La Constitución Nacional de 1853

No eran tiempos aconsejables para andar sancionando constituciones. Rosas había sido derrotado pero la causa que lo había sostenido en el poder durante más de veinte años se mantenía intacta. Aludo al poder de la aduana y al poder de Buenos Aires. La ilusión de haber puesto punto final a las guerras civiles en Caseros no fue más que eso, una ilusión. Los vientos inclementes de la guerra civil soplaban nuevamente y al momento de iniciarse en Santa Fe la asamblea constituyente, las tropas de Paz, Hornos, Taboada y Madariaga amenazaban avanzar con una demoledora maniobra de pinzas contra Santa Fe. No, no eran buenos tiempos.

Como muchos años después dijera un líder latinoamericano, Urquiza podría haber dicho: nunca creí que esta lucha pudiera ganarla, pero siempre consideré que era necesario darla. Y por supuesto que lo hizo. La Constitución nacional de 1853 se la debemos al coraje político de Urquiza, la lucidez intelectual de Alberdi y la entereza civil de un puñado de hombres que decidieron darse cita en Santa Fe para sancionar una Constitución nacional mientras la provincia más poderosa del país velaba armas contra la iniciativa civil más trascendente de los argentinos.

La asamblea constituyente fue inaugurada el 20 de noviembre de 1852. El discurso pronunciado por Urquiza en la ocasión es un modelo de prudencia política. El héroe de Caseros no era hombre de medias palabras, nunca se privaba de decir lo que pensaba y al mismo tiempo tenía la grandeza de cambiar si se percataba de que estaba equivocado. Adiós por lo tanto a la exhibición de colores que nos dividían, adiós a las consignas proponiendo la muerte de los adversarios. Lo que se impone es la convocatoria generosa a todos los argentinos, a todas sus provincias, incluso Buenos Aires: “En la bandera argentina hay espacio para catorce estrellas, pero no puede eclipsarse una sola”.

Cuatro días después se constituyó la comisión redactora del anteproyecto constitucional. Allí hay un hombre clave: Juan María Gutiérrez. No es el único, pero sus aportes intelectuales serán decisivos. Es porteño, pero participa en la convención como delegado por la provincia de Entre Ríos. Urquiza confía en él, pero su relación intelectual es con Alberdi, cuyo texto “Las Bases….” será la guía decisiva.

Durante más de cinco meses los constituyentes viven en una Santa Fe de no más de seis mil habitantes, casa bajas, calles de arena, arboledas frondosas y residencias con patios profundos. La sesiones se realizan en el local del Cabildo, decorado por Amadeo Grass. Poco nos cuesta imaginar el bochorno del calor, los mosquitos, las caminatas a orillas del río, las tertulias en los hogares de las familias patricias y, por qué no, los romances de algunos constituyentes con las niñas santafesinas.

Tres casamientos se celebraron en ese tiempo. Juan María Gutiérrez se casó con Gerónima, la hija de Domingo Cullen, el mismo que quince años atrás fuera degollado por Rosas y que un Gutiérrez jovencito y algo tarambana aplaudiera sin prever que la vida a veces tiende esas trampas. También en esos meses se casaron el constituyente por Tucumán, Salustiano Zavalía con Emilia López y el correntino Luciano Torrent con Severa Zavalía.

Los convencionales estuvieron en Santa Fe cinco meses, pero los 107 artículos de la Constitución se votaron en diez días, desde el 21 al 30 de abril. Fueron sesiones maratónicas, nocturnas en la mayoría de los casos para rehuir de los agobios del calor. Según José María Rosa, se votó un artículo cada once minutos. Es una exageración deliberada, pero es verdad que en un día se aprobaron cuarenta artículos. Urquiza desde Entre Ríos exigía que para el 1º de Mayo todo hubiera concluido. Sus razones tenía. A principios de abril los convencionales Zuviría y Ferré se habían trasladado a Buenos Aires para intentar una última negociación con los porteños. El 15 de abril, Urquiza corta por lo sano. La Constitución se aprobará sin la participación de Buenos Aires. Desde el tratado de Palermo en adelante, incluyendo el Acuerdo de San Nicolás, Urquiza ha jugado todas las cartas a favor de la inclusión de esta provincia, incluso en algún momento les prometió ajustarse a los principios de la Constitución rivadaviana de 1826. Todo inútil. Las diferencias con los porteños no son constitucionales, sino económicas y políticas. Lo que se juega no son los contenidos de uno o dos artículos, sino los ingresos de la Aduana y, sobre todo, cuá será la provincia que convocará a la unidad nacional.

