Camila O’Gorman

Camila O ‘Gorman y Ladislao Gutiérrez fueron fusilados en Santos Lugares, en la madrugada del 18 de agosto de 1848. Los esfuerzos del comandante Antonino Reyes por impedir o demorar la ejecución fueron inútiles. Tampoco sirvieron de nada las gestiones de Manuelita Rosas y su tía doña María Josefa Ezcurra. La orden de Juan Manuel se cumplió a rajatabla.

Veintitrés años después, en su exilio inglés, Rosas asumió la total responsabilidad por la ejecución de «los pobres amantes». Con sus defectos y sus patologías, el hombre se hacía cargo de sus actos, incluidos los más detestables, un gesto que los futuros verdugos de nuestra política criolla nunca tendrán el coraje civil de asumir. Con su confesión, Rosas liberaba de culpa y cargo a todos los que colaboraron con entusiasmo para que Camila y Ladislao fueran ejecutados.

No, no fue el Restaurador el exclusivo responsable del crimen. Él no era un angelito y no le hacía asco matar, pero en el caso que nos ocupa puede que haya sido el que menos entusiasmado estaba en derramar la sangre de un cura, sobrino de su amigo Celedonio Gutiérrez, y de la hija de una de las familias más paquetas de Buenos Aires, íntima amiga de Manuelita y habitué a las tertulias de Palermo.

No, no fue Juan Manuel el exclusivo responsable. Los méritos habría que atribuírselos, en primer lugar, a su adorable padre, don Adolfo, que exigió para su hija y su novio el peor de los castigos. Pobre don Adolfo. Estigmatizado por ser hijo de la Perichona, amante de Liniers y célebre por sus intrigas y amoríos, el destino lo llevó a presenciar el romance escandaloso de su hija con un cura. La supuesta vergüenza que padeció por ser el hijo de la Perichona no la quiso soportar con su propia hija y lo resolvió como sabemos: colaborando para que la mataran.

Los hermanos de Camila tampoco movieron un dedo para impedir su muerte. Enrique, el mayor, se comportó como el policía que era, es decir avaló la ejecución; del padrecito Eduardo, que estudió en el seminario con Ladislao y fue quien se lo presentó a Camila, no se sabe que haya elevado una oración, un miserable Padrenuestro, para salvar el alma de su hermana menor.

Todos se complotaron para matar a Camila y a Ladislao. Empezando por el obispo Mariano Medrano, quien apenas tomó conocimiento de que un sacerdote de su diócesis se fugó con una niña de la sociedad calificó a los amantes con los piadosos términos de «miserables, desgraciados e infelices». El otro que se vio salpicado por el escándalo fue el deán de la catedral, Felipe Elortondo y Palacios, tutor religioso de Gutiérrez. El padre Felipe hacía años que vivía con su amante María Josefa Gómez, condición social que no le impidió pedir la cabeza de Ladislao y Camila porque, como se sabe, en el Buenos Aires de entonces lo que estaba prohibido era el escándalo, pero no el «pecado». Como tiempo después lo dijera con su habitual desenfado don Juan Manuel: «No me preocupan las picardías de un curita o las travesuras de una mocosa, pero en este caso lo que estuvo en juego fue la moral pública».

Rosas sabía de lo que hablaba. Desde hacía más de diez años vivía en Palermo con su amante Eugenia Castro, hija de su amigo el coronel Castro muerto en combate. Rosas se hizo cargo de la niña cuando tenía doce años y la transformó en su amante con quien tuvo por lo menos cinco hijos. La intimidad de la pareja no lo inhibía a Rosas para escribirle cartas dándole órdenes, cartas que firmaba con el término cariñoso de «Tu patrón». Este fue el hombre a quien no le tembló la voz para dar la orden de fusilar a Camila y Ladislao por inmorales y pecadores.

A los pedidos de castigo se sumaron los unitarios en el exilio. Haciendo gala del más miserable oportunismo, los señores responsabilizaron a Rosas de lo ocurrido. Según ellos, lo sucedido era una muestra del grado de corrupción que se vivía en Buenos Aires, donde hasta las niñas de la sociedad se hundían en el fango de la lujuria. Mitre desde Bolivia, Sarmiento desde Chile y Alsina desde Uruguay no se privaron en echar leña al fuego.

