Sarmiento en San Juan

Domingo Faustino Sarmiento nació en San Juan el 15 de febrero de 1811, “entre las agrestes faldas de la cordillera que tiemblan y braman en los raptos de su salvaje ternura”. Su padre fue José Clemente y su madre, Paula Albarracín. Tuvieron trece hijos, pero sobrevivieron cinco, Domingo Faustino y cuatro hermanas que murieron después que él.

Con el padre no tuvo una mala relación, pero el gran amor fue su madre. Don José Clemente Sarmiento parece haber sido un hombre sencillo, andariego y de intereses dispersos. La leyenda pondera su estampa de buen mozo, su facilidad de palabra y su afición con las mujeres. Desenfadado, simpático, mentiroso, los futuros enemigos de Sarmiento dirán que el hijo adquirió del padre la habilidad para mentir.

José Clemente no era lo que se dice un padre ejemplar, pero el hijo admite que la afición por la lectura la adquirió de su ejemplo, un reconocimiento que, según se mire, es algo más que una anécdota. También le va a reconocer el mérito de haber peleado en la batalla de Chacabuco, dato que le recordará a San Martín con indisimulable orgullo cuando lo entreviste en París muchos años después.

Lo cierto es que la familia se organizó alrededor de la madre, como corresponde a sociedades tradicionales en la que los hombres suelen ser los grandes ausentes. Doña Paula provenía de una familia que alguna vez había conocido tiempos mejores. De aquellos recuerdos, lo que sobrevivía era la honradez y la cultura del trabajo. El chico creció en la pobreza, pero una pobreza digna que incluía la protección de familiares que en esa ciudad de no más de cinco mil habitantes, tenían perfil religioso y una decorosa situación económica.

En “Mi defensa” y en “Recuerdos de provincia”, Sarmiento evocará aquellos años. En “Mi defensa”, se presentará como el testimonio de alguien capaz de hacerse a sí mismo sin otro recurso que su esfuerzo y su inteligencia; mientras que en “Recuerdos…” se preocupará por destacar su linaje provinciano, su pertenencia a una familia que había dado a San Juan sacerdotes, abogados, comerciantes y legisladores.

Se sabe que desde muy chico manifestó interés por la lectura y que ya entonces sus vecinos y familiares ponderaban su talento. Su primer colegio fue la “Escuela de la Patria”, creada en 1816 por el gobierno de San Juan en el clima ilustrado de esos años. Sus maestros iniciales, a los que va a recordar toda la vida, fueron Ignacio Roque y José Rodríguez, dos docentes que ingresaron a la posteridad por haber tenido de alumno al hijo de doña Paula, la pobre mujer que se ganaba la vida trabajando en el mítico telar.

En la escuela, permaneció alrededor de nueve años y en esas circunstancias nació la otra leyenda: la del chico que nunca faltó a clase, virtud que él mismo se encargó de divulgar y que jamás se pudo probar si efectivamente fue así, aunque, a decir verdad, tampoco tiene demasiada importancia saber si su asistencia fue o no perfecta.

Su preocupación por el estudio debe de haber sido intensa porque en 1820 su padre hizo gestiones para conseguirle una beca en un colegio de Córdoba, beca que no le fue concedida. Tiempo después, el gobierno de Buenos Aires decidió becar a seis chicos de cada provincia para que estudien en el Colegio de Ciencias Morales. La noticia llegó a San Juan, pero a Domingo Faustino no lo favoreció el sorteo.

Sarmiento siempre sentirá como una injusticia de la vida su falta de título universitario y nunca podrá disimular su fastidio cada vez que sus despiadados adversarios se lo recuerden con un tono burlón y pendenciero. El futuro presidente de la Nación, tal vez el prócer más lúcido de nuestra historia, conocerá desde chico el sabor de las humillaciones, el dolor de las postergaciones y la impotencia de saber que se dispone de talento pero nadie está dispuesto a reconocerlo.

