La conferencia de Guayaquil

Las versiones edulcoradas de la historia afirman que en Guayaquil José de San Martín se vio obligado a renunciar a su empresa libertadora para darle lugar al ambicioso de Simón Bolívar. Algo de verdad hay en el tema de la vanidad de Bolívar. Pero sólo algo. Nadie debería asombrarse por ello. Los políticos y los jefes militares son ambiciosos y algo ególatras. Pero reducir lo ocurrido en Guayaquil a una cuestión de temperamentos es, en el más suave de los casos, una simplificación. O una manipulación.

Las charlas de Bolívar con San Martín en Guayaquil fueron privadas, pero no secretas. La correspondencia de ambos permitió conocer el objetivo de la reunión y los motivos de su desenlace. El supuesto misterio de Guayaquil es una exageración. Las reuniones celebradas el 26 y el 27 de julio de 1822 fueron tan secretas como suelen ser las reuniones de todos los jefes militares cuando están por decidir cuestiones de trascendencia frente a un enemigo tenaz y poderoso. Otorgarle al misterio una categoría política es un lugar común, casi una redundancia. ¿O suponían que los dos jefes militares iban a convocar a una asamblea popular para decidir cómo continuar con la guerra? ¿O que iban a llamar a una conferencia de prensa para anunciar los próximos pasos militares a dar?

San Martín y Bolívar no se despidieron como enemigos. Tampoco como íntimos amigos. El trato podría decirse que fue políticamente correcto. Pero ni las amabilidades dulzonas de uno ni la cordialidad diplomática del otro autorizan a afirmar que no hubo diferencias. Concretamente, San Martín fue a Guayaquil a solicitarle a Bolívar apoyo militar para continuar la guerra contra los realistas dirigidos por los generales Canterac y De la Serna. Bolívar le negó esa asistencia. Dio muy buenas razones, argumentó con elocuencia, pero lo cierto es que lo que ofreció estaba muy lejos de satisfacer las expectativas militares de San Martín.

La tarea de un historiador es esforzarse por escudriñar las razones políticas y sociales que justificaron aquella decisión. La personalidad de los protagonistas, sus ambiciones, sus fobias, sus miserias, son datos importantes, pero el relato histórico no se puede reducir a un informe psicológico. Es importante ampliar la mirada y esforzarse por entender que las decisiones políticas de los grandes hombres obedecen a determinadas necesidades que en general exceden la aventura individual del héroe.

La primera pregunta que correspondería hacerse en este caso es por qué San Martín se fue y Bolívar se quedó. San Martín pudo haber sido modesto, pero era un militar que sabía lo que quería y sabía cómo defenderlo. Si hubiera contado con recursos o la relación de fuerzas hubiese sido otra, es muy probable que su comportamiento hubiera sido distinto. San Martín era un jefe militar y político. Sabía ejercer la autoridad y conocía los secretos del poder. Llegado el caso podía ser astuto, intrigante e inflexible. El general que organizó el Ejército de los Andes, el que liberó a Chile y desplegó en el Perú su genio diplomático no puede ser reducido a la condición moral de hombre austero.

Salgamos de Guayaquil y tratemos de mirar un poco más lejos para saber en qué condiciones llegaron estos hombres a Guayaquil. Después de recuperar el puerto de El Callao, San Martín le escribió a su amigo Bernardo O’Higgins. Allí le decía, entre otras consideraciones: «‘En conclusión. Yo ya veo el término de mi vida pública y voy a tratar de entregar esta pesada carga en manos seguras y a retirarme a un rincón a vivir como un hombre».

Estas palabras fueron escritas casi un año antes de la Conferencia de Guayaquil. San Martín ya hablaba de retirarse. No estaba deprimido, mucho menos derrotado. Lo que percibía era que su situación en Perú se volvía cada vez más complicada. Protector Supremo, jefe militar máximo, disponía de los atributos formales del poder, pero lo cierto es que ese poder estaba cuestionado por todos lados. En principio, sólo controlaba la costa. El interior del Perú estaba en manos de los realistas. No terminaban allí los problemas. A la amenaza de los enemigos externos se sumaban las disensiones en el frente interno. Las disensiones y las traiciones. Lord Cochrane sublevaría a la Armada y prácticamente lo dejaría sin barcos.

Los oficiales del Ejército libertador le reprochaban actuar con pasividad ante los españoles. Hasta el general Gregorio de las Heras se le puso en contra. Desde Buenos Aires las noticias que llegan eran las previsibles: «Ni agua para el jefe militar que se negó a ayudar a Buenos Aires en 1820».

