Darío Macor, mi amigo

Qué puedo decir del amigo que no sean palabras de dolor por su definitiva ausencia. Un cierto pudor, un mínimo recato me pone algunos límites. Escribo y lo imagino mirándome con cierto recelo, algo incómodo, algo burlón, porque hablo de él y él siempre fue un hombre al que le molestó ser el centro de la escena o el testigo de húmedas efusiones sentimentales.

Fui su amigo. Fuimos amigos. Lo digo con orgullo porque sé que los hombres también se definen por las amistades que son capaces de forjar. Alguna vez me dijo que no me escuchaba por la radio porque sabía de antemano lo que iba a decir y cómo lo iba a decir. A mí con él me pasaba lo mismo. Una palabra, a veces una letra y ya sabía de él lo que había que saber.

Con Darío podíamos pasar mucho tiempo sin hablarnos, pero cuando nos encontrábamos alcanzaban cinco minutos para sintonizar enseguida la misma honda. Y entonces hablábamos de las mismas cosas de siempre, porque la verdadera amistad es como una larga conversación entre personas que han aprendido a pensar y a sentir de la misma manera. Como los buenos jugadores de truco nos entendíamos sin necesidad de hacernos señas y no necesitábamos discutir para saber que en tal o en cual punto pensábamos distinto.

Esa sintonía, esa manera de percibir con la misma intensidad lo que nos ocurría, es lo que yo llamo amistad, una amistad difícil, forjada a lo largo de años duros, complicados, para muchachos como nosotros cuyas exclusivas armas eran entonces nuestras lecturas y nuestra inteligencia. No era fácil ser amigo de Darío. Y no era fácil porque tras una apariencia o gestualidad que sólo a los frívolos podía parecerles campechana, había un hombre complejo, exigente. Su inteligencia era compleja y exigente. La inteligencia de un hombre sensible controlado por la racionalidad.

Tenía algo de campesino. Como el personaje del tango. tenía «un poco lerdo el andar». En efecto, caminaba despacio, con un leve balanceo, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo o como si conversara con su sombra. Le gustaba el café negro y los cigarrillos Particulares; el vaso de vino compartido con amigos, el asado que reúne y celebra la amistad.

Era honrado y valiente. Su honradez era la de la palabra y su valentía la de las convicciones. Además poseía una virtud decisiva: tenía estilo. Y lo tuvo hasta para morir, con una serena y elegante dignidad. Si es verdad que los hombres se ponen a prueba en el instante de la muerte, él aprobó esa asignatura con las mejores notas

Sin retórica digo que era un buen tipo. Me consta y le consta a todos los que lo conocieron. Reía con facilidad, la suya era una risa sana, divertida. Y a veces, un modo de ocultar la timidez. Sus costumbres eran sencillas, pero disfrutaba de los placeres de la vida. No le gustaban las desmesuras y en todas las circunstancias prefería la charla inteligente, apacible, donde siempre era más importante decir algo interesante que tener razón.

Tal vez uno de los rasgos más distintivos de su persona era la curiosidad. Darío miraba al mundo con ojos curiosos. Sus intereses eran amplios y diversos y, como el personaje de la historia, nada de lo humano le era ajeno. A contramano de los intelectuales aburridos, abúlicos, cansados, él era capaz de asombrarse y de conmoverse ante la maravilla del mundo, aunque siempre se iba a ocupar de ocultar sus emociones o disimularlas con una sonrisa o una palabra dicha al pasar.

Alguna vez, hace muchos, muchos años, leímos juntos “Los caminos de la libertad”, la novela de Jean Paul Sartre. Pasamos noches enteras hablando de ella, pero lo que más recuerdo son esas caminatas por la ciudad divagando sobre el existencialismo francés, el compromiso político y la exigencia de entendernos nosotros y entender al mundo en el que vivíamos.

El personaje de Sartre se llamaba Mateo. Darío siempre me hablaba de él y cada vez que regreso a ese libro tengo la sensación de que allí está él hablando, tal vez no en París sino en un bar de Santa Fe que entonces se llamaba El Cabildo, una tarde que llovía y que estábamos tristes por motivos que ahora no recuerdo.

