Juan Duarte, el hermano de Evita

Juan Duarte fue siempre Juancito, incluso para sus enemigos que nunca fueron pocos. El diminutivo tenía que ver con el afecto, pero también con un cierto sentimiento de protección que el personaje despertaba, sobre todo entre sus cuatro hermanas, particularmente, la menor de todas, Evita.

Los “Juanes” estuvieron presentes de manera abrumadora en la vida de ella. Juan se llamaba su padre, Juancito su único hermano y Juan su marido. A todos los quiso a su manera, pero con el hermano mayor el afecto fue el más intenso, el más desinteresado y, de alguna manera, el más maternal. Lo decían sus amigos: Evita tenía debilidad por su Juancito. Lo consentía y le dejaba pasar cosas que a otros no se las hubiera permitido jamás.

Cuentan que cuando en 1947 viajaron a Europa, Juancito hizo las mil y una, o para ser más preciso hizo lo que mejor sabía hacer: trasnochar, visitar los prostíbulos y lancearse con todas las mujeres que se le cruzaban. Las excursiones nocturnas se condimentaban con papelones de diferente voltaje. “Nos estás dejando como el culo con estos gallegos”, le recriminaba Evita a un hermano que

se esforzaba por disimular en un acto oficial -rodeado de los severos y santurrones funcionarios franquistas- las copas de más ganadas en esas noches de juerga que se prolongaban hasta la madrugada.

A las calavereadas, el hombre sumaba la corte de prostitutas que se arremolinaban en el hall de los hoteles detrás del argentino buen mozo, simpático y dilapidador. Una mañana, cuando la delegación argentina se preparaba para asistir a una recepción oficial, lo vieron llegar a Juancito ostensiblemente borracho y del brazo de una de esas chicas cuyo oficio es imposible desconocer. Fue allí cuando Evita encaró al hermano, con los ojos llameantes y una expresión en el rostro que quienes la conocían estaban aprendiendo a temer. Todos se quedaron mudos, presenciando el duelo entre hermanos. La única que habló fue Evita. Su voz resonó en el salón del hotel con ese tono ronco que empezaba a ser una marca registrada de su estilo. “Juancito -le dijo desencajada- una puta más y te volvés a Buenos Aires”. Nadie habló, nadie movió la boca. Ni siquiera Juancito que intentó dibujar una de esas sonrisas que desarmaban a su hermana. La bataclana que lo acompañaba estaba muerta de miedo, pero a esa altura, Evita ya estaba ocupada en dar órdenes para marchar hacia el ministerio donde los estaban esperando.

Evita podía enojarse con su hermano, decirle alguna barbaridad, pero la tempestad duraba segundos. Cualquiera podía temer la furia de ella, menos Juancito.

Juan Duarte nació en 1914 en un pueblito ubicado a menos de sesenta kilómetros de Junín. Era el único varón de una familia de cinco hijos no reconocidos por el padre. No sabemos si la condición de bastardo -esa era la palabra que entonces infamaba a quienes nacían en esa situación- lo humilló o dejó marcas en su personalidad. Lo que se sabe es que ya de muchacho le gustaban las copas, frecuentar los prostíbulos de la zona y lucir su habilidad con el taco de billar.

Desde pibe fue simpático, entrador, buen mozo y dueño de la desfachatez descarada de los atorrantes. Al principio se ganó la vida haciendo mandados en bicicleta para una farmacia; después consiguió la representación de la venta de Jabón Federal. Su condición de viajante le significó mejores ingresos, cierta respetabilidad y la chance de tener -como los marineros- una novia en cada pueblo.

No se sabe bien en qué momento se fue a Buenos Aires. Tampoco sé con certeza si fue él quien le abrió el juego a Evita en la gran ciudad o fue a la inversa. Lo seguro es que para principios de los años cuarenta vivían juntos en un departamento del centro y que la que manejaba la batuta era ella. A esa altura, Evita lo había relacionado con lo que hoy llamaríamos el mundo de la farándula. Cuando ella se transformó, primero en la amante del coronel y luego en la esposa del general, Juancito ya se desempeñaba como inspector del Casino de Mar del Plata, el puesto soñado para quien le fascinaba ese universo de apostadores, gígolos, millonarios ociosos, señoras aburridas y aventureras audaces.

