Kirchner, entre el populismo y el liberalismo

En los Estados Unidos de Norteamérica se dice que el gobierno de Kirchner está girando hacia la izquierda. Yo diría que no gira ni hacia la izquierda ni hacia la derecha, gira hacia Santa Cruz, lo cual no es una noticia de derecha ni de izquierda; es lisa y llanamente una mala noticia y, bueno es saberlo, el anticipo de un fracaso, ya que a la Argentina no se la puede gobernar como a Santa Cruz.

Creo que todas las exageraciones son malas porque violentan la verdad y exasperan innecesariamente el clima político. Decir que el gobierno nacional es de izquierda o que la Argentina marcha hacia una dictadura es, en el mejor de los casos, deformar la verdad. Si mis lecturas de los años sesenta no me engañan, un gobierno de izquierda es el que promete liquidar la propiedad privada y consolidar un régimen político conocido como dictadura del proletariado o dictadura popular o dictadura obrero-campesina.

Suponer que Kirchner o su señora esposa o sus amigos comparten esos objetivos suena más a delirio que a una reflexión política. Se podrá decir que la izquierda actual no se propone la revolución social, sino repartir mejor la riqueza y ampliar las libertades. Si esto es así, nada tengo que decir contra esa izquierda, siempre y cuando me explique con qué recursos cuenta para repartir. Pero tampoco creo que éste sea el caso de Kirchner, que hasta la fecha poco y nada ha hecho en materia de distribución de la riqueza.

Si a alguien le importa definirlo a Kirchner, debería decir que es peronista, es decir, un político que cree en el poder y lo sostiene con decisiones fuertes y con un discurso populista que sólo en su retórica puede llegar a ser crítico del capitalismo. Como todo peronista, Kirchner tiene cuentas ideológicas pendientes con el liberalismo y no cree demasiado en las virtudes del Estado de Derecho.

El populismo, en sus versiones criollas y latinoamericanas, incluye por definición el desborde de las instituciones. El fracaso del liberalismo, su incapacidad para asumir los nuevos dilemas de la democracia, explican el renacimiento de las prácticas populistas como una respuesta a las demandas de justicia social.

Por lo general, el populismo nunca se propuso romper con el sistema. Autoritario, decisionista, el populismo se constituye como alternativa de los fracasos de los ensayos liberales. Pero esa supuesta alternativa concluye tarde o temprano con nuevas frustraciones, ya que, por lo general, no logran dar una respuesta satisfactoria a los dilemas básicos del capitalismo o al dilema fundamental de toda sociedad que pretenda ser civilizada y que se manifiesta en una contradicción difícil de resolver: acumulación de riquezas y distribución más o menos equitativa.

El populismo es una versión plebeya del capitalismo liberal, una variante que reclama la adhesión popular y un caudillo que la exprese y la controle. Más que un programa económico es un discurso político y una práctica social. Dispone del mérito de esforzarse por entender la realidad, liberado de todo tipo de anteojeras ideológicas; ese mérito es, al mismo tiempo, su principal defecto. El populismo no es previsible, es oportunista por definición, y en nombre del pragmatismo, avala con la misma pasión al Paraíso y al Infierno

Su dirigencia está integrada por sectores sociales excluidos del sistema y su emergencia suele provocar alteraciones en la tradicional composición de los sectores dominantes. El populismo no plantea la destrucción del sistema ni su superación por un orden cualitativamente diferente; expresa, socialmente, el reclamo de sectores que apuestan no a destruir el sistema, sino a disfrutar de sus beneficios.

Para ciertas fracciones de las clases tradicionales, el populismo suele ser una alternativa válida, en tanto su discurso antiliberal es una excelente coartada para asegurar un orden autoritario. Conservadores y reaccionarios de diferente pelaje suelen adherir a las soluciones populistas porque consideran que son el mejor antídoto contra los desbordes salvajes de las multitudes y la fórmula ideológica más adecuada para afianzar los valores tradicionales de una sociedad. Visto desde esta perspectiva, el populismo es básicamente el partido del orden, la solución conservadora a los desafíos planteados por las sociedades de masas.