Quienes lo denigran e insultan, quienes lo califican de oligarca y algo peor, deberían saber que la pobreza a Sarmiento no se la contaron ni la leyó en los libros, la vivió en carne propia, un “privilegio” que señores como Facundo Quiroga o Juan Manuel de Rosas nunca conocieron, aunque, por esos avatares del destino, para la cultura nacional y popular los héroes son los caudillos mazorqueros y degolladores mientras que los villanos son los maestros de escuela cuya exclusiva riqueza fue su saber y su amor a la patria. Dicho a modo de síntesis, Sarmiento no fue un abogado exitoso ni se acercó al poder para hacerse millonario, por el contrario, cuando murió era tan pobre como cuando había nacido.

Más o menos para 1825, Domingo queda bajo la tutoría de su tío, el sacerdote José Oro. El cura Oro es todo un personaje en la San Juan colonial. Politiquero, audaz, le gustan los bailes, las mujeres, las jineteadas y comprometerse sin medir las consecuencias en las duras refriegas de la política lugareña.

Precisamente para esos años, el gobernador de la provincia, Salvador María del Carril, sancionará una Constitución liberal que reconoce la división de poderes y la tolerancia religiosa. La famosa “Carta de Mayo” generará el rechazo de reaccionarios de todo pelaje. En esas circunstancias, es que se levanta por primera vez la consigna “Religión o muerte”, consigna que luego Facundo Quiroga se encargará de divulgar como si fuera una buena nueva.

Los tenaces opositores a Del Carril consiguen derrocarlo, pero el hombre que lo repone en el poder es fraile Aldao, quien todavía no había descubierto su vocación federal, pero ya para entonces era considerado un cura apóstata, borracho y mujeriego que exhibía orgulloso su condición de soldado de San Martín.

Por participar en esas asonadas, el cura Oro es desterrado a San Luis, un gesto compasivo porque en aquellos años por percances menores los derrotados eran fusilados o ahorcados del árbol más cercano. Oro se traslada a la localidad de San Francisco del Monte y en la ocasión lo acompaña su sobrino Domingo Faustino, que apenas tiene quince años. En ese modesto caserío puntano puede decirse que Sarmiento comienza a descubrir su destino, porque es allí donde funda la primera escuela de su vida y enseña a leer y escribir a niños y a hombres mayores que él.

Un año más tarde, el muchacho regresa a San Juan, porque el gobernador Sánchez le ha prometido una beca para estudiar en Buenos Aires. Domingo se despide de su tío, pero cuando llega a San Juan se entera que Sánchez fue derrocado, y de ese modo concluye el tercer intento por estudiar en la gran ciudad.

Para 1827, Domingo está trabajando de dependiente en un almacén. Cumple como puede con su responsabilidad, pero el tiempo libre lo dedica a leer. En esas excursiones literarias, descubre a Rousseau, Voltaire, Paine, la Biblia, Tocqueville y Benjamín Franklin, con quien se identifica en toda la línea, porque ese personaje fue pobre y logró superar su condición social gracias al estudio.

Para entonces Sarmiento ya sabe, de una manera algo ambigua, que su única posibilidad de salir de su condición de pobre en una desolada capital de provincia, es a través del estudio. No hay otro camino. Domingo Faustino vivirá en San Juan hasta los veinte años, luego las torbellinos de la política en los que se mete jugándose el pellejo, lo obligarán a exiliarse en Chile.

Ya para esa fecha se ha definido como unitario, liberal y laico. Unitario, porque es el partido de las luces y el progreso contra el partido de la barbarie; liberal, porque es el único programa para organizar la nación, y laico porque, sin ser enemigo de la iglesia, considera que ciertos curas son los que con su prédica facciosa, intolerante y oscurantista más han contribuido al atraso y la violencia.

El otro enemigo es Facundo Quiroga, a quien el joven Sarmiento una tarde lo ve ingresar a San Juan armado hasta los dientes, cubierto de polvo, gritando e insultado, sucio y manchado de sangre. El joven Sarmiento escribe entonces: “En aquellas tristes horas, en la que la luz del sol parece opaca y se agudiza instintivamente el oído para escuchar rumores que se esperan oír a cada momento, como ruidos de armas, como tropeles de caballos, como puertas que se despedazan, como alaridos de madres que ven matar a sus hijos”.

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