Hendaya y Port Bou

Creo que San Sebastián es la última ciudad de España; después, está Hendaya, ya en territorio francés. Hacia el este, creo que Figueras es la última ciudad de España: después está Port Bou. El Atlántico, en un lado; el Mediterráneo, en el otro. Dos ciudades, dos historias y una sola frontera.

A Hendaya y Port Bou he tenido la oportunidad de conocerlas con dos semanas de diferencia. Como mi sensibilidad es histórica, las relaciones con el pasado fueron inevitables. Hendaya es la ciudad donde Hitler se entrevistó con Franco; Port Bou es la ciudad donde se suicidó Walter Benjamin.

Hitler pretendía pasar con sus tropas por España para invadir África. Para ello, solicitó una entrevista con Franco y la cita se realizó en Hendaya. Desde Berlín y Madrid salieron los trenes; la plana mayor del Eje se dio cita en esa pequeña ciudad de frontera. Creo que estuve en la estación de trenes adonde llegó el Fhürer acompañado por los principales jefes del partido nazi; allí lo estaba esperando Franco, rodeado por sus hombres de confianza.

Por un día, Hendaya fue la ciudad más importante de Europa. Los noticieros de la época transmitieron la imagen de un Hitler sonriente y locuaz. No recuerdo si el encuentro con Franco se produjo en un vagón o en algún salón de la ciudad; me animaría a decir que conversaron en un vagón.

En un libro vi la foto de los dos terribles dictadores posando para la historia: bajitos, rígidos, con sonrisas que se parecen más a una mueca o a una advertencia. Las crónicas dicen que Hitler desplegó en la ocasión todas sus dotes de actor: habló, gesticuló, prometió recompensas, profirió algunas veladas amenazas y es probable que en cierto momento se haya reído o que alguno de sus colaboradores haya festejado sus chistes. No sé con precisión cuánto tiempo estuvieron reunidos, aunque, a juzgar por el desenlace, no debe haber sido una sesión larga. Lo cierto es que Franco sólo se limitó a escuchar el pedido del Fhürer.

Se dice que el silencio hermético del generalísimo exasperó a Hitler. Se dice que Franco escuchó a su aliado, que no abrió la boca en ningún momento, que no aprobó ni desaprobó sus promesas y amenazas. Se dice que, cuando habló, sólo se limitó a decir «No», un «No» rotundo y definitivo, un «No» de gallego. Hitler se quedó de una pieza; no estaba acostumbrado a que lo contradijeran y no estaba acostumbrado a esos silencios infinitos, empecinados, categóricos.

Nunca más volvieron a hablar. Los dictadores se separaron casi sin saludarse y regresaron a sus respectivos trenes: uno marchó hacia Berlín; el otro, hacia Madrid. Hendaya dejaba de ser noticia, pero la conferencia ingresaba a la historia.

En 1940, un tren llegaba a Port Bou. Los pasajeros no venían para celebrar conferencias, escapaban de las tropas nazis y de los colaboracionistas; escapaban de los campos de concentración, de la muerte y de las humillaciones del martirio. Francia acababa de ser ocupada por los nazis y el Mariscal Petain iniciaba la etapa de colaboración con los invasores, colaboración que fue acompañada por la mayoría de los franceses.

Entre los pasajeros que llegaron a Port Bou estaba Walter Benjamin, una de las mentes más lúcidas, más originales y más poéticas de la Escuela de Frankfurt. Benjamin entonces tenía 48 años. Sus escritos no eran conocidos por el gran público, pero eran reconocidos por los marxistas más exigentes de la época. Demasiado metafísico para los dialécticos de Frankfurt y demasiado crítico para el gusto de los profesores filisteos de las universidades alemanas, Benjamin no tenía lugar en el mundo intelectual de su tiempo. Tampoco lo había tenido en las universidades que lo habían rechazado, ni lo iba a tener en la vida.

Con la guerra, el espacio se fue cerrando. Un judío marxista no tenía destino en la Europa de 1940. Sus amigos ya se habían exiliado en Estados Unidos; él, ahora, esperaba recorrer la misma ruta y llegar al mismo destino. Como siempre, se había quedado solo o casi solo. Nunca la suerte estuvo de su lado; él lo sabía y aceptaba con resignación o fatalismo las pequeñas y grandes catástrofes. En Port Bou aceptaría el último contratiempo, pero, esta vez, a la decisión la tomaría él. Los hechos ocurrieron más o menos así. La autoridad política de Port Bou se negó a dejar pasar a los viajeros. La autorización del embajador de Estados Unidos permitiendo el pase por España hasta Lisboa no servía de nada. La frontera se cerraba y los viajeros debían regresar a París; allí lo esperaban los nazis y Walter Benjamin, judío y marxista, sabía o creía saber cuál sería su destino.

Los datos no se conocen con precisión, pero lo cierto es que Benjamin se suicidó: no soportó su destino y optó por la solución más drástica. Al otro día se levantaron las barreras; si hubiera esperado 24 horas, habría podido escapar de los nazis, pero a Benjamin la mala suerte siempre lo había acompañado, la catástrofe siempre le había tendido una emboscada. Esta vez, la emboscada fue en Port Bou. Yo estuve en esa estación de trenes, yo miré la luz del Mediterráneo y los colores rosados de la montaña, yo contemplé el mismo paisaje y el mismo cielo que Benjamin contempló pocos segundos antes de morir.

Hendaya y Port Bou, dos ciudades, dos fronteras, dos hechos históricos, ambos marcados por la guerra, el delirio del poder, la locura, la persecución y la muerte.

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