La declaración de la independencia

Nunca se sabrá si a la Independencia la declararon por convicción o por necesidad. En política, estos valores a veces se confunden. Lo que está fuera de discusión es que dieron este paso en uno de los momentos políticos más difíciles. Tal vez fue la conciencia del peligro lo que los impulsó a esta huida hacia adelante. No deja de ser paradójico que la Asamblea Revolucionaria del año XIII no haya podido hacer lo que luego se hizo promovido por instituciones de signo conservador como el Cabildo de Buenos Aires.

La independencia se sancionó en la soledad política más absoluta. Para 1816, en Europa los que mandaban eran los enemigos de las revoluciones sudamericanas. Caído Napoleón, la ideología dominante era la de la Santa Alianza. En España, Fernando VII prometía una invasión al Río de la Plata donde el destino de los revolucionarios Ämoderados o noÄ era la horca o el paredón.

Si los vientos que soplaban en el mundo eran desfavorables, en América eran inclementes. Todos los movimientos emancipadores habían sido derrotados. Morelos había sido fusilado en México; Bolívar estaba exiliado en Haití; el Alto Perú estaba en manos enemigas y en Chile había caído el gobierno de los Carreras. Para decirlo sin eufemismos: estábamos solos. Solos y peleados entre nosotros. La Banda Oriental, levantada en armas por Artigas, extendía su influencia a todas las provincias del litoral. En octubre y noviembre de 1815 el Ejército del Norte era derrotado en Venta y Media y Sipe Sipe.

El único aliado que nos quedaba era Gran Bretaña. La base territorial del león inglés era lo que luego se conocería como Brasil. Por razones económicas, los diplomáticos británicos estaban interesados en sostener la independencia de estas tierras, pero no se mostraban dispuestos a jugarse demasiado. Inglaterra sabía mejor que nadie que el objetivo de toda política exterior no eran los ideales sino los intereses.

La única lucecita prendida en todo el continente era la que alentaba San Martín en Mendoza organizando el Ejército de los Andes. Lo demás era soledad y derrota. La conciencia de que no había retorno era lo que impulsaba a los dirigentes, incluso a los más conservadores, a tomar la decisión más atrevida y radicalizada de nuestra historia política. No sería la primera ni la última vez que los conservadores concretarían aquello que los progresistas, por un motivo u otro, no han podido o no han sabido hacer.

La convocatoria para el Congreso que sesionaría en Tucumán fue hecha por el director supremo Alvarez Thomas. En esos meses, y debido a la crisis abierta en Santa Fe, él sería destituido y en su lugar se designaría a Antonio González Balcarce.

El Congreso iniciará sus sesiones el 24 de marzo de 1816. El sistema de designación de los congresales no fue el de un cantón suizo, pero para los criterios de la época resultó bastante representativo. Como dijera Joaquín V. González: «Es justo decir que el Congreso de Tucumán ha sido la asamblea más nacional, más argentina y más representativa que haya existido jamás en nuestra historia».

Todos los hombres que participaron de estas jornadas fueron importantes, pero a la hora de decidirse por los que más gravitaron no cabe duda de que éstos fueron San Martín y Belgrano. Como suele ocurrir en asambleas de este tipo, no todos estaban convencidos de los pasos a dar. A los temores y vacilaciones propios de esas circunstancias se sumaba en más de uno el desconocimiento de los hechos. Quienes siempre tuvieron en claro que el objetivo de Tucumán era la Independencia, fueron San Martín y Belgrano. Uno desde Mendoza, el otro desde Tucumán, ambos hicieron valer toda su autoridad para convencer a los diputados de que se debía dar ese paso.

Una de las primeras decisiones trascendentes de ese Congreso fue la designación de Juan Martín de Pueyrredón como director supremo. En la sesión del 3 de mayo de 1816, se resolvió su nombramiento. Con Pueyrredón, San Martín instalaba en la cumbre del poder a un aliado estratégico para su proyecto libertador. Allí también se definió una autoridad que habría de asegurar un mínimo de gobernabilidad a las Provincias Unidas después de por lo menos tres años de discordias permanentes.

Algunos historiadores aseguran que la decisión de declarar la Independencia se resolvió en la sesión secreta del 6 de julio. En la oportunidad, los congresales se reunieron con Belgrano para conocer su opinión. Belgrano había llegado de Europa en febrero de 1816. Él y Rivadavia habían integrado una de esas misiones diplomáticas destinadas a legitimar nuestra situación en el Viejo Mundo. Ahora conversaba con los congresales y les informaba lo que ocurría. Los diputados preguntaban, Belgrano respondía. La sesión duraría horas, pero al concluir, todos estaban convencidos de que el único camino que quedaba era declarar la Independencia. «Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas», le escribía San Martín al diputado Godoy Cruz.

