A sesenta años de los bombardeos en Plaza de Mayo

Fue un horror. La neblina de esa mañana de jueves, la gente caminado por la calle o subida a los colectivos y de pronto el infierno. Buenos Aires bombardeada. No eran aviones extranjeros, eran argentinos. Doce o catorce toneladas de bombas arrojadas contra la Casa Rosada. Como para que nada faltara a la tragedia, también los ametrallamientos. ¿Qué pensaban esos pilotos? ¿Que estaban salvando a la patria? ¿Que estaban luchando por la libertad? Conozco algunas justificaciones: Estaba nublado. No les creo. Por lo pronto, la puntería contra la pobre gente fue infalible. No lo mataron a Perón, que era lo que estaba previsto, pero mataron a más de trescientas personas. Niños, mujeres, viejos y jóvenes. Vuelvo a hacer la pregunta: ¿Qué pensaban mientras accionaban el gatillo o movían la palanca que liberaba a las bombas?

No conozco autocríticas por lo hecho. Tal vez alguno haya dicho algo, pero yo no lo sé. Los justificativos no alcanzan, no sirven. Responsabilizar al régimen peronista por lo sucedido es una falacia. El régimen peronista era lo que fue: demagogo, autoritario, corrupto, pero nada de ello autoriza a arrojar bombas sobre la población civil. ¿Que no fue ésa la intención? Lo disimularon muy bien. Dicho con otras palabras, fue lo único que les salió “bien”. No lo mataron a Perón, ni tomaron la Casa Rosada, ni pudieron lanzar las proclamas revolucionarias y, mucho menos, lograron instalar un gobierno que, según se dijo, estaría encabezado por Américo Ghioldi, Miguel Ángel Zabala Ortiz y Adolfo Vicchi, pero mataron a inocentes.

Sugestivo. Lo único que les salió bien fue la carnicería. Y después la tranquilidad de exiliarse en Uruguay, donde el presidente Batlle los recibió como héroes. La historia no les va a asignar ese lugar. Es verdad que tres meses después el destino parece otorgar la razón a los responsables de los bombardeos: Perón es depuesto por un golpe de Estado y la Revolución Libertadora se presenta como la encarnación de los grandes ideales. Los fusilamientos de Valle y León Suárez y el recuerdo de la masacre del 16 de junio, pronto serán un estigma que nunca podrá ser levantado por parte de los conspiradores y de quienes incluso, desde la buena fe, adhirieron a ese pronunciamiento militar.

¿Cuándo y cómo se preparó este operativo destinado a matar a Perón? No se sabe con exactitud. Algunos dicen que al otro día del levantamiento frustrado del general Menéndez se decidió terminar con el peronismo matando a Perón. Otros aseguran que todo comenzó cuando en 1954 Perón rompe, con pocas semanas de diferencias, con los nacionalistas y la Iglesia Católica, ambos soportes políticos e institucionales en los orígenes del peronismo.

Lo cierto es que para principios del año 1955 la conspiración civil y militar está tomando forma. Entre los cruzados de la nueva fe existe la convicción de que al peronismo como al fascismo sólo se lo puede derrotar a través de las armas. En las fuerzas armadas el sector más activo es, en primer lugar, la Marina y luego la Aeronáutica. En el caso de la Marina, la adhesión golpista es mayoritaria, incluye a altos oficiales y a jóvenes recién iniciados, uno de ellos, un muchacho que veinte años después dará que hablar: Emilio Massera. En la Aeronáutica se destacará otro jovencito con futuro: Osvaldo Andrés Cacciatore.

Ya para entonces están en actividad los memorables comandos civiles. Su tarea para el 16 de junio será ocupar algunas radios para lanzar las proclamas y ganar la Casa Rosada. Allí se destacan señoritos como Mario Amadeo, Juan Carlos Goyeneche, Cosme Béccar Varela. Su labor será irrelevante porque un malentendido los dejará fuera de juego.

La balacera será protagonizada al principio por los infantes de Marina y los Granaderos. Después llegarán los camiones de la CGT y lo soldados leales al régimen. Pero a partir de las 12.40 la Plaza de Mayo y las inmediaciones se convertirán en un verdadero campo de batalla, donde, como ocurre en estos casos, las víctimas preferidas serán los inocentes.

