Leandro N. Alem se suicidó el 1º de julio de 1896. Es probable que su muerte se haya producido alrededor de las diez de la noche. Lo seguro es que el cochero que lo trasladaba hasta el Club del Progreso lo encontró sin vida y corrió desencajado a avisar su macabro hallazgo a los socios de esa institución. Se dice que lo trasladaron inmediatamente y que su cuerpo, ya sin vida, fue dejado sobre una de las mesas de una sala. Media hora después el club desbordaba de gente. Nadie sabe cómo la noticia se pudo propagar con tanta rapidez, pero lo cierto es que antes de la medianoche una multitud se apretujaba sobre la calle Victoria, mientras la gente seguía llegando desde los cuatro puntos de la ciudad.
Nunca se sabrá con exactitud si efectivamente Alem quiso morir en el Club del Progreso o si el desenlace fue un mal entendido, uno de los tantos que acompañó su vida. Hay buenos motivos para sospechar que las ‘manos amigas‘ a las que se refirió en su carta de despedida, no eran las del club sino las que habían estado con él durante la tarde en su casa de la calle Cuyo.
Lo seguro, de todos modos, es que su muerte fue premeditada y no el producto de un acto desesperado y espontáneo. El hombre preparó su muerte hasta en los detalles. Escribió cartas y dejó indicaciones precisas. Puede que la decisión la haya tomado un mes antes, porque en una carta la fecha, luego corregida, es del 1º de junio.
Alem citó a sus principales correligionarios a su casa y les exigió que fueran puntuales. Era una tarde lluviosa y desapacible. Los hombres hablaron de política, contaron chismes jugosos y nada preanunciaba la tragedia. Alrededor de las nueve de la noche, Alem les dijo a sus amigos que salía para hacer un trámite. En ese momento nadie sospechó sobre la naturaleza del trámite. Estaba vestido como siempre: ropa oscura, la galera algo caída sobre los ojos, el poncho de vicuña y el bastón. En el saco, como siempre, el revólver. Se lo veía demacrado, ojeroso, algo agobiado, dirán después sus amigos. En realidad era el de siempre. Ese aire melancólico como si estuviera dominado por una pena infinita, esa mirada que a veces se encendía como el fuego, pero era triste, esa manera de caminar, algo cansina, que a veces recordaba a un compadrito y a veces a un poeta inspirado, decía más de su vida y de las pasiones que lo dominaban que cualquier diagnóstico.
En la calle lo esperaba un coche. Al cochero le ordenó que lo llevara al Club del Progreso. Fueron sus últimas palabras. No se sabe si el cochero era sordo o estaba distraído, pero lo cierto es que no escuchó el disparo fatal. El coche recorrió las calles Rodríguez Peña, Avenida de mayo, Chacabuco sin saber que llevaba a un muerto. Conclusión: Alem eligió un coche para suicidarse. Como el Facundo de Borges, podría decirse de él: ‘Ir en coche a la muerte, qué cosa más oronda‘. Macabro o no, fue un acto de delicadeza para con sus amigos. Una delicadeza y un deseo. Que fueran ellos los que recibieran su cuerpo sin vida. No fue así.
Inútil indagar sobre la causas que motivaron el suicidio. Si toda muerte es un enigma, el suicidio es un enigma por partida doble. Se dice que se mató porque había sufrido un desengaño amoroso, otros aseguran que fueron los desencantos políticos y la supuesta traición de su sobrino Hipólito Yrigoyen lo que lo llevó a la muerte. Están los que afirman que padecía una enfermedad incurable y aquellos que hablan de su temperamento depresivo. Uno de sus biógrafos sostiene que nunca pudo superar la muerte de Aristóbulo del Valle, su condiscípulo y amigo. Del Valle murió sorpresivamente, víctima de un derrame cerebral, en enero de 1896. Alem fue uno de los oradores que lo despidió en el cementerio. Quienes lo oyeron hablar sostienen que esa tarde se estaba despidiendo a sí mismo.