Entre la clase dirigente peruana su situación tampoco era cómoda. Los rumores y maledicencias en su contra crecían en agresividad. Se lo acusaba de arrogante, vanidoso, corrupto y libertino. El romance con Rosita Campusano era la comidilla de las señoras de Lima. Sus paseos en una soberbia carroza tirada por seis caballos parecían justificar los rumores sobre su ambición monárquica.

San Martín estaba acostumbrado a esas ingratitudes. Conocía como nadie las miserias del alma humana y por lo tanto las campañas difamatorias no lo afectaban demasiado. Los rumores que en Perú circulaban contra su persona, no serían diferentes de los que un año después darían vueltas por Buenos Aires. También en este caso San Martín soportará con temple espartano las calumnias.

Su fortaleza moral no le impedía percibir que la situación política y militar en Perú era cada vez más débil. La estrategia de coincidir con Bolívar en el avance de uno desde el norte y el otro desde el sur, no era nueva, pero por entonces se reactualizaba. En su momento Monteagudo y Mosquera habían firmado un tratado de «unión, liga y federación perpetua». San Martín entendía que había llegado la hora de hacer efectivo ese proyecto.

El 19 de enero de 1822 delegó el gobierno en el marqués de Torre y Tagle. El 6 de febrero se embarcó rumbo a Quito para conversar con Bolívar, pero a último momento se enteró de que la reunión no podía hacerse. San Martín regresó a Lima pero no reasumió el mando. Recién lo haría en agosto. Un mes más tarde, es decir, el 20 de septiembre, renunciaba definitivamente. Para entonces la conferencia de Guayaquil ya se había celebrado y San Martín sabía que no le quedaba otra alternativa que el retiro.

En octubre de 1820 la ciudad de Guayaquil fue ganada por los patriotas. Al otro día empezaron las disensiones internas. Un sector de la clase dirigente pretendía que la ciudad se integrara a Colombia; el otro sector planteaba que Guayaquil debía ser una ciudad peruana. Bolívar llegó a Guayaquil el 11 de julio y decidió que la ciudad sería parte de la gran Colombia. San Martín acusó el golpe. Desde Perú lo presionaban para que defendiera a los militares properuanistas de Guayaquil. Bolívar ganó la partida y al otro día le escribió diciéndole que lo esperaba en tierra colombiana.

San Martín sabía que llegaba a Guayaquil en inferioridad de condiciones. Bolívar estaba atravesando por su mejor momento. Los dioses parecían estar de su parte. Las victorias militares en Pichincha y Bombona le habían otorgado un poder que San Martín estaba muy lejos de poseer.

San Martín llegó a Guayaquil el 25 de julio. Bolívar lo recibió con todos los honores, pero imponiendo sus reglas de juego. El viernes 26 de julio se reunieron los dos hombres a solas. La entrevista duraría una hora y media. Al día siguiente conversaron desde las dos de la tarde hasta las cinco. No se conocen los detalles de las charlas porque no hubo testigos. Sí se sabe que San Martín le reclamó apoyo militar para concluir la campaña en Perú. Bolívar le ofreció 1.700 hombres. San Martín consideró que, con esa cifra, no tenía ni para empezar. Atendiendo a la negativa de Bolívar, propuso unir las fuerzas y se manifestó dispuesto a actuar de subordinado. Bolívar tampoco aceptó esa oferta. Sus argumentos, si bien atendibles, no dejaban de ser formales. Sin duda que la ambición estuvo presente, pero también estuvieron presentes las relaciones de fuerza. Bolívar no tenía un frente interno homogéneo, pero su situación era mucho más sólida que la de San Martín.

El héroe de Chacabuco y Maipú estuvo apenas dos días en Guayaquil. Los chismosos dicen que esas horas le alcanzaron para enredarse en una cálida aventura amorosa con la bella Carmen Mirón y Alagón, una niña de la sociedad de apenas veinte años. El chisme no está probado. Tampoco está refutado.

La noche del 27 de julio el Ayuntamiento ofreció un baile. Bolívar lució sus condiciones de bailarín y hombre de mundo. San Martín no estuvo cómodo en la fiesta. Nunca lo estuvo. En algún momento le dijo a su edecán: «No aguanto más este bullicio». Era la una de la mañana. Con discreción, sin llamar la atención, San Martín se retiró de la fiesta. Era de noche y hacía frío. Caminó por las calles de Guayaquil hasta el puerto, envuelto en su capote. Fue la caminata de un hombre solo. En la madrugada del 28 de julio la nave Macedonia partió con rumbo a Lima. En algún momento le dijo a un colaborador: «Bolívar nos ganó de mano». Hasta el día de hoy, los historiadores están tratando de interpretar el significado profundo o superficial de esa frase.

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