El 9 de julio, en la célebre casa que pertenecía a la familia Bazán, era declarada la Independencia. La propuesta fue aceptada por unanimidad. Todos eran conscientes del paso que acababan de dar. A nadie se le escapaban los riesgos que corrían. Para colmo de males, en la segunda semana de mayo el general portugués Lecor Äal frente de doce mil soldadosÄ había invadido la Banda Oriental. Para algunos historiadores, Buenos Aires fue cómplice de la intervención. Tal vez sea cierto. Pero habría que agregar que la primera traición que sufrió Artigas no fue la de Buenos Aires sino la de sus propios colaboradores, empezando por las autoridades del cabildo de Montevideo. Y continuando con sus principales lugartenientes, quienes no tuvieron empacho en pasarse con armas y bagajes a la corte brasileña.

La Independencia se declaró con la ausencia de todas las provincias del litoral. Santa Fe había designado los diputados para Tucumán, pero los incidentes con Viamonte y Díaz Vélez la volcaron hacia Artigas. Córdoba, honrando a la fama que la ha hecho célebre, estuvo en los dos lados: en Tucumán y en el Congreso de Arroyo de la China auspiciado por Artigas.

La invasión de Portugal despertó sospechas entre los diputados. No sólo se hablaba de la complicidad de Buenos Aires para sacarse de encima a un enemigo molesto, sino también de instrucciones dadas al sinuoso diplomático Manuel García para que las Provincias Unidas quedasen de algún modo bajo la órbita portuguesa. Son estas desconfianzas las que impulsan a agregar, una semana más tarde, en la declaración del 9 de julio, un párrafo sugestivo: «Se declara la Independencia de Fernando VII; sus sucesores y metrópoli…y de toda otra dominación extranjera».

Un detalle a tener en cuenta: el texto de la declaración se imprimió en tres idiomas: castellano, quechua y aymará. La Independencia era para todos los pueblos de Sudamérica y no sólo para las Provincias Unidas. Nadie debería sorprenderse por esta novedad. Como dice el historiador Chiaramonte, lo que predominaba en esos hombres era la idea de provincia o la visión hispanoamericana. La Nación será el producto de un largo proceso. Recordemos que este concepto de filiación romántica recién empezará a tener vigencia después de 1830. Para 1816, había Independencia, pero no había Nación.

Para la primera semana de agosto concluyeron las audacias políticas. «Fin de la revolución, principio del orden» decía la declaración. Traducido al lenguaje político, esto quería decir que el período de cambios había concluido. Ahora se imponían las exigencias del orden. ¿Qué orden? El que con inusual precisión anunciara Manuel García: «Ha llegado la hora de que el poder económico se identifique con el poder político». Esto significaba que el poder debía retornar a las clases propietarias. Basta de intelectuales desaforados y de aventureros políticos. La profecía de García se cumplirá trece años después. El hombre que expresará esa reconciliación entre el poder político y el económico será Juan Manuel de Rosas.

Mientras tanto, en Tucumán, la declaración de la Independencia se formalizaba el 21 de julio. A la noche hubo una gran fiesta de gala. El baile duró toda la noche. Hubo un despliegue de miriñaques peinetones, casacas y faldas. Hubo un rumor de palabras y sonrisas. La noche estaba estrellada y la música de los violines y el piano la hacían más dulce. En las galerías y los patios, se paseaban las mujeres más hermosas de Tucumán. Allí estaban Cornelia Muñecas, Teresa Gramajo, Lucía Aráoz. Según las crónicas, la más bella de todas era Teresa Helguero. Todos la miraban, pero ella sólo tenía ojos para Manuel Belgrano. Esa noche, Belgrano bailó con la más bella y en algún momento se retiraron. De todos esos arrumacos vendría una niña al mundo. No la censuremos a la pobre Teresita por ese pecado. No todas las chicas habían tenido la oportunidad de pasar una noche con Belgrano. Tampoco seamos injustos con el creador de la bandera. El hombre venía con el corazón destrozado por los desaires de madame Pichegrú. Por otra parte, Belgrano podía darse esos lujos. Además de prócer y buen mozo, era un muchacho soltero.

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