Durante casi cuatro décadas Alberto Barceló, don Alberto, fue considerado con justicia el patrón de Avellaneda. Diputado, senador, frustrado candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires, su feudo fue en todas las circunstancias la intendencia de Avellaneda, creada en 1906 gracias a las gestiones de Marcelino Ugarte, uno de los más consagrados caudillos conservadores de la provincia de Buenos Aires.
Barceló nació en Barracas en diciembre de 1873. Se dice que su padre fue oficial de Urquiza en la batalla de Caseros y que pocos años después emigró con toda su familia a Buenos Aires para instalarse en Barracas. En 1908, su hijo fue elegido intendente de Avellaneda, cargo que ocupará en cinco ocasiones, alternando con funciones legislativas, aunque a decir verdad, don Alberto nunca se fue de Avellaneda, ciudad donde gobernó como un señor de horca y cuchillo hasta los primeros años de la década del cuarenta.
Las fotos que pude ver de él recuerdan al personaje interpretado por Arturo García Buhr en la película “Fin de fiesta”, novela escrita por Beatriz Guido y que filmará su marido, Leopoldo Torre Nilsson, en 1960. Si Barceló recuerda a García Buhr, su mano derecha, su operador político en los bajos fondos, sicario y recaudador a tiempo completo, Juan Ruggiero, está muy bien representado en la figura de Lautaro Murúa, siempre impecable para calzar el funyi, llevar la pistola en el cinto y el puñal en el saco.
A principios del siglo veinte, Avellaneda no tenía más de sesenta mil habitantes. Territorio de trabajadores, hampones, malevos y compadritos, fue creciendo a saltos a impulso del modelo primario exportador. Los frigoríficos alternaban con los prostíbulos y garitos; la militancia anarquista y socialista se contrastaba con la actividad de rufianes, tahúres y cafishos. En ese clima, en ese escenario tensionado por el aluvión inmigratorio, las necesidades sociales y el hampa, fue donde se desenvolvió don Alberto.
Barceló expresó mejor que nadie los límites y vicios del orden conservador que controló la política de la provincia de Buenos Aires, y en algún momento, del país, durante las primeras décadas del siglo pasado. Alto, delgado, dueño de un señorío criollo que hasta sus enemigos le supieron reconocer, fue el político que entendió rápido que para gobernar necesitaba recursos que, según su particular visión de la realidad, sólo podían obtenerse del juego y la prostitución.
El clientelismo conservador de Avellaneda fue en ese sentido un ejemplo de construcción del poder político, un modelo que con las adaptaciones del caso sobrevive en lo que hoy conocemos como el conurbano. La maquinaria política tenía un vértice en don Alberto y de allí se desplegaba en una red de comités que, en más de un caso, actuaban como tales en los días de elecciones, porque el resto del tiempo eran salas de juego, reñideros de gallos o prostíbulos.
Ruggiero fue la mano derecha de Barceló en esos ambientes. Hijo de padres napolitanos, antes de la mayoría de edad ya disponía de un interesante prontuario policial por asaltos y actos de violencia. En su momento, don Alberto le confió el control del comité de la calle Pavón 252, la base política en la que se manejaba desde los prostíbulos hasta los reñideros, las carreras de caballos y los garitos. Ruggiero allí llegó a ser un maestro.
El hombre además de guapo era popular. Él mismo pagaba de su bolsillo los sueldos de policías; él mismo se encargaba de poner en línea a los insurrectos, y para el caso poco importaba que fueran hampones, militantes socialistas o dirigentes radicales. Los excesos de Ruggierito nunca fueron castigados. Para eso, estaba la mano maestra de don Alberto siempre tendida generosamente para persuadir en las tertulias del Jockey a jueces, comisarios o políticos con ínfulas de escrupulosos.
Barceló puede ser entendido como el producto de una época, pero más allá de esas consideraciones no está de más tener presente que sus vicios se combinaban con un estilo particular de ejercer el poder que sólo era posible en esa Argentina tumultuosa, caótica y aluvional. Los conservadores supieron entonces expresar mejor que nadie esa relación entre poder, orden y demagogia social.
