De Bergoglio a Macri; del Papa al presidente

Es muy probable que en el futuro, la entrevista del Papa Francisco con Mauricio Macri sea recordada como una reunión formal entre dos jefes de Estado, reunión en la que se trataron algunos temas que interesaban a ambos, como la pobreza, el narcotráfico y la corrupción. En ese sentido no se equivocan los funcionarios del Vaticano y el gobierno argentino al insistir que todo se desarrolló dentro de lo previsto y que los veintidós minutos de reunión entre el Papa y el flamante presidente, alcanzaron y sobraron para decir lo que tenían decirse.

Lo expuesto es una interpretación, una manera elegante, realista y diplomática de eludir diferencias o disimularlas. Es verdad, la expresión de Francisco fue adusta, un hombre cuya sonrisa es algo así como una marca registrada, en la ocasión estuvo ausente. Siempre en nombre del realismo, puede decirse que es casi una frivolidad evaluar una reunión de dos jefes de Estado, uno de ellos, además, jefe espiritual de la Iglesia Católica, por la mayor o menor exhibición de sonrisas.

Sin embargo, guste o no a los diplomáticos, lo cierto es que para un amplio sector de la opinión pública la seriedad del Papa, llamó la atención, y a más de uno le pareció un acto de hostilidad o por lo menos, un deseo manifiesto de expresar distancia. ¿Tiene alguna importancia que el Papa haya sonreído más o menos? Así presentada la cuestión, esa sonrisa no tiene ninguna importancia material. Las relaciones entre el Vaticano y la Argentina no se van a resentir por esto; las relaciones del Papa con el pueblo argentino tampoco van a alterarse. Macri se reunió con Francisco y los dos se portaron como personas educadas. ¿Qué más se puede decir? Desde una perspectiva formal, poco y nada.

Incluso están quienes consideran que está bien que así haya sido, porque por ese camino se marca una clara diferencia entre el poder religioso y el poder político, algo así como una manifestación de separación de la iglesia del Estado, consigna que por esas vueltas de la vida enarbolaría Mauricio Macri, el mismo político que declaró asueto en la ciudad de Buenos Aires en homenaje al cardenal Bergoglio cuando fue electo Papa por el colegio de cardenales.

Estamos de acuerdo, una sonrisa no es nada más que una sonrisa, aunque conviene advertir que en el lenguaje diplomático estos gestos adquieren una importancia diferente al del lenguaje cotidiano. La sonrisa del Papa es algo más que una manifestación fisonómica; es, en primer lugar, un símbolo, un insumo importante de su carisma, una expresión efectiva de sus simpatías. Hasta ahora, el Papa no se la había negado esa sonrisa a ningún jefe de Estado y diría que a ninguna persona que se haya acercado; sin embargo, esa sonrisa no le fue concedida a Macri. ¿Por qué? Podemos sospecharlo, pero no lo sabemos con certeza, aunque está claro que esa expresión adusta fue el producto de una decisión, no una manifestación ocasional en razón, por ejemplo, de que le dolía la cabeza, estaba incómodo o tenía frío (aunque el día anterior estuvo en cama con líneas de fiebre).

La expresión severa, incluso algo sombría, empieza a hacerse inteligible si se presta atención a otros detalles: veintidós minutos de audiencia y en un recinto oficial. La comparación con la audiencia otorgada a la Señora es inevitable. Para Ella más de dos horas de entrevista, en su casa de Santa Marta donde los protagonistas derrocharon sonrisas, frases felices, comentarios risueños y hasta manifestaciones de cariño. En una de esas entrevistas, el aluvión de La Cámpora invadió la residencia, una decisión que fue consentida (aunque intramuros produjo molestia), porque cualquiera que conozca el severo y exigente protocolo del Vaticano sabe muy bien que sin una autorización nadie se acerca al Papa.

