Congreso de Tucumán: Fin de la revolución, principio del ordeno; E

El Congreso inició sus sesiones en Tucumán el 24 de marzo de 1816. No era el mejor momento para las Provincias Unidas. En Europa, había caído Napoleón y se consolidaba la Santa Alianza; Fernando VII había regresado al trono de España y amenazaba con invadir el Río de la Plata; y los movimientos revolucionarios de América latina habían sido derrotados. Dicho con otras palabras: estábamos solos y, por si esto fuera poco, hundidos en la guerra civil.

Los peligros eran tan inminentes que se llegó a poner en duda la conveniencia de realizar el Congreso en Tucumán. Después de la derrota de Sipe Sipe, el Alto Perú había quedado en manos de los godos y se temía una «atropellada» que llegara hasta la ciudad sede del congreso. El panorama se completaba con la disidencia armada de la Liga del Litoral y, como cereza del postre, la ocupación militar a la Banda Oriental por parte de los portugueses.

El único testimonio a favor del destino de las Provincias Unidas se expresaba en Cuyo, en donde San Martín seguía organizando el Ejército de los Andes. Una sola lucecita había quedado titilando en América, era ese proyecto militar.

En esas condiciones, inició sus sesiones el Congreso de Tucumán y en ese contexto, casi dos meses después, se declaró la independencia para todos los pueblos de América del Sur. Días después se agregó a la declaración de independencia el siguiente texto: «…y de toda otra dominación extranjera». Para disipar cualquier duda acerca de la vocación americanista de los congresales, las actas de la declaración se imprimieron en tres idiomas: español, quechua y aymará.

Los historiadores se preguntan cómo pudo ser posible que un Congreso convocado por los sectores más conservadores de la política porteña haya podido promover la decisión más audaz del movimiento revolucionario. La teoría de «la huida hacia adelante» tal vez sea la que mejor explique esta decisión. Digamos que para 1816, conservadores y revolucionarios sabían que el movimiento emancipador no tenía retorno. Más allá de disidencias internas, quedaba claro para todos que si los godos se decidían a invadir el Río de la Plata a la hora de ajustar cuentas no iban a andar preguntando quién era conservador o de izquierda; todos iban a correr la suerte que la monarquía le asignaba a los rebeldes.

Por su parte, San Martín y Belgrano, entre otros, insistían en la necesidad de declarar la independencia porque no querían dirigir a un grupo de hombres alzados en armas sino a ejércitos de una nación libre y orgullosa. La independencia no eliminó los problemas existentes, pero templó los ánimos y despejó algunas incógnitas respecto de la vocación revolucionaria de los patriotas. Un mes más tarde, para que nadie tenga dudas de que el 9 de julio era el último acto revolucionario, el mismo congreso, con los mismos diputados aprueban una declaración que se inicia con la siguiente frase: «Fin de la revolución, principio del orden».

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