La masacre de Fátima

Los cadáveres estaban desparramados en cien metros a la redonda; la explosión de dinamita había hecho un pozo de más de un metro de profundidad. Todo era silencio y desolación en esa madrugada del viernes 20 de agosto de 1976. Fátima es un pequeño pueblito de no más de seis mil habitantes ubicado a pocos kilómetros de Pilar. Se llega a él a través de la Ruta 8. Más o menos a la altura del kilómetro 62 hay un desvío por un callejón de tierra hoy intransitable. Una caravana de vehículos integrada por un camión y tres Ford Falcon de escolta llegó al lugar alrededor de las cuatro de la mañana. Los hombres con traje de fajina se ocuparon de bajar del furgón a unas treinta personas que -según se supo después- ya estaban muertas. Antes de depositarlas en el suelo acomodaron varios cartuchos de dinamita que hicieron de improvisado colchón. Después encendieron la mecha y se retiraron del lugar como si estuvieran paseando. En efecto, no había por qué ponerse nerviosos: la impunidad estaba asegurada.

Los vecinos que luego se acercaron a curiosear, pronto fueron desalojados por tropas del ejército y de la policía. No obstante ello, Gregorio Ferré, médico forense de Pilar declaró poco tiempo después que los cadáveres -los pocos que se podían reconocer- tenían las manos atadas a las espaldas y los ojos vendados. También se dirá que cada uno de ellos tenía alojado un tiro de calibre 45 o de 9 milímetros en la nuca.

En agosto de 1976 episodios de este tipo no reclamaban investigaciones exhaustivas. Todos sabían quiénes eran las víctimas y quiénes eran los asesinos. Pero esta masacre fue diferente. Era la primera vez que el Ejército o -en este caso- la Policía Federal, recurría a una metodología propia de las Tres A, la organización terrorista organizada por López Rega con el aval de Perón. La metodología de los militares en este tipo de faenas era el secuestro y luego la desaparición; otra variante consistía en ultimarlos y luego informar que la víctima había intentado fugarse. Pero dinamitar los cadáveres y dejar ese testimonio del horror a la vista del público pertenecía a la distinguida currícula de las Tres A.

Uno de los empleados forenses que participó del relevamiento informó que en el lugar había un improvisado cartel con una sugestiva consigna: 30 x 1. Es decir, treinta muertos por cada uno de los caídos del ejército en la singular guerra sucia que estaba librando. Ahora, todo empezaba a tener sentido, un sentido siniestro pero sentido al fin. El día anterior había sido asesinado a la salida de su casa el general Omar Actis. El operativo criminal se lo atribuyeron en principio a Montoneros, aunque tiempo después se supo que los responsables de esa muerte pudieron haber sido sicarios de la Marina interesados en dejarle limpio el camino de la organización del Mundial de Fútbol previsto para 1978 al almirante Carlos Alberto Lacoste.

Lo sucedido debe de haber generado algún impacto en el interior de los militares atendiendo el tipo de respuestas que intentaron elaborar. Al principio, no se les ocurrió nada mejor que atribuir lo ocurrido a un enfrentamiento entre organizaciones subversivas. Ni las monjas de clausura podían tragarse semejante cuento. El comunicado del Ministerio del Interior a cargo del general Albano Harguindeguy intentó recurrir a una grosera ambigüedad con el objetivo de tranquilizar el frente externo: “Ante el nuevo hecho de violencia que significa la aparición en zona de Pilar de treinta cadáveres, el gobierno a través de este Ministerio repudia terminantemente este vandálico hecho sólo atribuible a la demencia de grupos irracionales que con hechos de esta naturaleza pretenden perturbar la paz interior y la tranquilidad del pueblo argentino, así como también crear una imagen negativa del país en el exterior. Para concluir, expresamos nuestra firme decisión de agotar en todos los medios a nuestro alcance para esclarecer los hechos y sancionar a los responsables”. Una obra burda de la hipocresía que por razones fáciles de atender, nadie podía salir a desmentir so pena de correr una suerte parecida a la de los muertos de Fátima.

