Franja Morada, medio siglo de política reformista

Que una agrupación estudiantil, que en su momento se llamó Mura (Movimiento Universitario Reformista Auténtico) y hoy responde al nombre de Franja Morada, dirija durante medio siglo un centro de estudiantes, es algo que merece calificarse de asombroso, sobre todo en un país donde las iniciativas políticas y culturales suelen ser fugaces y plagadas de traiciones, como aquellos amoríos estudiantiles que lamenta uno de esos tangos plañideros y llorones que cantaba Carlos Gardel en los lejanos años treinta.

Cincuenta años de historia argentina podrían estudiarse desde este rincón ubicado en calle Cándido Pujato y conocido como la Facultad de Derecho. En este lapso, los jóvenes radicales atravesaron por todas las borrascas de un país que nunca se privó de padecer los rigores de las más diversas tempestades. Franja Morada se identificó desde su nacimiento con dos añejas tradiciones políticas: la UCR y el reformismo universitario, dos tradiciones que, más que un privilegio, significaron un desafío, en tanto ni la condición de radical ni la identidad reformista fueron atributos dados. Por el contrario, fueron identidades a construir, a contrapelo de dictaduras militares, borrascas populistas y cantos de sirena de un izquierdismo que, como los años luego se encargarían de probar, fue más una emboscada que una alternativa.

Ser radical en la universidad nunca fue un acto heroico o trágico pero tampoco fue gratuito o espontáneo. En todas las circunstancias, fue una elección, aunque para las exaltaciones y las desmesuras ideológicas de los sesenta, para el clima de rebeldía iconoclasta de una generación, el radicalismo fuera un plato desabrido, la manifestación anacrónica de una política destinada al fracaso o a justificar las injusticias de un orden al que no se vacilaba en calificar de execrable.

No, no era fácil la prédica a favor de la democracia, la paz y las transformaciones graduales. No era fácil ser radical en un universo cultural radicalizado. Y sin embargo se las ingeniaron para serlo. Algunos provenían de familias radicales, otros aprendieron a serlo en la militancia diaria. No fueron peronistas, claro está, pero no les gustaba que les dijeran gorilas. Jamás simpatizaron con el comunismo, pero les fastidiaba que los acusaran de macartistas. No fueron peronistas, pero alguna vez los vi trajinando con libros de Rodolfo Puiggrós y Abelardo Ramos. Y, dicho sea de paso, su rechazo al comunismo tampoco les impidió leer a Héctor Agosti o Ernesto Giúdice. Nunca despreciaron los libros, tampoco los sacralizaron ni los consideraron antagónicos de las alpargatas.

Tampoco resultaba sencillo ser reformista, adherir a esa tradición forjada en 1918, la única que con el paso de los años, los reveses y los desencantos, se reveló como un programa político viable para la universidad. Acosado por la derecha autoritaria y clerical, e impugnado por la izquierda revolucionaria, el reformismo sobrevivió gracias a las convicciones de un puñado de estudiantes y a la aceptación de una masa estudiantil que encontraba en ese reformismo la satisfacción de sus expectativas como estudiantes y futuros profesionales.

“Reforma, laicismo, antiimperialismo”, o, “Un solo grito, gobierno tripartito”, fueron algunas de las consignas de una épica laica que apostaba a las reformas progresivas en el campo del saber y en el campo de la sociedad. Pero el reformismo universitario fue también un programa alternativo a la proletarización estudiantil propuesta por la izquierda; o a la opción de tomar las armas para dar la vida por la revolución; o al compromiso villero, alabado por las versiones socialcristianas, en algunas de las cuales abrevaron quienes luego se habrían de definir como Montoneros.

El reformismo les enseñó a los estudiantes las virtudes de la democracia y el compromiso con las causas justas, pero no les exigió a cambio dejar de ser estudiantes o profesionales y mucho menos sacrificarse hasta perder la vida en los altares de la revolución. El político reformista, el “fuista”, fue la expresión de ese compromiso con la democracia y la sociedad cuya manifestación cultural será lo que muchos años más adelante se denominará -a falta de un término más apropiado- “progresismo”.

