Se la conoce como la batalla de Acosta Ñu o Campo Grande. Los hechos ocurrieron el 16 de agosto de 1869, ocasión en la que las tropas dirigidas por el general paraguayo Bernardino Caballero enfrentaron al ejército de la Triple Alianza comandadas por Luis Felipe Gastao de Orleans, conde d’Eu y yerno del emperador Pedro II. El informe de los hechos no incorporaría variantes significativas a las frecuentes batallas de una guerra que ya transitaba por su quinto año, si no hubiera incluido un “detalle” que transformó a la fecha en un acontecimiento que sumó a la tragedia de todo combate el horror de la muerte de alrededor de tres mil niños en el campo de batalla.
Hoy, en Paraguay, el “día del niño” recuerda a esa fecha. La evocación ha despertado en los últimos años algunas polémicas, porque a más de un historiador se le ocurrió preguntarse quiénes fueron los verdaderos responsables de esa tragedia: ¿los ejércitos de la Triple Alianza o los jefes militares paraguayos que arrancaron a los niños de los brazos de sus madres y los colocaron en la línea de fuego? El debate adquiere una inusitada tonalidad política, cuando se advierte que la iniciativa de transformar en “día del niño” una fecha signada por la sangre y la muerte de los niños, fue una decisión tomada en tiempos del dictador Alfredo Stroessner, el principal preocupado en transformar la llamada guerra del Paraguay en una gesta heroica en contradicción con lo que la propia historiografía paraguaya consideraba una tragedia nacional precipitada por un dictador megalómano, delirante y criminal.
A la decisión atroz de inspirar la imaginación de los niños contemporáneos con la tragedia ocurrida en Campo Grande, se suma la intención perversa de insinuar que, llegadas las circunstancias, los niños están habilitados a transformarse en combatientes, aunque más no sea en honor de sus antepasados. Monumentos, litografías, leyendas evocan el coraje de chicos cuya desoladora alternativa fue la de ser carne de cañón en una causa que nunca terminaron de entender, salvo que alguien digiera la leyenda que atribuye a los niños ser portadores de una apasionada conciencia política.
Como luego lo hará Hitler, López no vaciló en sacrificar a los niños en defensa de una causa que con el tiempo se reveló como su causa y no la del pueblo paraguayo, innecesariamente sacrificado en una guerra cuyos resultados, al año y medio de iniciarse ya estaban decididos. En efecto, cuando en septiembre de 1866 Mitre se reúne con López en Yataity Corá, éste ya no tenía ninguna posibilidad de ganar la guerra. Correspondía rendirse, marchar al exilio y evitarle al pueblo paraguayo una masacre anunciada. No lo hizo y los resultados de su decisión están a la vista.
Cuando tres años después se produce la batalla de Campo Grande, las tropas de López eran un espectro de lo que habían sido en su mejor momento. Soldados famélicos, vestidos con andrajos, cañones sin balas, fusiles sin municiones, la caravana de un ejército fantasma marchando hacia la muerte. Puede que el patriotismo en sus versiones más primitivas haya inspirado la pasión de algunos soldados, pero por lo que relatan las crónicas para agosto de 1869, el sentimiento dominante en ellos era el miedo, el miedo no a los brasileños sino a ser ejecutados por órdenes del mariscal López.
Al respecto, no dejan de ser un testimonio elocuente del grado de delirio de una resistencia sin destino, las órdenes de López de encarcelar y fusilar a sus propios hermanos por haberse atrevido a sugerir que a la derrota militar no había que sumarle la devastación de Paraguay. Su propia madre estuvo a punto de morir en el paredón por haber intentado convencer a su hijo de la locura de su causa. En la última retirada de López se estima que cuatrocientos soldados y oficiales -a los que se deben sumar un número indeterminado de mujeres- fueron ejecutados por orden de quien a esa altura de los acontecimientos era un paranoico enfermo, enceguecido y furioso.