Con la recuperación de la democracia y en marco de los informes de la Conadep, se iniciarán las primeras investigaciones que se paralizarán como consecuencia de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Recién en 2003, los jueces federales Rodolfo Canicoba Corral y luego Daniel Rafecas, procederán a reabrir la investigación. En febrero de 2006, Rafecas eleva el caso a juicio oral y allí se sabrá -entre otras perlas- que los principales responsables de esta masacre eran colaboradores y hombres de confianza de Harguindeguy, el autor del impávido comunicado oficial que terminamos de leer.

Regresemos a Fátima. Se procedió con la rutina de siempre. Los cadáveres fueron calificados de NN y enterrados en el cementerio de la localidad de Derqui. El diario Clarín en la edición del sábado 21 de agosto tituló en tapa “Aparecen en Pilar treinta cadáveres dinamitados”. Hoy seguramente escribiríamos otra cosa ante semejante tragedia, pero en agosto de 1976 poner en tapa esta noticia ya era bastante.

En el informe oficial, se dijo que los muertos eran treinta. Veinte hombres y diez mujeres. Se trataba en la mayoría de los casos de personas muy jóvenes. Muchos eran trabajadores, obreros de diferentes talleres, entre la que merece mencionarse la empresa Bendix. Como consecuencia del impacto de la explosión sólo pudieron reconocerse en su momento cinco cadáveres: Inés Nocetti, Ramón Vélez, Ángel Leiva, Alberto Comas y Conrado Alsogaray. Con el paso de los años -y sobre todo con el retorno de la democracia- hubo otros reconocimientos gracias al tesón de los familiares y la labor del Equipo Argentino de Antropología Forense. Así y todo, a la fecha hay trece personas que aún no fueron identificadas.

El juicio oral se iniciará el 29 de abril de de 2008 de la mano de los jueces del Tribunal Oral Federal número cinco, Guillermo Gordo, Daniel Obligado y Ricardo Farías. En julio de ese año, fueron condenados a reclusión perpetua los policías de la Superintendencia de Seguridad Federal (SSF) Juan Carlos Lapuyole y Carlos Gallone, mientras que Ángel Timarchi fue absuelto. La causa fue por privación ilegitima de la libertad y homicidio calificado por alevosía por su carácter de funcionario público.

Gallone intentó defenderse recordando a los presentes que él fue el policía cuya foto de octubre de 1982 abrazando a una madre de Plaza de Mayo circuló por el país y el mundo. Su alegato no convenció a nadie; es más, indignó a todos. No era para menos: a nadie le gusta ver a un asesino abrazando a una madre.

Durante las sesiones del juicio desempeñó una labor importante el ex policía Armando Luchina, quien al momento de perpetrarse el crimen se desempeñaba en la SSF de calle Moreno 1417. Según sus declaraciones, alrededor de las dos de la mañana de ese viernes 20 de agosto se apagaron las luces del edificio salvo las del ascensor y las de la playa de estacionamiento. Los presos fueron trasladados en el más absoluto silencio. Según Luchina, estaban drogados o sin conocimiento. En la playa de estacionamiento fue donde los mataron con un austero y eficaz tiro en la nuca a cada uno. Luego los cargaron en el camión y marcharon en dirección a Fátima. ¿Por qué ese lugar? No hay explicaciones certeras. Lo que se sabe es que la tarde del jueves sobrevolaron en la zona dos helicópteros, espectáculo aéreo que llamó la atención de los vecinos.

Para bien o para mal, Fátima se integró a la galería macabra de lugares donde personas indefensas fueron masacradas sin piedad. El siniestro tour del terror de Estado que supimos conseguir abarca una amplia geografía: Margarita Belén, Palomitas, Monte Grande, San Patricio, Pasco, sitios a los que podemos sumar Ezeiza, Trelew y León Suárez. Demasiadas tragedias para un país joven cuyos ciudadanos nos empecinamos en creer que nos merecemos un destino mejor.

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