A medida que Evita fue ganando poder dentro de la estructura del peronismo, Juancito fue asumiendo otras responsabilidades. Ya para 1946 era el secretario privado de Perón. Evita apostaba fuerte a la hora de construir poder y una de las manifestaciones de su estilo de juego fue la de poner al lado del presidente a su hermano. Juancito era irresponsable, pero algunas cosas las hacía bien. Por ejemplo: mantener informada a Evita sobre cada uno de los pasos del general. Según cuenta la leyenda, siempre se presentaba a trabajar sin dormir en la Casa Rosada. Como se decía entonces: “Llegaba en directa”. A Perón el personaje le resultaba simpático y lo dejaba hacer, tal vez porque sabía que meterse con él significaba un problema con Evita, algo que Perón, como todo marido, trataba de evitar en lo posible. Juancito para entonces era algo más que un trasnochador, como lo demostraba el volumen de sus negocios y su estilo de vida ostentoso y despilfarrador.

Si un “mérito” hay que reconocerle al hombre, es que nunca disimuló lo que era y nunca pretendió ser otra cosa. Para 1950, Juancito ya era el Isidorito Cañones del peronismo. Se había comprado un piso en Callao al 1944 atendido por un valet japonés, una estancia en Monte, disponía de un palco en el Tabarís, y otro en el hipódromo, se paseaba en autos caros, luciendo un vestuario que hubiera hecho las delicias de algunas caricaturas de Rico Tipo.

A su estilo de vida ostentoso, sumaba su afición a las mujeres de la farándula. Sus relaciones con el mundo del espectáculo, sus inversiones en empresas como Sono Films, sus conexiones con funcionarios que dictaminaban lo permitido y lo prohibido, le permitían disponer de una corte de aspirantes a actrices sabedoras que para acceder a algún lugar expectante necesitaban de su guiño, o para ser más directo pasar por su dormitorio.

Ya para entonces circulaba por la trastienda del poder una frase tomada de la publicidad de Jabón Lux que se identificaba con él: “Nueve de cada diez estrellas lo usan”. Y él por supuesto se dejaba usar chocho de la vida. Dos actrices, sin embargo, fueron sus favoritas: Fanny Navarro y Elina Colomer. Hubo muchísimas más, pero estas dos fueron las que más perduraron.

La muerte de Evita en julio de 1952 fue el punto de partida de su acelerado derrumbe. Nueve meses después, es decir el 9 de abril de 1953, su valet Irajuro Tashino lo encontró muerto en su departamento de Callao. En la mesa de luz había una carta dirigida a Perón plagada de errores de ortografía, pero en donde manifestaba con claridad su voluntad de suicidarse y su amor perdurable por Perón.

Tres días antes, Perón había hablado por la cadena nacional para poner punto final a la campaña contra la corrupción de su gobierno promovida por la oposición, pero también por la CGT y los militares. Fue allí cuando dijo con todas las letras: “Irá a la cárcel mi propio padre si me entero de que es ladrón”. Juan Domingo hablaba de su papá, pero todos sabían que el destinatario de sus palabras era Juancito.

Hasta el día de hoy no se sabe con certeza si se suicidó o lo mataron. Probablemente la verdad nunca llegue a saberse. Su madre y una de sus hermanas no vacilaron en responsabilizar de su muerte a funcionarios del gobierno. A decir verdad, a Juancito no era necesario matarlo, porque políticamente ya estaba liquidado. A su pérdida de poder político, le sumaba una sífilis avanzada. El discurso de Perón el lunes a la noche fue de alguna manera su epitafio. Sin el respaldo de Evita, Juan Duarte era el chivo expiatorio ideal para saciar a una opinión pública entonces escandalizada por los negociados del gobierno.

El viernes a la tarde, Perón se hizo presente en el velorio acompañado de sus principales colaboradores. “A este muchacho lo perdieron el dinero fácil y las mujeres”, dicen que dijo. Algo de razón tenía, pero sólo algo.

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