I
En el segundo semestre de 1975, con el peronismo en el poder, sus facciones internas derramando sangre, con ministros de economía que se sucedían en fracasos cada vez más estrepitosos, con militares nacionalistas y liberales conspirando para recuperar el poder y con una presidente que se llamaba Isabel, un generoso obsequio que Perón les hizo a los argentinos luego de decirles que su único heredero era el pueblo, la Unión Cívica Radical, liderada entonces por Ricardo Balbín, pero con una vigorosa corriente interna denominada Renovación y Cambio liderada por un tal Raúl Alfonsín, lanzó una consigna que intentaba abrir una puerta de esperanza a la tragedia que vivíamos los argentinos: «Llegar al 77 aunque sea con muletas». Se trataba de una apuesta electoral diferenciada del peronismo ortodoxo representado por Isabel, acompañada de las facciones sindicales y los caciques provinciales, además de Montoneros que proclamaban «que se vaya la Martínez» y de la acechanza cada vez más visible de las fuerzas armadas decididas una vez más asaltar el estado de derecho o los vestigios del estado de derecho, para instalar una dictadura que, como se verificará luego, será la más sanguinaria de nuestra historia y al mismo tiempo el último zarpazo del militarismo instalado desde 1930 invocando la paz y el orden, la defensa de la civilización occidental y cristiana o presentándose como la última reserva moral de la nación.
II
«Llegar al 77 aunque sea con muletas». Solo a los radicales se les podía ocurrir plantear una solución electoral y pacífica en un país en donde el más vegetariano consideraba que en nombre de la Argentina potencia, la patria peronistas, la patria socialista o la patria militar, era necesario aniquilar más o menos a la mitad de sus habitantes. El desenlace fue tan conocido como su fecha: 24 de marzo. ¿Golpe militar o, como le gusta decir a los populistas, golpe cívico-militar? A muchos esta distinción no les interesa, les parece una absoluta pérdida de tiempo debatirlo, pero a quienes nos importa la política sabemos que no se trata de un inocente juego de palabras. Recordemos: a partir de la segunda década del siglo veinte comenzó a desarrollarse una ideología que impugnaba a las democracias liberales y proponía como solución el gobierno militar. Cuando Leopoldo Lugones dijo «ha llegado la hora de la espada», tenía muy en claro lo que pretendía. «La hora de la espada», no era solo un general con aspiraciones mesiánicas, era también la pretensión de ordenar a la sociedad con la lógica del cuartel, allí donde siempre queda claro quién manda y quién obedece, donde las jerarquías se imponen sin discusión y en donde por supuesto no hay deliberaciones. El militarismo incluye la dictadura, el despotismo y la presencia del jefe o líder. La pretensión populista de colocar en un primer término la palabra «Cívico» no es inocente, por el contrario está cargada de ideología. En primer lugar, el populismo con esta maniobra de colocar en un segundo plano la palabra «militar» pretende relativizar la presencia del militarismo en nuestra historia, tal vez porque su jefe histórico fue un empecinado golpista en 1930, mientras que en 1943 sus propuestas de orden político giraban alrededor de la alianza de militares, iglesia y sindicatos, con el líder en la cúspide. Este proyecto de poder puede haberse actualizado, puede haberse adaptado a los nuevos tiempos, enriquecido con una retórica «izquierdista», pero está vigente en la memoria política del populismo, al punto que cada vez que la oportunidad se les presenta lo recuperan. No estaba equivocado Alfonsín cuando en 1982 denunció el pacto sindical-militar, tampoco es casualidad que Luder haya aprobado la autoamnistía de los militares, pero tampoco estaba cometiendo una herejía el kirchnerismo cuando decidió convocar al general César Milani como representante de las fuerzas armadas en un esquema de poder que una vez intentaba instalar a los militares como partícipes de un proyecto de poder. En todos los casos, la nostalgia por un orden fundado en la espada, el crucifijo y la cachiporra sindical está presente, aunque más no sea como deseo o nostalgia.
III
No creo que en 2023 la consigna de Juntos por el Cambio sea llegar a las elecciones de octubre «aunque sea con muletas», pero está claro que esa aspiración está presente en algunos prominentes dirigentes del oficialismo, algunos de los cuales no disimulan su ansiedad por pasar a la oposición y, como dijera el señor Moyano, empezar a arrojar cuantas toneladas de piedras sean necesarias en nombre de la causa nacional y popular. Cuando me preguntan quién va a ganar las elecciones en octubre, respondo que no soy mago para saber lo que puede pasar en un país como la Argentina dentro de seis o siete meses, pero acto seguido digo que si hoy se convocara a elecciones el peronismo pierde sin atenuantes, una derrota superior a la que le propinaron hace un año y medio cuando entre zambas, pericones y chacareras perdieron más de cuatro millones de votos. Un oficialismo que intenta convencernos que se debe festejar una inflación anual del 95 por ciento, es un oficialismo farsante o alucinado, cuando no, las dos cosas. La Argentina de 2023 arroja índices sociales que son como para ponerse a llorar, índices sociales de pobreza, indigencia y estancamiento económico estructural, aunque para no irnos tan lejos al respecto hay que decir que las plagas que hoy padecemos las adquirimos o las renovamos en las últimas dos décadas, con un peronismo que se ocupó de gobernar durante algo más de las dos terceras partes de ese período.
IV
Los rugbiers de Villa Gesell. Hablé con un viejo amigo experto en derecho penal. Me dijo que si no lo traiciona el olfato, el fallo del jurado será condenatorio contra la patota de Zárate, pero no habrá perpetua para todos. Según su «olfato» jurídico, las penas se repartirán entre perpetua para uno o dos y condenas de mayor o menor duración para otros, aunque nadie se va a salvar de por lo menos diez años. Puede que a muchos este posible fallo no los satisfaga pero, el amigo me recordó, que vivimos en un estado de derecho que reivindica el imperio de la ley. Está fuera de discusión que en enero de 2020 en Villa Gesell hubo un crimen y que hay responsables, pero esas responsabilidades no son iguales. Agrega además, que no es fácil probar la premeditación e incluso la alevosía. Como ciudadano mi absoluta solidaridad con los familiares de Fernando Baez Sosa y mi condena moral a las bestias que lo mataron, pero en un estado de derecho los que deciden las condenas y la graduación de esas condenas son los jueces cuyos fallos me pueden gustar más o menos, pero los debo acatar si efectivamente vivimos en una sociedad civilizada, un principio que, dicho sea de paso no le vendría mal tener presente el presidente y los políticos peronistas. El mismo criterio me importa sostener para el caso del espantoso asesinato de Lucio Dupuy, el niño de cuatro o cinco años exterminado sin piedad – esa es la palabra- por su madre Magdalena Espósito y la pareja de su madre, Abigael Páez. La indignación que provoca este crimen contra un niño nos saca de adentro las peores cosas, pero una vez más insisto que la ley de Lynch o el garrote vil no se aplican en la Argentina; advierto luego contra el riesgo de las generalizaciones: no toda pareja lésbica asesina a sus hijos.