Guillermo Brown

Guillermo Brown no era un desconocido de los argentinos al momento de iniciarse la guerra con el Brasil. Su coraje, su hidalguía, ya habían sido probados en el sitio de Montevideo. Para 1826, este almirante irlandés, rubio, de ojos claros y de pocas palabras, vivía retirado en su casa de Barracas.

Cuando las naves brasileñas decidieron avanzar sobre las aguas del Río de la Plata, el gobierno decidió convocarlo para dirigir la flota nacional. Los hombres de casaca fueron a buscarlo a la casa en la que se había retirado después de haber padecido humillaciones e ingratitudes por parte de algunos de los que ahora reclamaban sus servicios. Se dice que su mujer y sus amigos le pidieron por favor que no aceptara, pero Brown no era hombre de rehuir una responsabilidad, sobre todo si lo que estaba en juego era la seguridad de la patria.

En esos combates con una flota mucho mejor equipada que la suya, el almirante probará su valor temerario y su capacidad militar. También en esas jornadas se ganará el cariño del pueblo. Ese hombre taciturno, que no halagaba a la multitud ni siquiera con una sonrisa, será en esos años el personaje más popular de Buenos Aires. El litógrafo Douville hará el negocio de su vida vendiendo sus retratos.

El combate de Los Pozos, librado el 11 de junio de 1826, fue un espectáculo presenciado por los porteños desde las azoteas de sus casas o desde las torres de las iglesias. El humo de los incendios y de los cañones impidió durante un largo rato seguir las alternativas del combate. Todos suponían que la derrota era el resultado más previsible para la flota argentina. Sin embargo, cuando se disipó el humo, los porteños contemplaron asombrados que las que se retiraban eran las naves brasileñas.

En esta clase de combates, la leyenda suele imponerse a los hechos. Exagerados o no, los relatos históricos suelen estar contaminados por la fantasía de los protagonistas. Estas fantasías no son un adorno de la verdad, sino un componente de ella. La proeza de Brown, el coraje de sus hombres, creó la leyenda, pero esa leyenda enriqueció la verdad en vez de oscurecerla o negarla.

Se dice que antes de empezar el combarte de Los Pozos, el almirante arengó a sus soldados con estas palabras: «íMarinos y soldados de la república! ¿Veis esa gran montaña flotante? Son 31 buques enemigos. Pero no creáis que vuestro general abriga el menor recelo, porque no duda de vuestro valor y espero que imitaréis a la «25 de mayo’ que fue echada a pique antes que rendida. Camaradas: confianza en la victoria, disciplina y tres vivas a la patria. íFuego rasante que el pueblo nos contempla!».

Brown nunca declamó en público. Nunca dijo discursos lindos. Sólo habló un minuto antes del combate. Sus hombres lo respetaban, lo admiraban y le temían. Lo sabían generoso e implacable. A los soldados valientes, los felicitaba con una discreta palmada en el hombro; a los cobardes los despreciaba.

Sobrio y austero, almorzaba ligero y muchas veces no cenaba. Antes de la batalla se vestía de punta en blanco. Atormentado, se encerraba en su camarote y no hablaba con nadie. Sus soldados lo conocían. Sabían de sus angustias, pero también de su hidalguía y su honor. La palabra de Brown valía más que un documento. «A Lucifer debemos servir con sinceridad si hemos empeñado la palabra», decía.

Al combate de Los Pozos le siguió el de Quilmes. Allí fue cuando el almirante se ganó el apodo de «loco». Nadie esperaba la victoria ese 29 de julio. El único que estaba convencido de ella era Brown. Muchos años después dirá Bartolomé Mitre. «El almirante Brown, de pie sobre la popa de su bajel, valía para nosotros por toda una flota». No mentía ni exageraba. El poeta Guillermo Finney dijo entonces algo parecido sobre ese hombre que se paseaba como un espectro entre el humo y la metralla. «Pronto supo el enemigo/ quién estaba a bordo del bergantín República/ y comenzó a pensar/ si Brown era realmente un hombre.»

Cuando se firmó la paz con Brasil, Brown era el hombre más popular de Buenos Aires. Miraba las manifestaciones de adhesión a su persona con su típico escepticismo anglosajón. A su perspicacia no se le escapaba que muchos que ahora lo vivaban en otro momento habían aplaudido su detención y su condena. Lo sabía y lo aceptaba. Así le dijo un día su íntimo amigo: «This is a great country, but, what a pity, there are many blackguards» (Este es un gran país, pero, íqué lástima! hay demasiados bellacos).