Entre esas desafortunadas mujeres condenadas a caminar descalzas y en andrajos, se encontraba la madre de Juan Emiliano O’Leary. O’Leary escribirá pocos años después del fin de la guerra, que jamás perdonará al tirano que había humillado a su madre. Sin embargo, con el paso del tiempo y los estímulos monetarios promovidos por la sucesión de los campos de López, estímulos alentados gracias a las desinteresadas diligencias de López Junior, O’Leary se transformó en el referente principal del revisionismo paraguayo, el historiador que inició el proceso de transformar una tragedia en una victoria moral contra los “macacos” de Brasil, los porteños fanfarrones, los indignos uruguayos y, por supuesto, la Pérfida Albión.
Como se sabe, ese “relato” fue inmediatamente comprado por el nacionalismo argentino. Los discípulos criollos de Maurras pronto descubrieron que López encarnaba una suerte de liderazgo nacional, reconocimiento modesto comparado al que luego le hará cierta izquierda vasalla ideológica del populismo, quien no vacilará en comparar al mariscal López con Fidel Castro, es decir el portador de un liderazgo antiimperialista contra las grandes potencias dominantes. Vista la estimulante bibliografía del nacionalismo y la izquierda a favor del mariscal, sería interesante imaginar qué pensaría el déspota paraguayo acerca de las adhesiones que supo despertar entre quienes le atribuyen virtudes que jamás en su vida intentó sostener.
Regresemos a Campo Grande. Está claro que los niños no se ofrecieron de voluntarios para ir a la muerte. Y si alguno lo hubiera hecho, el imperativo moral era rechazarlo, salvo que alguien suponga que un chico está en condiciones de participar en un combate. Los resultados de la batalla no dejan lugar a dudas al respecto: fue una carnicería. ¿Podía esperarse otro desenlace? Precisamente allí reside el horror: a esos chicos los mandaron a morir. A algunos, armados con palos y piedras; otros, disimulando su edad con barbas y bigotes postizos. Y cien años después en su homenaje -que es un homenaje por elevación a López y a Stroessner- se recuerde el “día del niño”, es una decisión tan coherente como la de designar a Herodes sustituto de Papá Noel.
Uno de los testimonios no deja lugar a dudas: “Los niños de seis a ocho años en el fragor de la batalla, despavoridos se agarraban de las piernas de los soldados brasileños, llorando para que nos los mataran. Y eran degollados en el acto”. Idéntico destino les aguardaba a sus madres que intentaban, desesperadas, salvar la vida de sus hijos.
Capítulo aparte merece la deliberada crueldad de las tropas brasileñas. ¿Podía esperarse otra cosa? En las guerras, los hombres se transforman en máquinas de matar y no hay lugar para el humanismo o la piedad. En efecto, el comandante en jefe de los brasileños no ahorró dolores a las víctimas. Sus órdenes de degollar a los prisioneros y matar a niños y mujeres no pueden justificarse bajo ningún punto de vista. La orden de incendiar los campos, que produjo como resultado previsible que los sobrevivientes murieran achicharrados por las llamas, era innecesaria hasta desde el punto de vista militar. Maldita guerra, como dice el historiador Doriatoto, guerra infame y vil en la que todos, todos, los paraguayos en primer lugar, participaron defendiendo intereses. Sólo una historiografía manipuladora y tramposa puede tomarse la licencia de transformar una tragedia histórica en un acto de dignidad de los pueblos.
Para quienes aspiren a informaciones más palpitantes acerca de lo sucedido en esa aciaga jornada de agosto de 1869, recomiendo la lectura de las memorias del soldado brasileño Dionisio Cerqueira. Tenía veintidós años cuando el destino lo eligió para ser protagonista de esa batalla. A las Memorias las escribió muchos años después, pero allí habla de la masacre, lo cual es previsible, pero también se refiere a las dudas y vacilaciones de algunos soldados brasileños entre los que él se contaba- reticentes en participar en aquella carnicería. A modo de conclusión, Cerqueira dice que nunca pudo olvidarse de la pesadilla que le tocó vivir, pesadilla que lo acompañará hasta el final de sus días.