La masacre de Margarita Belen

Fue una masacre planificada hasta en los detalles. Murieron 21 personas: 17 varones y 4 mujeres. Salvo una dirigente de las Ligas Agrarias, de 41 años, todas las víctimas tenían menos de treinta años. En su gran mayoría pertenecían a la Juventud Peronista y a Montoneros. Algunos habían participado del asalto al cuartel de Formosa; otros eran de Entre Ríos y estaban imputados por el asesinato del general Cáceres Monié. No se trataba de “inocentes”, eran militantes políticos, guerrilleros y más de uno había participado en operativos armados. Ninguna de estas causas justifica lo que les hicieron , es decir encarcelarlos, torturarlos hasta el delirio, castrar a cuatro de ellos y después matarlos como a perros en la soledad de la noche y en medio del campo.

Los derechos humanos no se practican con los amigos o con los inocentes, el respeto a los derechos humanos se practica fundamentalmente con los enemigos, con los culpables. Esta es una verdad que ni la derecha ni la ultraizquierda entienden. Unos y otros levantan la voz cuando sus derechos humanos son violados, pero ni unos ni otros vacilan en practicar y justificar la violación de los derechos humanos cuando se trata de sus enemigos. Por lo tanto, el toque de distinción, lo que distingue a un verdadero defensor de los derechos humanos de un oportunista es el trato que le da a sus adversarios o a sus enemigos políticos.

En 1994 estuve en Resistencia conversando de este tema con Lorenzo Avalos, el “Negro” Avalos, militante peronista de toda la vida y un querido amigo que hace unos años marchó al silencio. En algún momento de nuestras amenas tertulias en los bares de la ciudad me comentó que un compañero de su corriente política había estado detenido en la Unidad Penitenciaria Número 7 y había presenciado cómo ese sábado 11 de diciembre de 1976 ingresaban a la Unidad presos de diferentes lugares. Esa noche y la siguiente escuchó los gritos desgarradores de los torturados. En algún momento, algunos de ellos fueron trasladados a las celdas hasta nuevo aviso. Supuestamente luego los llevarían a la cárcel de Formosa.

A nadie se le escapó que el traslado era una excusa para aplicarles en el camino la “ley de fugas”. Un guardiacárcel le ha pasado en secreto a uno de los presos la lista de los que van a ser ejecutados. Los presos deliberaron para decidir lo que hacían. Se mocionó resistir la orden, no entregarlos. Alguien observó que en lugar de veinte muertos iba a haber doscientos. Observación dura pero objetiva. Conviene recordar que esto ocurría en diciembre de 1976, cuando el control militar era absoluto.

Después de los cabildeos del caso, llegaron a la dura decisión de que los presos debían marchar a su destino. Una orden de la organización Montoneros terminó de disipar las dudas: no se podía hacer otra cosa. Hubo despedidas y abrazos; seguramente algunas lágrimas y promesas de continuar en la lucha. Todos -los que se quedaban y los que se iban- sabían que se trataba de un viaje sin retorno.

Entre los uniformados también hubo contradicciones. El jefe de la alcaidía, Ramón Francisco Nuñez, se opuso a que los presos fueran fusilados en el establecimiento. Nuñez no tuvo ningún problema en que los mataran en el campo; tampoco había expresado escrúpulos morales en permitir que los torturaran, castraran a algunos de ellos y violaran a las mujeres, pero como buen burócrata interesado en cuidar su puesto no estaba dispuesto a que los ejecutaran en la unidad que estaba a su cargo. Un hombre prudente, como se dice en estos casos.

Hubo otras novedades. Ese domingo doce de diciembre un helicóptero de Casa de Gobierno inspeccionó la ruta 11. En la nave viajaban los oficiales Facundo Serrano, interventor militar de la provincia, Oscar José Zucconi y Alcides Larrateguy. Su misión era sencilla: ubicar el lugar apropiado donde sacrificar a las víctimas. Veinte años después, las comisiones investigadoras descubrieron el registro donde está asentado el permiso para usar el helicóptero. Hay otros datos macabros que dan cuenta de que nada quedó librado al azar. Ese fin de semana, en el cementerio de Resistencia, una cuadrilla de soldados cavó diez tumbas que quedaron abiertas a la espera de sus huéspedes.