Hijo de su tiempo, Barceló gozó del respeto y el reconocimiento de sus pares políticos, incluso de sus adversarios más duros. No fue un hombre culto, por el contrario, se habla de que no concluyó los estudios primarios, pero era consciente de sus límites que los compensaba con su perspicacia, su sagacidad para entender a la gente de su tiempo. Barceló llegó donde llegó porque a su maquinaria de poder le sumaba un estilo para relacionarse con la clase dirigente y los factores de poder a los que siempre respetó, pero nunca se prestó a ser un títere de ellos.
El hombre siempre se jactó de ser amigo de los amigos, de ayudar si era necesario a sus rivales y de dar una mano cada vez que era posible hacerlo. Su billetera, y algo más que su billetera, siempre estaba disponible para todos; su residencia, levantada frente a la plaza principal de Avellaneda, era de puertas abiertas todos los días de la semana, desde mediodía hasta la noche. Allí se confundían políticos, jueces, rufianes, mujeres de la vida. Alguna vez, por esos salones supo cantar Carlos Gardel, amigo del alma de Ruggiero.
Don Alberto entonces se comportaba como un gran señor; siempre de saco y corbata, el pelo gris y el bigote canoso, serio, de pocas palabras, amable con sus invitados y generoso con todos. Cuando murió, en 1946, sus únicas propiedades fueron esa casa y la quinta de Monte Grande, las dos hipotecadas. Todo el dinero habido a través del juego y la prostitución lo gastó haciendo política. La marca de un estilo de época.
La amistad fue su culto. Cuando después del golpe de Estado de septiembre de 1930 el gobernador radical de Buenos Aires, Nereo Crovatto, era buscado por la policía y el ejército, Barceló le permitió que se ocultara en su quinta de Monte Grande. Raúl Oyhanarte cuenta que cuando Hipólito Yrigoyen, entonces en Uruguay, se enteró de que su correligionario iba a ir a Avellaneda le dijo: “No deje de saludar en mi nombre a don Alberto”. Hoy, esas atenciones nos parecen extrañas. Yrigoyen y Barceló habían sido enemigos, sus seguidores se peleaban con facón y pistola en los comités, la maquinaria del fraude conservador era impiadosa; sin embargo, en un punto, estos dirigentes se reconocían y a su manera se respetaban.
En octubre de 1933, Ruggiero fue asesinado en la calle. Ocurrió un domingo a la nochecita. Regresaba del hipódromo con su chofer y su guardaespaldas. Se detuvo en la casa de su novia, y a la salida un hombre le disparó por la espalda. El famoso Chevrolet azul se perdió luego por calle Pavón. El lunes, a las tres de la tarde, Ruggiero fue llevado al cementerio en una ciudad donde todos los comercios y edificios públicos cerraron sus puertas. Una multitud nunca vista salió a la calle. Al féretro, envuelto con la bandera argentina, lo cargaron a pulso. Toda Avellaneda, la Avellaneda de la noche y del hampa, del juego y de los prostíbulos, de los policías bravos y de los otros, se hizo presente para despedir al hombre que habían respetado, temido y querido. En el cementerio, la regente de El Farol Colorado, el célebre lupanar de la isla Maciel cantado por Gardel y poetizado por Cadícamo, lo despidió diciendo: “Chau Ruggerito, con vos se va el último macho de Avellaneda”.
¿Quién lo mató? Nunca se supo, pero se sospecha que la mano de don Alberto no fue ajena a ese crimen. Ruggiero era popular, pero le sobraban enemigos. Así y todo, se hace difícil imaginar que alguien se le hubiera animado sin el consentimiento de don Alberto. Se asegura al respecto que Barceló decidió eliminarlo porque sus ambiciones políticas iban más allá de lo consentido. La historia cuenta que en algún momento Ruggiero le había informado a su jefe que iba a presentar candidatura propia. Alberto lo escuchó y lo despidió en la puerta con un apretón de manos. Después habló en voz baja con uno de sus hombres. “Tras cartón está la muerte” , como dice Carlos del Púa.