Alguna vez un amigo común me dijo: Darío es un tipo libre. Y es lo que fue. Su libertad no era un capricho, una moda, sino una exigencia moral, una elección de vida. Tenía razón: Darío fue un hombre libre. Libre de los prejuicios tontos, del sentido común chato y resignado, de los convencionalismos huecos, de la frivolidad de las modas y de la tiranía de una sociedad que predica el conformismo.

No sé si era radical o socialista. Yo diría que era entrerriano, muy entrerriano. Lo era en los gestos, en la picardía, en esa contemplación serena del mundo y de sí mismo, en esos códigos forjados en la soledad de largas tradiciones sostenidas por sus padres y sus abuelos. Moderado por temperamento, siempre se sintió pleno en el universo de ideas de la izquierda, de una izquierda democrática, progresista, una izquierda que se propone entender el mundo con los instrumentos teóricos más actualizados.

Ajeno a los esnobismos, a las pedanterías académicas, prefería los segundos planos, el perfil bajo. Como los hombres íntegros, no necesitaba de promociones para ser reconocido. Él sabía lo que valía. Creía más en el esfuerzo intelectual sostenido, en la reflexión honda y perseverante que en las burbujas y chisporroteos de quienes tienen poco y nada para decir.

Fue lo que muy pocos profesores pueden ser: un maestro en el sentido más pleno de la palabra. No brillaba con un fuego fatuo. Su luz llegaba de más lejos y era persistente y reveladora. Como los grandes maestros, formó discípulos. Jamás descendió al facilismo y a la demagogia. Exigía y le gustaba que lo exigieran. Escribió libros importantes, pero por sobre todas las cosas a sus alumnos les dio ejemplos importantes; les enseñó nada más y nada menos que el oficio de historiador.

Siempre sostuvo que el trabajo intelectual que mereciera ese nombre debía honrar la lucidez, el esfuerzo y la honradez. Enseñó a estudiar historia, a pensar históricamente y a cultivar una sensibilidad histórica. Es que para él la historia era un desafío, una pasión y una manera de estar en el mundo.

Sabemos de la muerte, pero no sabemos del dolor que nos puede provocar una muerte. Ahora, esa íntima verdad me ha sido revelada. Llegó la hora del último adiós y soy yo el que escribo y vos el que guardás silencio. Quién iba a decir, viejo amigo de tantas historias compartidas, que iba ser yo el que te despidiera, yo, el de los excesos, las borracheras y los delirios que te asombraban, te divertían y más de una vez te fastidiaban.

Ninguno de nosotros somos creyentes y, para bien y para mal, no nos consuela la vida en el más allá. Nunca más, por lo tanto, estaremos juntos en algún lugar del universo, pero nadie nos podrá despojar del pasado. Cuántas conversaciones deambulando por las calles, cuántas ideas y proyectos largados al viento, cuantas sobremesas con Susana hablando de política, de historia, de la película del cine club, del último libro de Halperín Donghi, de algún amigo perdido a la distancia.

Tengo la certeza, tal vez la esperanza, de que en esta ciudad, por un extraño sortilegio, quedarán las huellas de todas estas pequeñas historias; estarán presentes en el patio de una vieja residencia de calle San Jerónimo, en la terraza de un piso décimo cercano a la terminal de ómnibus, en el comedor de la planta alta de calle Mendoza.

También quedarán tus libros, tus escritos, tu mujer y tu hijo, tus amigos y todos los que te quisimos y te respetamos. Claro que te vamos a extrañar, viejo amigo, y claro que con tu ausencia todos somos un poco más pobres y estamos un poco más solos.

Querido Calula, podría haberte dicho todas estas cosas en otros tiempos, pero vos sabés muy bien -igual que yo- que los hombres de nuestra estirpe no nos permitimos esas licencias porque somos un poco tontos y nos asusta el sentimentalismo. Sin embargo, hoy te digo que haberte conocido, haber sido tu amigo, haber compartido las buenas y las malas, fue para mí una forma de la felicidad que te agradezco y agradeceré mientras viva. Chau Darío.

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