O sea que Camila y Ladislao estaban condenados a muerte mucho tiempo antes de que fueran detenidos. Se habían escapado el 12 de diciembre de 1847 y después de algunas peripecias en Luján, en los primeros días de febrero llegaron a la localidad correntina de Goya donde se dedicaron a la docencia. Ella era conocida como Valentina Desan y él como Máximo Brandier. En el pueblo estaban encantados con ellos. Cariñosos, preocupados por la educación de los niños y, en primer lugar, felices.

Mientras tanto, el eficaz aparato represivo del rosismo se movilizaba para dar con ellos. El ministro Felipe Arana dio órdenes estrictas a los gobernadores. No deja de ser patético que mientras las tropas de la Confederación los perseguían como si hubieran sido alimañas, los amantes se dedicaban a amarse y a dar clases.

La tragedia se precipitó el 16 de junio. El cura Michael Gannon reconoció a Gutiérrez en una fiesta familiar. Mala suerte. Mala suerte para los amantes por ser descubiertos por un cura canalla y alcahuete que no vaciló en ir con el cuento a las autoridades. El gobernador Benjamín Virasoro intervino en el acto. Como si fueran peligrosísimos delincuentes, Camila y Ladislao fueron engrillados y «alojados» en celdas separadas, no fuera a ser cosa de que siguiesen pecando.

La noticia llegó a Buenos Aires. Rosas dio órdenes para que trasladaran a los dos. Intervino Manuelita. En principio, a Gutiérrez lo encerrarían en un calabozo del Cabildo, mientras que a Camila la enviarían a un convento. La propia Manuelita se preocupó en amueblar los lugares de detención. Por el momento, no se habló de castigos severos o, por lo menos, nadie se expresó en esos términos.

Sin embargo, el destino tejió su trama. Trasladados en barco, la pareja llegó hasta San Pedro. Allí -siempre engrillados- los subieron a dos carretas y marcharon con dirección al campamento de Santos Lugares. Rosas dio órdenes de que no entraran a Buenos Aires. Seguramente en su fuero interno ya había decidido matarlos. Por lo pronto, se reunió con Vélez Sarsfield, Baldomero García, Lorenzo Torres, Tomás Anchorena y Eduardo Lahitte. Los hombres de leyes le informaron que la única legislación que podía emplearse en ese caso había sido escrita seiscientos años atrás. En esos artículos se decía que el cura sacrílego y la mujer sacrílega debían ser ejecutados.

Rosas no necesitó de mucho más para intervenir. El único jurista que no estuvo conforme con lo que estaba por decidirse fue Lahitte, pero se halló en absoluta minoría. Cuando años después Vélez Sarsfield fue interpelado por su conducta dijo -como era de prever en el escurridizo doctor Mandinga- que él no tuvo nada que ver, aunque no son ésas las opiniones de los testigos de la época.

La noche del 17 de agosto una partida de jinetes llegó a Santos Lugares. Los hombres le entregaron una carta al encargado de la guarnición, Antonino Reyes. Era la orden de muerte para los amantes. Reyes no era un nene de pecho, pero le pareció una barbaridad matar a esos dos jóvenes. ¿Cómo desobedecer al Restaurador? Intentó hacer algo. Un mensaje para Manuelita para que interviniera y otro a Juan Manuel para informarle del estado de embarazo de Camila. Según la legislación, el feto debía ser respetado.

Ninguna de estas consideraciones conmovieron a Juan Manuel. La orden fue ratificada y las diligencias de Manuelita no fueron atendidas. El propio Reyes le informó a Ladislao sobre su suerte y sobre la muerte de Camila. Los dos serían fusilados al alba. O los tres, porque Camila tenía seis meses de embarazo.

El drama se consumó. Cuatro tiradores se prepararon para matar a una pareja cuyo exclusivo pecado fue haberse querido y haber desafiado con ese gesto a toda la hipocresía de su tiempo: la hipocresía de la familia, la religión y el poder. Imperdonable. Camila tenía una oportunidad para salvar su vida. Debía admitir que había sido secuestrada por un cura degenerado. Ni lo pensó. Ratificó su amor por Ladislao y su deseo de morir con él. Después las últimas palabras que se registran. Los dos encapuchados y la voz de ella: «Ladislao, ¿estás allí». Y la respuesta: «A tu lado Camila».

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