Se supone que los dos camiones custodiados por un coche policial salieron de la cárcel alrededor de las cinco de la mañana. Amanecía y el día prometía ser caluroso. De todos modos, no era el clima la preocupación de los presos; tampoco la de sus verdugos. La caravana tomó por la ruta 11 y se detuvo en un cruce de caminos. Un letrero de Vialidad anunciaba hacia la derecha la proximidad de Margarita Belén, un pueblo de alrededor de cuatro mil habitantes.

Después ocurrió lo previsible: los detenidos fueron ejecutado a sangre fría. La mayoría con un tiro en la cabeza, aunque a algunos prácticamente los rociaron con plomo. La leyenda cuenta después los verdugos comieron un asado a la estaca para celebrar su hazaña. Lo que no es leyenda es el número de muertos y la justificación de la masacre: intento de fuga.

Según el parte policial, la caravana fue emboscada por un grupo de guerrilleros que abrieron fuego sobre los soldados desprevenidos. Como consecuencia del tiroteo murieron tres guerrilleros y hubo dos policías heridos. ¿Y los demás? Escaparon, responden los verdugos sin que se les mueva un pelo. Estuve con el Negro Avalos en ese cruce de caminos. Habían pasado casi veinte años, pero la sugestión del paisaje seguía gravitando. Ese horizonte de campo, aquella arboleda a la distancia, el camino de tierra que se abre hacia Margarita Belén, deben de haber sido las últimas imágenes que registraron las víctimas un segundo antes de ser asesinados. Como en una pesadilla, las imágenes aparecían delante de mis ojos: allí se detuvo la caravana, allí se bajaron los soldados, allí fueron muertos, uno a uno, los hombres y las mujeres.

Los primeros que supieron lo que había ocurrido fueron -como no podía ser de otra manera- los familiares. La esposa de Carlos Zamudio no creyó en el argumento sobre el intento de fuga porque había estado con su marido unos días antes y no podía caminar por los golpes que le habían propinado en la tortura. Cuando la esposa de Fernando Piérola se hizo presente en una unidad militar para preguntar por el destino de su marido, el policía que la atendió registró su nombre y la anotó como viuda.

El dirigente radical Víctor Marchesini, detenido en aquellos días en la Unidad Penitenciaria, declaró que los presos fueron fusilados. Pronto la verdad era conocida por todos, pero nada podía hacerse porque el poder de los militares seguía siendo absoluto. Pasarán seis o siete años para que el nombre de Margarita Belén se asocie con una masacre.

El retorno de la democracia precipitó los acontecimientos. En la Conadep había denuncias y los diferentes organismos de derechos humanos se hicieron cargo de lo sucedido aquel 12 de diciembre de 1976. El responsable de la ejecución, el que dio la orden de matar a los presos, fue el general Cristino Nicolaides, jefe de la Séptima Brigada de Infantería. El encargado de cumplir con los trámites prácticos de la faena fue el coronel Hornos. El interventor de la provincia, la autoridad política que estaba al tanto de lo que ocurría, era el general Facundo Serrano, cuya hija es la esposa del general Martín Balza. El secretario general de la intervención militar era el general Ricardo Brinzoni, quien años más tarde será designado comandente en jefe de las Fuerzas Armadas. Como se dice en estos casos: somos pocos y nos conocemos todos.

Para disipar cualquier duda pendiente, el policía Eduardo Ruiz Villaruso declaró haber participado en el operativo. Villaruso hizo esta confesión en su lecho de muerte. Sus palabras coinciden con la reconstrucción de los hechos y disipan las pocas dudas que quedaban. Por último, también se suma a la lista de los verdugos el médico Héctor Orlando Grillo, acusado de colaborar en las torturas mediante la determinación de la resistencia física de las víctimas; también, por firmar los certificados de defunción.

Para concluir habría que decir que el operativo de aniquilamiento reunió todas las condiciones que caracterizaron al terrorismo de Estado: secuestro, torturas, violaciones, ejecución y ocultamiento de las pruebas, por lo menos de las más visibles, porque el sentimiento de impunidad era tan grande que tampoco se preocuparon demasiado por borrar las huellas.

Insisto con el hecho de que los detenidos no eran angelitos. Según se mire, podían ser guerrilleros, luchadores sociales o terroristas. En cualquiera de los casos no merecían morir en esas condiciones. Los militares intentan justificar sus actos diciendo que estaban en guerra. Pues bien, ni en la guerra se recurre a esos métodos. Y en todo caso, quienes los practican luego serán juzgados como criminales de guerra.

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