Seguramente, habrá muy buenos argumentos para explicar estas visibles diferencias de trato. El más conveniente en este caso es el que opta por no darle importancia o considerar que lo más prudente es dar vuelta la página y no detenerse en nimiedades que a la corta y a la larga terminan complicando la vida a todos. No es una mala respuesta, sobre todo para los funcionarios del gobierno argentino a quienes, precisamente por razones diplomáticas y corrección política, no les queda otra alternativa que decir que todo está bien y que el Papa tiene buena relación con Macri.

Elisa Carrió por supuesto no opina lo mismo; o no se considera comprometida por estas consideraciones diplomáticas. No deja de llamar la atención esta distancia de Carrió con el Papa, justamente ella, quien además de su condición de católica era la que más defendía a Bergoglio cuando el cardenal era asediado por las patotas K y Él y la Señora lo acusaban de ser el jefe de la oposición, en tanto que los escribas oficiales se esforzaban por ensuciarlo con imputaciones que lo ponían a la altura de los autores del terrorismo de Estado. Tampoco se puede olvidar que algunos diplomáticos del oficialismo kirchnerista les entregaban a los cardenales del Colegio carpetas en las que se intentaba demostrar que después de Videla y Massera, Bergoglio era el personaje más perverso de la dictadura militar.

¿Hay una perspectiva ideológica, política o teológica como Papa que lo obliga a Bergoglio a considerar a Macri un detestable presidente de los ricos y a la Señora una abanderada de las causas nacionales y populares en América Latina? Me cuesta creerlo. El Papa le insistió a Macri que luche contra la corrupción, el narcotráfico y la pobreza. ¿Se estaba refiriendo al “Morsa” Fernández, a Boudou o al treinta por ciento de pobres que dejó el régimen K luego de doce años de ejercicio del poder? Tampoco lo sé.

Quienes están sumamente fastidiados con el comportamiento del Papa, quienes consideran que ese trato fue una falta de respeto a los argentinos e incluso una injerencia indebida en nuestros asuntos internos por parte del jefe del Vaticano, no vacilan en decir que al Papa -a la hora de opinar sobre la Argentina- le resulta imposible renunciar a su condición de peronista y que las diferencias de trato a Ella y a Macri no hacen más que evidenciar la consigna de que para un peronista no hay nada mejor que otro peronista.

Puede haber algo de verdad en esta imputación, pero igualmente a mí se me hace cuesta arriba entender que un sacerdote de su experiencia, un jesuita maduro formado en esta escuela que ha fundado una tradición asentada en la voluntad, el sigilo diplomático y la fe, se deje dominar por sus entusiasmos políticos y pierda de vista, por ejemplo, que Macri es el presidente votado por los argentinos y que se merece por lo menos la misma sonrisa que dispensó a los Castro o al jefe del régimen teocrático de Irán, atendiendo al estricto principio diplomático de que una sonrisa no se le niega a nadie y, mucho menos, al enemigo.

Sin embargo los hechos están allí. ¿Por qué, pregunto, un Papa le reclama a un pueblo que cuide a la Señora y no hace la misma recomendación respecto de un presidente que recién llega al poder y que tiene serias dificultades para hacerse cargo de una herencia calamitosa? ¿O es demasiado pedir que el mismo trato que tuvo con la Señora lo tenga con el hombre que hoy ejerce la máxima investidura política de la Argentina?

Se asegura que el Papa está convencido de que Macri es un neoliberal decidido a gobernar a favor de los ricos. Se dice que no tolera sus divorcios y en particular su adhesión a un vago budismo confundido con yoga y autoayuda. Se dice que no le perdonó sus vacilaciones con respecto al aborto y el matrimonio igualitario. O que le fastidió sobremanera que no haya reprendido a Durán Barba por sus declaraciones algo irónicas y algo burlonas contra el Papa.

¿Qué ha cambiado en estos dos o tres años para que el Papa se prodigue en sonrisas y manifestaciones de afecto con la Señora, llame al pueblo argentino a cuidarla y manifieste gestos de afecto y hasta de cariño con personajes como Milagro Sala o Guillermo Moreno, a quien está dispuesto a prologarle un libro? ¿Qué es lo que ha cambiado? No lo sé, pero lo que resulta evidente es que en esa relación entre Macri y el Papa el que cambió no fue precisamente Macri.

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