Treinta y dos años después conviene tener presente esa fecha clave para nuestra democracia republicana. Como se recordará, Raúl Alfonsín decidió asumir la presidencia de la Nación el 10 de diciembre de 1983. El acto fue concebido como una jubilosa fiesta popular y el flamante mandatario habló desde el Cabildo, una manera visible de marcar diferencias con la tradición de presidentes hablando desde los balcones de la Casa Rosada.
Después de siete años de dictadura, la sociedad ganaba la calle para reivindicar el Estado de derecho. En esa pasión, en esa euforia, en esa alegría, había mucho de esperanza y de ingenuidad. Se suponía que se iniciaba el reinado de la concordia y la justicia. El presidente electo había reiterado en sus discursos que con la democracia se educa, se come y se cura. El concepto era audaz, novedoso y, además, invitaba a creer.
La fecha, no por casualidad, coincidía con la de la declaración universal de los derechos humanos. Todavía no se conocían cuáles habrían de ser las decisiones de Alfonsín en la materia, pero se daba por hecho que los culpables de la represión serían juzgados. Los más escépticos o los más conscientes, tenían sus dudas no sólo sobre la viabilidad del juicio, sino sobre la viabilidad misma de la democracia que se inauguraba. En los corrillos de la izquierda -pero no sólo de la izquierda- se suponía que más temprano que tarde los militares regresarían al poder. Medio siglo de intervenciones militares autorizaban esas prevenciones.
La fiesta del 10 de diciembre era la culminación de esa otra fiesta popular que significó el triunfo de Alfonsín el 31 de octubre. El resultado de las urnas había sido sorpresivo. Por inercia, por hábito, se creía que el peronismo sería el ganador de la contienda. En las usinas radicales siempre se dijo que el único que tenía confianza en la victoria radical era Alfonsín.
La derrota de los militares incluía la derrota del peronismo y del sindicalismo forjado en esa tradición. El pacto sindical-militar denunciado por Alfonsín durante la campaña no necesitó ser probado en los Tribunales; por prejuicio, intuición o certeza intelectual la gente sabía que efectivamente una de las claves del pasado que se intentaba dejar atrás era el acuerdo corporativo entre militares y sindicatos.
El peronismo pagó en 1983 los estropicios políticos e institucionales de los tiempos de Isabel y López Rega. Nunca se sabrá hasta dónde la célebre quema del féretro auspiciada por Herminio Iglesias precipitó la derrota. En principio, se dice que Alfonsín ganó las elecciones recitando el Preámbulo de la Constitución Nacional. Diez años antes en la misma Plaza de Mayo las multitudes coreaban consignas festejado la muerte de Aramburu. Siete años de dictadura con sus pesadillas materializadas en los centros clandestinos de detención habían promovido un singular aprendizaje.
También se dijo que la democracia se precipitó en la Argentina después de la derrota militar en las Malvinas. Algo de verdad hay en ese enunciado. Los militares que se habían constituido en el paradigma del orden y el miedo mordían el polvo de la derrota no en manos de los ejércitos populares de la izquierda populista, sino en manos de los ejércitos imperiales. Los mismos que habían salido de los cuarteles para librar una cruzada contra el comunismo y la defensa del Occidente cristiano, ahora eran derrotados por la coalición política militar anglosajona, representativa de los intereses que los generales criollos habían prometido defender. No va a concluir allí el asombro de los entorchados: dos años después, un tribunal integrado por jueces “burgueses” los juzgarán y los condenarán con la adhesión mayoritaria de una sociedad que en su momento había consentido y, en algunos casos aplaudido, la represión ilegal.
Más allá de las consignas, los actos y los discursos, lo cierto es que Alfonsín llegaba al poder con un programa de realizaciones considerado hoy como el más completo que se presentó en la Argentina en el último medio siglo. El entusiasmo de la multitud por la celebración del 10 de diciembre se correspondía con esta intuición. La Argentina dejaba atrás una pesadilla autoritaria y se abría hacia una democracia republicana que prometía libertades públicas y justicia social, superando la antinomia de libertades con injusticia o justicia con autoritarismo.
La racionalidad democrática, la voluntad de introducir reformas progresivas, eran las claves de los cambios abiertos hacia el futuro. Ni revolución social ni retorno al pasado. Se trataba de afrontar los nuevos desafíos de la época recuperando aquellas tradiciones democráticas que nos podían enorgullecer como argentinos: en esa recuperación estaban los nombres de Yrigoyen y Perón, pero también los de Lisandro de la Torre, Juan B. Justo y Alfredo Palacios.
Se acepta que el 10 de diciembre fue una fiesta popular y el inicio de un ensayo democrático trascendente que, como la experiencia demostró luego, habrá de mantenerse a pesar de las dificultades, las deserciones y los sabotajes. Lo que se acepta menos es que esa renovación democrática fue encarnada por un partido y un candidato que propuso a la sociedad un programa de realizaciones alternativo y superador de las experiencias y desencuentros del pasado. Acá no había ni “relato” ni “modelo”, sino propuestas de cambio y renovación que aún hoy siguen siendo las más viables para quienes desean una Argentina moderna y justa, democrática y republicana.
Las primeras medidas de Alfonsín apuntaron a marcar un antes y un después en la política argentina. La reforma del Código de Justicia Militar y el juicio a las cúpulas militares y a las cúpulas de la ultraizquierda daban cuenta de esa ruptura con el pasado. La reforma sindical prometía democratizar los sindicatos y poner punto final a una burocracia corrompida, autoritaria y, en más de un caso, cómplice del terrorismo de Estado.
Elecciones democráticas, representación de las minorías, periodicidad en los mandatos, pluralismo político, descentralización y ampliación del rol de las comisiones internas, daban cuenta de un programa de realizaciones en el mundo del trabajo que -dicho sea de paso-, aún se mantiene pendiente, porque todos recordarán que la reforma fue derrotada en la Cámara de Senadores por el voto de uno de aquellos sátrapas de provincias feudales que hasta último momento estuvo esperando recibir “una oferta monetaria” para cambiar el voto.
El Juicio a las Juntas Militares revelaba hasta dónde se proponía avanzar el nuevo gobierno para sancionar a los responsables del terrorismo de Estado; el fracaso de la reforma sindical ponía en evidencia los límites de ese reformismo, la resistencia que las corporaciones iban a levantar para impedir los cambios. La inflación, la deuda externa, el descalabro de las cuentas públicas, eran asignaturas pendientes a las que el gobierno se proponía corregir sin saber a ciencia cierta cuáles deberían ser los caminos y los instrumentos para hacerlo en un tiempo histórico singular donde el capitalismo y las relaciones económicas y financieras en el mundo estaban cambiando aceleradamente.
Lejos de esas amargas cavilaciones, aquel 10 de diciembre el pueblo celebraba la recuperación de la libertad y de la fe en un político y en un sistema. Después, los rigores de la realidad se encargarían de poner las cosas en su lugar, pero ya se sabe que a las fiestas hay que disfrutarlas sabiendo de antemano que si bien no duran mucho, ayudan a vivir y su recuerdo es siempre una imagen cargada de luz y esperanza.