Resulta innecesario decir que no siempre es así. En las sociedades humanas el vicio suele ser más persistente que la virtud y la civilización no siempre derrota a la barbarie.
En la Argentina, la superficie política exhibe las condiciones mínimas de un orden democrático, pero en sus sótanos, madrigueras y cuevas el olor es nauseabundo. La imputación más seria que se le debe hacer a este gobierno es que no sólo no ha controlado a sus perros, sino que les ha enseñado a morder. Como el prestidigitador que pierde el control de sus propias criaturas, el Gobierno ha desatado demonios que no puede controlar. Lo hizo por irresponsabilidad, ineficiencia y codicia.
El asesinato de Nisman es una consecuencia, no una causa. ¿Ejemplos? En julio de 2013 un operativo de la brigada Halcón asesinó al Lauchón Pedro Tomás Viale, acusado de narcotraficante. Viale pertenecía a los servicios de Inteligencia desde hacía años y era el hombre de confianza de Antonio Stiusso. Viale, ¿murió por narcotraficante o por saber demasiado sobre lo que ocurría en la AMIA? La caída de Stiusso, ¿tuvo que ver con la orientación proiraní del Gobierno?
Un Estado mafioso es un Estado cuyas estructuras de poder trabajan sincronizadas con grupos armados estatales y paraestatales. La muerte de Viale y Nisman, el rol de personajes como Stiusso, el protagonismo de provocadores como Espeche y desaforados como D’Elía son muestras sugestivas de que la Argentina se inclina en la dirección mafiosa de la mano de un gobierno a veces incompetente, a veces cómplice y, en todas las circunstancias, titular de una ineficiencia funcional a las más diversas variables de la corrupción.
En ese «contexto», a los ciudadanos nos asiste el derecho a reclamar justicia, pero también a exigir cambios y sanciones. Voces opositoras reclaman moderación y paciencia. Atendiendo las circunstancias, mejor una moderación tensa y una ardiente paciencia. El destino nos coloca en el dilema de vivir tempos difíciles y poco interesantes. Algo debemos hacer como ciudadanos, antes que a la indignación que hoy nos domina le suceda el miedo paralizante y antes que la hora de la democracia sea desplazada por el tiempo de los gangsters.