Es verdad que era depresivo, que su melancolía se había acentuado en los últimos años, que desde su más tierna infancia conoció el sabor de la derrota y la humillación, que a su deterioro anímico y sus desengaños políticos se le sumaba en los últimos tiempos un creciente deterioro físico. Todo eso era cierto, pero de ello no se deduce de manera directa la decisión de quitarse la vida. Por otra parte, Alem era un hombre que había demostrado una singular vitalidad. Era valiente, osado, se apasionaba por las causas que defendía, le gustaban las mujeres, las tenidas con los amigos hasta la madrugada, nunca le decía que no a una invitación para tomar una copa, su lenguaje era chispeante, atrevido, tenia la insolencia del guapo y la sabiduría del hombre que ha pensado mucho; es decir, estaba arraigado a la vida, la disfrutaba, trágicamente si se quiere, pero ese estilo trágico suele ser también una manera sólida de estar parado en la vida.
Volvamos al Club del Progreso. A esa multitud consternada que llegaba de todos lados. Allí, sobre la mesa, estaba Alem, el hombre más hombre entre los argentinos, como le decía una abuela a su nieto; el macho, como decían los carreros y compadritos que, ceremoniosos y atildados, se hacían presentes. Las visitas pertenecían a todas las edades y clase sociales. Por un momento todos se mezclaban para despedir al hombre que respetaban y al que habían seguido, el hombre que al que escucharon discutir con José Hernández en uno de los debates más memorables del Parlamento argentino, al que los seducía hablando en aquellas jornadas con sabor épico de los años noventa.
Llamaba la atención la presencia de tantas mujeres. Todas con lágrimas en los ojos. Algunas lo besaban, otras dejaban un escapulario, un crucifijo; muchas se persignaban y lo tocaban con el respeto y el temblor de quien supone que está tocando algo sagrado. Algunas pueden haber sido sus amantes, otras lo amaron de lejos, todas se habían convocado para decirle adiós.
Cuando a Carlos Pellegrini le avisaron de la muerte de su enconado adversario, el “Gringo” plegó los labios y se atusó el bigote. Él también había aprendido a respetar a ese hombre que decía vivir en casa de cristal y parecía ignorar las reglas elementales del cálculo político, y que en cada debate se jugaba como si en ello le fuera la vida. Seguramente recordaba los años de militancia en el autonomismo de Adolfo Alsina o en el partido republicano junto con Sarmiento. O, por qué no, el tiempo en que pelearon juntos en Paraguay, y Alem siempre les recordaba que él ya había probado su coraje en Cepeda y Pavón.
Groussac, Cané, Mansilla -sus adversarios conservadores- también hablaban de su muerte con asombro y pena. Todos habían aprendido a respetarlo aunque no a entenderlo. Sabían de su honradez, de su coraje, de la pasión de sus ideales, pero no compartían su intransigencia, el desorden interior de su vida, las borrascas que sacudían su alma atormentada.
Los comedidos también le han avisado a su sobrino, Hipólito Yrigoyen, quien luego de dudar en asistir a la ceremonia, finalmente se hizo presente. Sólido, impasible, nadie sabía qué pensaba o qué sentía, pero estaba allí, al lado de su tío, al lado del hombre que de alguna manera había sido como su padre. ¿Lo había traicionado? ¿habís sido el carrerito desagradecido? ¿el canalla, como le dijera públicamente en una reunión? No era momento para responder a esas preguntas que más de uno de los presentes se hacía en voz baja.
A la madrugada, el cuerpo fue retirado del club. Llovía, pero la multitud seguía presente. Nadie había declarado duelo o feriado nacional, pero de hecho ese viernes fue un día de duelo. Las boinas blancas de los radicales le daban una nota de color e identidad política a la ceremonia. Desde las provincias desfilaban las delegaciones. Venían de todos lados. De Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos, Tucumán, Salta. Todos tenían dibujada en el rostro la expresión de quien sabe que está viviendo una circunstancia dramática e histórica. Iban a verlo muerto a Alem, como antes lo vieran desbordante de vida, subido a las tribunas hablando al pueblo con ese inconfundible todo de voz y esa figura en la que el compadrito y el poeta parecían confundirse en un solo trazo. Cada uno tenía una anécdota que contar, una pequeña historia que evocar, un momento compartido, un apretón de manos, un abrazo, una copa.
El sábado a la mañana amaneció con sol. Miles y miles de personas acompañaron el cuerpo de Alem a la Recoleta. Nunca antes se había visto, ni se vería por mucho tiempo, una multitud tan compacta despidiendo a un hombre público. Nunca se había visto a tantos pobres, a tantos vecinos de los barrios populares salir a la calle con el rostro consternado para acompañar a su última morada al hombre que amaban. Un periodista dirá que el espectáculo de la multitud en la calle no se parecía a un cortejo fúnebre, sino a una manifestación.