La defensa empecinada de estos principios le valió al Mura ser considerado la derecha del movimiento estudiantil. Curiosas paradojas de la política: la derecha del movimiento estudiantil fue al mismo tiempo considerada una inquietante izquierda para los sectores conservadores de la UCR, que siempre miraron con recelo a esa movilización juvenil que se expresaba con un lenguaje muchas veces ajeno a la venerable tradición partidaria.

Itinerarios insólitos de la política criolla. La derecha de los años sesenta se transformó en la izquierda democrática de los ochenta de la mano del alfonsinismo; y con una identidad que, sin dejar de ser radical, se tiñó con los colores de un socialismo democrático liberal y republicano. La derecha de la izquierda o la izquierda de la derecha, lo cierto es que en estos cincuenta años Franja Morada atravesó por todas las temporadas del infierno en un país que siempre pareció regocijarse por vivir en una permanente destemplanza.

En este itinerario de medio siglo, resulta notable que una agrupación política haya sobrevivido a dictaduras militares y gobiernos peronistas. Pero mucho más sorprendente que sobrevivir a Onganía y Lanusse, Perón y Videla, Menem y Kirchner, fue haber sobrevivido a los gobiernos radicales, una verdadera hazaña política para una práctica juvenil donde la oposición al poder se confunde con la rebeldía generacional, y por tanto el oficialismo es siempre el lugar más incómodo.

Es verdad que no fueron dóciles soldados de causas verticales. No lo fueron ni siquiera en los períodos de mayor identificación con sus jefes políticos. Educados en la cultura de las libertades individuales, no se alienaron detrás de un líder. Me consta que nunca ocultaron sus acuerdos y jamás disimularon sus disidencias. Protestaron, levantaron la voz, desobedecieron más de una vez, pero tuvieron la inusual virtud de no sacar los pies del plato.

Las diferencias con Alfonsín, Angeloz o De la Rúa no fueron las mismas, pero en todos los casos, y por diferentes motivos, fueron intensas. Asimismo, los “viejos” del partido se enojaron por sus estilos juveniles y bullangueros; más de una vez expresaron su fastidio por reclamos que consideraban impertinentes o injustos, pero nunca los echaron de la plaza, y jamás armaron bandas mafiosas para matarlos. Por el contrario, la vez que un burócrata sindical peronista y un candidato presidencial con muchas patillas y poca vergüenza, los acusó de ser cómplices del asalto al cuartel de la Tablada, todo el partido radical, desde el dirigente más conservador hasta el más progresista, cerró filas para defender a sus muchachos.

Sin ironías podría decirse que fueron alfonsinistas antes de que Alfonsín llegara a sus vidas. Así lo fueron los jóvenes de 1964, y así lo son los de ahora. En ese alfonsinismo, se jugó una identidad, una manera de vivir la política y de entender los cambios. Un alfonsinismo que fue, al mismo tiempo, una identidad, un emblema, una tradición y un programa a realizar.

El tiempo pasa, la vida es corta, las esperanzas se marchitan, pero cincuenta años, en cualquier caso, es mucho tiempo. Los jóvenes radicales que en 1964 ganaron el Centro de Estudiantes de Derecho hoy podrían ser los abuelos de los jovencitos que este año celebraron con su victoria electoral esta suerte de bodas de oro en la conducción política de un centro de estudiantes.

No exagero si digo que no conozco una experiencia semejante. Ni antes, ni ahora. La permanencia política de Franja Morada se legitimó siempre a través de elecciones limpias, en las que ninguna expresión política fue proscripta y todas dispusieron de las libertades más amplias para participar. En un país herido por las crisis recurrentes, la fragmentación social y política, el derrumbe de las ideologías, los fracasos y los desencantos, que un proyecto se haya sostenido durante medio siglo, resulta tan sorprendente como conmovedor.

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