El general Perón había llegado a la Casa Rosada alrededor de las 6 de la mañana. Según se sabe, fue el embajador norteamericano, Albert Nuffer, el que le informó que había un golpe de Estado en marcha cuyo objetivo era asesinarlo a él. El ministro de Guerra, Franklin Lucero, confirmó las palabras de Nuffer y le sugirió al presidente que se trasladara al edificio del Ministerio de Guerra.

Esto ocurrió más o menos a las 9 de la mañana. Para ese día estaba previsto un acto oficial en Plaza de Mayo en el que los aviones de la base de Morón sobrevolarían por la zona. El objetivo apuntaba a rendirle un homenaje al general San Martín y condenar la quema de la Bandera, supuestamente perpetrada por enemigos del peronismo. Los aviones volaron, pero no para rendir homenajes sino para matar.

Los adversarios de Perón aseguran que cuando tomó conocimiento del operativo destinado a poner fin a su vida, quedó paralizado por el miedo. Una de las tantas imputaciones que recibió Perón en ese tiempo era precisamente la de ser un militar cobarde, prisionero de un miedo que lo transformaba en una masa de carne temblorosa. No creo que esa imputación sea importante, pero sí interesa saber por qué Perón se retira de la Casa Rosada y no da la orden de desmantelar el edificio. La pregunta no es inocente: si la Casa Rosada hubiera estado deshabitada antes del mediodía, se habría evitado la muerte de muchos civiles.

La batalla campal duró casi hasta las 6 de la tarde. O sea que durante más de cinco horas el centro histórico de Buenos Aires se transformó en el escenario de una guerra civil. El odio entre peronistas y antiperonistas justificaba todo. Incluida la quema de los templos católicos.

El plan golpista fue derrotado porque el Ejército se mantuvo leal a Perón. La base militar de los golpistas fue Punta Indio, Ezeiza, que recién terminaba de ser inaugurado, y en algún momento la Séptima Brigada Aérea de Morón. Los cabecillas militares fueron los capitanes de fragata Néstor Noriega y José Bassi, el contraalmirante Samuel Toranzo Calderón, los almirantes Aníbal Barbieri y Agustín de la Vega y el vicealmirante Benjamín Gargiulo.

Todos se rindieron y a todos le dieron la posibilidad de suicidarse, pero el único que cumplió con el rito de honor fue Benjamín Gargiulo. Los otros se acogieron a los beneficios brindados por un Perón pacificador y decidido a no profundizar la brecha entre los militares. Esta conducta de Perón fue discutida incluso por los propios peronistas. ¿Por qué extenderle la mano a quienes habían actuado con tanta ferocidad? ¿Por qué negarse a movilizar al movimiento obrero e incluso organizar milicias populares? Más de uno dijo que si Evita hubiera vivido se habría aplicado la mano dura contra los supuestos enemigos del pueblo. Imposible verificarlo.

Por lo pronto, Perón hizo lo que hizo e incluso lo argumentó planteando que no quería ser el presidente de los argentinos sentado sobre una montaña de cadáveres. Le podemos creer o no, pero no es un mal argumento. Como militar, Perón no confiaba en las milicias populares y lo bien que hacía. También como militar se negaba a emprenderla a tiros contra sus camaradas de armas. Por sobre todas las cosas, y más allá de las palabras, Perón sinceramente no deseaba la guerra civil.

Lo demás es historia conocida. A la noche, el centro de la ciudad parecía estar en llamas. Perón intentará tomar distancia de la quema de las iglesias, pero todo será en vano. También promoverá una tímida apertura. A los ministros más irritables se les solicitará la renuncia; se le permitirá hablar por la radio a los políticos opositores y por primera vez se utilizará desde el poder la palabra tregua.

Demasiado tarde. Para julio de 1955 los opositores políticos y sociales no querían negociar con Perón sino derrocarlo. El último día de agosto un presidente furioso pronunciará desde los balcones de la Casa Rosada palabras de una violencia nunca vista antes en un mandatario. Tampoco el miedo logrará imponerse. Dos semanas después los generales Leonardi y Aramburu y el almirante Rojas, iniciarán la rebelión o el golpe de Estado que no pondrá fin a la vida de Perón, mucho menos a la del peronismo, pero lo sacará del poder. Lo demás es historia conocida.

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