La decisión política de sancionar la Constitución ha sido tomada, pero el mismo 20 de abril un grupo de constituyentes plantea que no hay condiciones para dar un paso de esa magnitud. Será el diputado santafesino, Francisco Seguí, el que sostenga la posición contraria. Según la leyenda, el pintor Antonio Alice registra el momento en que Seguí se dirige a la presidencia de la Convención para argumentar a favor de su causa.

Dos decisiones políticas trascendentes se sancionan en esos días: la libre navegación de los ríos y el anatema contra quienes concedan en el futuro facultades extraordinarias a los gobernantes. También hay dos litigios políticos que serán sometidos al debate. El primero es con respecto a la capital de la Nación. Hay un amplio consenso en admitir que debe ser la ciudad de Buenos Aires, pero las objeciones son firmes y tienen a su favor el hecho cierto de que esta provincia está ausente. En nombre de la prudencia, otros constituyentes consideran que avanzar sobre ese terreno es contraproducente porque unifica a la ciudad y a la campaña de Buenos Aires, todos decididos a defender su ciudad capital. Finalmente se arriba a una solución de compromiso. El artículo 3 lo dice expresamente: “Las autoridades que ejercen el gobierno federal residen en la ciudad de Buenos Aires, que se declara capital de la Confederación por una ley especial”. El otro conflicto fue el religioso. Allí se hizo fuerte la facción clerical bautizada como “los montoneros”. Estos caballeros sostenían posiciones que seguramente sus herederos de cien años después hubieran aprobado a libro cerrado aunque más no fuera para ratificar una vez más su tirria contra el liberalismo. Bromas aparte, el debate fue interesante. Los sacerdotes Pérez y Zenteno, pero también Ferré y Leiva, entre otros defendieron el principio de la religión de Estado. La defensa la ejercieron desde diferentes puntos de vista, pero todos coincidentes en el tema central. Los argumentos liberales estuvieron a cargo de Gutiérrez. Estos debates se extendieron a lo largo de toda la semana, Los artículos 2 y 14 fueron sometidos a la ácida crítica de los Montoneros.

Finalmente, y luego de las respectivas votaciones, se impuso el principio liberal, lo que no excluyó acuerdos y concesiones. Que el presidente de la Nación debía ser católico, fue una de ellas. No hay religión de Estado, en efecto, pero según el artículo dos, el Estado sostiene el culto católico, apostólico y romano. La diferencia parece ser de matices pero los Montoneros no lo tomaron así. Pedro Zenteno regresó furioso a Catamarca e intrigó con el gobernador para que la provincia no aprobara una Constitución herética.

Mientras tanto, el 1º de Mayo de 1853, la Constitución nacional fue aprobada. A través de un decreto se promulgó el 25 de mayo y finalmente fue jurada el 9 de julio. Ese mismo día, en la ciudad de Catamarca, fray Mamerto Esquiú pronuncia su célebre sermón patriótico. Las maniobras de Zenteno y el gobernador Segura fueron derrotadas a través de las palabras de quien luego será conocido como el cura de la Constitución. Su sermón patriótico formalizó el apoyo de la Iglesia Católica al nuevo orden legal: “Obedeced señores, sin sumisión no hay ley; sin ley no hay patria, no hay verdadera libertad, existen sólo pasiones, desorden, anarquía , disolución y guerra…”.

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