En 1814, la caída de Montevideo salvó a la patria. Si esto no hubiera ocurrido, la flota de Fernando VII se habría dirigido al Río de la Plata. El responsable de aquella hazaña fue Guillermo Brown. Sin embargo, las crónicas de la época le otorgaron el honor al general Alvear.

Después de la guerra con el Brasil se hizo cargo del poder junto con Lavalle. Brown fue quien más insistió en que no se debía fusilar a Dorrego. No le hicieron caso y los resultados de esa barbaridad pronto lo habrían de pagar todos los argentinos. Cuando comprendió que el país marchaba a la guerra civil se retiró a su casa de Barracas. El guerrero más valiente, más temerario, prefería el exilio interno a manchar su espada con sangre argentina.

Se cuenta que para esa época lo fue a visitar a su casa de Barracas el general brasileño Juan Pascual Grenfell. El oficial no podía entender que el soldado que lo había derrotado, el almirante que para los brasileños era un mito, viviera en una casa tan modesta. Grenfell era rico y el gobierno de Brasil lo había colmado de honores. En algún momento se atrevió a preguntarle por qué no reclamaba una recompensa económica. Brown lo miró y su rostro se llenó de arrugas. Después le dijo: «No me pesa haber sido útil a la patria de mis hijos. Considero superfluos los honores y las riquezas cuando bastan seis pies de tierra para descansar de tantos dolores y fatigas».

Brown sabía de lo que hablaba. Sabía del silencio de la soledad y de los rumores de la locura. También del dolor y de la pena. El 27 de diciembre de 1826, su hija de diecisiete años se suicidó. Desesperada por la muerte de su novio se arrojó a las aguas del Río de la Plata. Como para que ningún detalle faltara a la tragedia, su novio, el oficial Francisco Drummond, herido en combate, murió en los brazos del almirante. En el cementerio protestante de Buenos Aires, a pocos metros de la tumba de Francisco está la de Elisa. Allí se puede leer: «Tus padres, admiradores de tus virtudes y que lloran tu desgraciado destino, inclinándose ante los mandatos de Dios, levantan este mármol sobre la tierra que cubre tus despojos».

Cuando Rosas llegó al poder y la soberanía nacional se vio amenazada por los franceses primero y los ingleses después, el viejo almirante abandonó una vez más su casa para servir a la patria. No era rosista. No usaba divisa punzó y jamás había visitado la residencia de Palermo. Sin embargo, Juan Manuel de Rosas, que sería dictador pero conocía el alma de los hombres, lo convocaba. Cuando los alcahuetes de la Santa Federación, le advirtieron que no es un federal de la primera hora, Rosas los despedirá con la siguiente frase. «El Bruno es loco, pero no es traidor… y además es un valiente».

Los unitarios exiliados en Montevideo no entendían por qué el almirante ayudaba a Juan Manuel. Curiosas paradojas de la historia. Brown era irlandés. Muchos de sus adversarios lo habían acusado de extranjero. Pero fue el extranjero el que se negó a participar en las guerras civiles y el que decidió defender a su patria cuando la vio amenazada por una potencia extranjera.

Los unitarios decidieron entrevistarlo para convencerlo de que estaba defendiendo una causa equivocada. Brown los recibió en el barco. Uno de los integrantes de la delegación era su propio hijo. Los argumentos de los doctores unitarios le resbalaron. En cierto momento, dio por concluida la charla y les dijo que podían regresar a sus barcos sanos y salvos. Uno de los visitantes se atrevió a pedirle un salvoconducto. Brown hizo silencio, lo miró y al rato respondió. «Yo no acostumbro a firmar nada. Con mi palabra de honor les basta y les sobra».

Después de este último servicio a la patria, Brown retornó una vez más a su quinta. Guillermo Enrique Hudson lo describirá parado en la puerta de su casa: esbelto, silencioso, blancos los cabellos. Mitre dirá de él: «Estoy deslumbrado por su sublime majestad, por esa noble figura que se levanta plácida después de tantas borrascas, aquella seguridad del alma, sin ostentación, sin amarguras, sin pretensiones… tenía ante mí algo más que un héroe».

Guillermo Brown murió el 3 de marzo de 1857. Murió como había vivido: con dignidad y sin ostentaciones. En silencio se preparó para «el viaje hacia el mar de la muerte». Cuando el padre Fahy le mencionó esa posibilidad le respondió con el lenguaje del hombre que siempre vivió en el mar: «Pronto he de cambiar de fondeadero… pero no se preocupen, ya tengo el práctico a bordo».

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