En sociedades fracturadas y en crisis, el populismo se presenta como una solución realista, una sabia combinación de valores tradicionales con reivindicaciones sociales progresistas. Su capacidad para expresar la realidad lo obliga a relativizar las ideologías o a dar lugar a todas las versiones ideológicas que circulan en un determinado momento. El populismo se constituye con retazos de diversas ideologías. «Cóctel atroz de restos de mesas diferentes», decía Rodolfo Ghioldi en la campaña electoral de 1945, para definir lo que se venía.

El populismo así concebido participa de la idea del cambalache discepoliano: en su interior hay lugar para todo y es así como se puede ser liberal, conservador, socialista, cristiano, fascista y muchas cosas más en nombre del poder y de representar desde el poder la versión mítica del pueblo.

Kirchner se ubica cómodamente en ese contexto ideológico. Un peronista ortodoxo me decía que Kirchner es peronista porque sólo un peronista es capaz de exhibir esa pasión compulsiva por el poder y esa pasión simultánea por aniquilar a los rivales internos.

Como buen populista, Kirchner dispone de una inusual capacidad para percibir la dirección de los cambios en una sociedad. Por lo general, se desentiende del futuro en nombre de una versión vulgar del pragmatismo, pero suele ser muy agudo para detectar lo que está agotado o lo que ha perdido legitimidad histórica.

En general, carece de estrategias a largo plazo, su reino es el de la coyuntura y ese reinado suele ser exitoso. Uno de los grandes pecados del populismo es el hecho de carecer de estrategia, el de no pensar a la Nación en términos históricos. Para el populista, el presente es lo que más importa, su filosofía sería: «Hay que vivir el momento; mañana, Dios proveerá». Temas tales como el desarrollo, el crecimiento sustentable, la construcción política a mediano y largo plazo no le interesan o no tiene tiempo de ocuparse.

El problema del populismo es que más temprano que tarde fracasa y a ese fracaso lo paga toda la sociedad. La Argentina desde hace más de cincuenta años viene reiterando el fracaso del populismo y de las soluciones neoliberales. Una sucede a la otra, ambas suelen atravesar por un períodos de esplendor para luego hundirse en la crisis.

La alternativa al liberalismo conservador no es el populismo, así como la alternativa al populismo no es el retorno a la década del noventa. La alternativa debe combinar lo mejor de la tradición liberal, es decir, la defensa de las libertades y el respeto por las normas republicanas de control, con lo mejor de la tradición populista en todo aquello que tiene que ver con la satisfacción de los demandas populares expresadas en la consigna «el derecho a tener derechos».

Es la experiencia histórica nacional la que enseña que ni la república democrática ni la justicia social son fórmulas duraderas si no existe, al mismo tiempo, un proyecto de desarrollo económico que nos permita generar la riqueza que haga posible la integración social con justicia y la república democrática con libertades efectivas.

A Kirchner se lo puede criticar por su mal carácter o sus desplantes autoritarios o su vocación de poder. Cualquiera de esas críticas puede ser válida. Pero lo que creo que merece ser criticado es su resistencia o incapacidad para convocar a la Nación a definir un proyecto sustentable de crecimiento para todos.

Hoy existen las mejores condiciones para salir del atraso y del subdesarrollo, para romper el ciclo perverso de liberales insensibles y populistas irresponsables. Sin embargo, Kirchner parece más entusiasmado en disfrutar de los beneficios efímeros de la coyuntura, en proyectar su reelección para el 2007 o en perdurar en el poder a cualquier precio, que en pensar a la Argentina como un estadista que se preocupa simultáneamente por la justicia social, las libertades públicas y el desarrollo.

 

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