I
Oí hablar de Pelé por primera vez en mi vida en 1958. Supongo que a la inmensa mayoría de los habitantes de este planeta -salvo los brasileños, claro está- les pasó más o menos lo mismo. Yo entonces tenía ocho años y mis relaciones con el fútbol eran más intensas que las actuales. Era hincha de Racing, que precisamente ese año saldría campeón, y participé del bochorno que sufrimos todos los argentinos en lo que se conoció como «el papelón de Suecia», ese mundial en que a los argentinos nos descosieron a goles, además de iniciarse el operativo de ajustar cuentas con nuestro narcisismo, porque ya para entonces -y me acuerdo muy bien- nos creíamos, vaya uno a saber por qué designio divino, los mejores jugadores del mundo. Suecia fue una catástrofe para el ego argentino, pero gracias a ese mundial yo lo conocí a Pelé. Mejor dicho, lo vi en fotos y en figuritas, porque para esos tiempos en un pueblo de la pampa gringa el televisor no existía ni como palabra, y la única relación que teníamos con el fútbol argentino y mundial era con la radio y las transmisiones de Fioravanti, la revista El Gráfico, más lo suplementos deportivos de La Nación, el diario que leyó mi padre hasta el último día de su vida, a pesar de ser un peronista convicto y confeso.
II
En Sunchales, mi pueblo, había un kiosco de diarios y revistas levantado en la avenida Independencia, es decir, la calle principal. Roberto Somadossi era su dueño. En aquellos años un chico podía andar sin riesgos por calles que aún no conocían el asfalto apenas iluminadas por faroles. Papá me mandaba todas las tardecitas en verano y todas las nochecitas en invierno a buscar el diario. Los viernes se sumaba El Gráfico y muy de vez en cuando la revista Goles. Recuerdo la hora, el lugar y la escena. La memoria de un chico perdura hasta la eternidad. Me podré olvidar de lo que hice anoche o esta mañana, pero de esas escenas ocurridas en la remota infancia no me olvido. Esa noche, que ahora me importa compartir, había cuatro o cinco personas mayores en el salón muy bien iluminado (cuando se tiene ocho años todos son mayores como cuando se tiene más de setenta como yo tengo ahora, todos son menores). Don Roberto vendía diarios y revistas, pero no le negaba conversación a nadie. Sospecho que los hombres (en esos tiempos esas reuniones eran exclusivamente masculinas) hablaban de fútbol y de política. Del mundial de Suecia y del gobierno de Frondizi. Setenta años después esa costumbre argentina se mantiene diría casi intacta. Pero lo que yo tengo presente en esa jornada que titila en la memoria como un sueño, es la tapa de El Gráfico. Una tapa a colores, una tapa que desbordaba luz porque, como alguna vez se escribiera, las tapas de El Gráfico eran tan importantes como los textos de Panzeri o Ardizone. La escena de la edición que evoco representa el momento en que Pelé le hace un gol, creo que a Suecia. Es un chico, un negrito sabandija al que la camiseta, el pantalón y los botines parecían quedarle grande. El chico está celebrando el gol mientras el arquero, y eso lo que me quedó grabado, lo abraza o intenta abrazarlo, como rindiéndose ante el talento, ante el genio, ante la chispa de un negrito de diecisiete años que con ese gol consagrará a Brasil campeón del mundo.
III
Así lo conocí a Pelé. En un kiosco de diarios y revistas de mi pueblo. Y no lo olvido. Enredado con un arquero que lo doblaba en edad y en estatura, pero festejando un gol. Sospecho que con esa escena nació «O Rei». Por lo menos, para mí, así fue. Y a esas obsesiones de la infancia ni Dios ni Mandinga te la quitan o te la borran. Después, lo seguí viendo en revistas y figuritas. A veces en algún noticiero del cine, apenas unos segundos. Pelé. Cuatro palabras con dos vocales que se repiten. Sinónimo de fútbol y de gol. Una noche de garúa de junio de 1960, escuché con papá y sus amigos comensales el partido del «combinado» (así le decían a la selección, «combinado», supongo porque «combinaban» a jugadores de los diferentes clubes) con el Brasil de Pelé. También tengo presente ese momento en el que mis mayores permitieron que me quedara con ellos para escuchar el partido mientras disfrutaban del asado y el vino siempre estaba acompañado por esos severos sifones de soda. Argentina abrió la cuenta con un gol de Sosa, el insider izquierdo de Racing. Y punto. Después llegaron los goles de Brasil y de Pelé. Cinco nos metieron. Pelé hizo dos o tres. Todos estábamos con la cara larga, pero aceptamos los rigores del destino: con el Brasil de Pelé era imposible. No sé si habrá sido efectivamente así, pero esa era la sensación que un chico de 10 años percibió esa noche.
IV
En 1964, el cine Avenida de mi pueblo proyectó una película sobre la vida de Pelé. La vi el sábado a la noche y el domingo a la siesta. Supongo que la película debe de haber sido de regular para abajo, pero esos detalles entonces a mí no me importaban. Yo quería verlo a Pelé, vivir la ilusión de verlo a Pelé. Dos o tres actores lo interpretaron a lo largo de su niñez, adolescencia y juventud. Había una novia buena, linda y blanca que estaba enamorada de Edson, romance que no pudo avanzar porque su padre se opuso terminantemente que su hija se enamorase de un negro. A la vuelta de la vida, y con un Pelé ya famoso, esa jovencita, confundida entre la multitud de seguidores, le pide un autógrafo en un aeropuerto de San Pablo y él se lo firma, reconociéndola, pero sin decirle una palabra. Pero lo más atrapante de la película eran las escenas documentales de los goles de Pelé. Nunca antes había visto algo parecido. Y creo que nunca después volví a verlo, por lo menos con el mismo encanto, la misma magia, el mismo asombro.
V
En 1965 -ya era un adolescente- estábamos en Buenos Aires y papá me llevó a la cancha de River. Jugaba el Santos contra River. Partido nocturno. Creo que ganó el Santos 2 a 0, pero para mí lo importante no era el partido o el resultado, sino verlo a Pelé. De lejos, desde la popular, pero era él, era su porte, su manera de correr, su destreza con las dos piernas, las paredes, su increíble capacidad para saltar en dos tiempos y asestar el cabezazo inatajable. Me parecía increíble: yo estaba bajo el mismo cielo, bajo las mismas estrellas, bajo los mismos faroles en los que estaba Pelé. Acá termina mi historia. Nunca más lo vi jugar en vivo, entre otras cosas porque por diferentes razones me alejé del fútbol. Pero esos recuerdos de la infancia no se olvidan. No hay manera de olvidarlos. Por eso, cuando la tarde del jueves 29 de diciembre leí que Pelé había muerto, mentiría si dijera que me puse a llorar o algo parecido, entre otras cosas porque su muerte ya la venían anunciando hacía rato, pero sí es verdad aquellos recuerdos insignificantes, mínimos, de mi infancia ( insignificantes pero cargados de significados) se hicieron presentes. Con su muerte, un pedacito de mi vida, no sé si la más importante, pero no por ello menos real, desaparece, muere; un pedacito de mi mundo se va para siempre. Tal vez llegar a viejo signifique eso: saber que aquello que constituyó tu universo se va. Pelé nació en 1940; lo vi en foto por primera vez en una revista en 1958. Era tan joven, tan vital, transmitía tanta felicidad y alegría, que entonces no se me ocurrió pensar que el día asignado por los dioses para morir sería el de una tarde de fines de diciembre de 2022. Así es la vida.