La Constitución de Cádiz de 1812

Tuvo más fama que vigencia. Rigió de 1812 a 1814. Fernando VII -llamado “el Deseado” por los propios liberales- la derogó de un plumazo y mandó a la cárcel a los diputados de las Cortes. “El Deseado” pasó al llamarse “el Felón”. Apodos más, apodos menos, nunca dejó de ser el rey más popular de la historia de España. También el más reaccionario. ¿Sorprendente? No tanto. Ya en el siglo XVIII se registran importantes antecedentes de políticos reaccionarios apoyados por multitudes. Así fue con Fernando. Y así será luego con su hermano Carlos.

En 1820, Fernando VII organizó un ejército para marchar a América y sofocar los movimientos independentistas. Las tropas, en vez de ir a América marcharon hacia el Palacio Real dando inicio al llamado “Trienio liberal”. El héroe de la jornada fue el general Rafael de Riego, ejecutado luego en 1823. Desde esa fecha hasta 1833 los historiadores españoles hablan de la “década ominosa”, calificada así, entre otras cosas, porque la primera decisión del monarca fue derogar la constitución de 1812.

En 1833 muere Fernando VII y se inician las guerras de sucesión. O lo lo que se conoce como la primera guerra carlista. En 1836, la reina María Cristina de Nápoles implanta nuevamente la constitución liberal, pero por muy poco tiempo, ya que en 1837 se sanciona un nuevo orden constitucional que retoma muchas disposiciones de la carta de 1812..

La Constitución de Cádiz, conocida como “la Pepa” porque se sancionó el 19 de marzo de 1812, día de San José, fue el paradigma del liberalismo español a lo largo de su historia. En efecto, se la mencionaba cada vez que había que referirse a las grandes conquistas del liberalismo o a los daños que el liberalismo produjo en España. Masones, liberales y demócratas la reivindican hasta el día de hoy; clericales, falangistas y reaccionarios de todo pelaje, la consideran nefasta.

“Viva la Pepa” será el grito de batalla de liberales, socialistas y masones, pero curiosamente “Viva la Pepa” será para clericales y reaccionarios la frase que expresará ausencia de orden, relajamiento de hábitos morales, vida licenciosa y sin límites. Muchos de quienes hoy suelen recurrir a ese giro para referirse a determinados excesos ignoran que la expresión fue acuñada en la España de aquellos tiempos.

También la palabra “liberalismo”, como concepto institucional fue forjado en esas jornadas. Se dice que los españoles no sólo acuñaron la palabra “liberalismo”, sino que pusieron en práctica por primera vez el concepto de guerra de guerrillas. Se trataba de una singular estrategia de resistencia a la ocupación francesa basada en el conocimiento del terreno, la solidaridad de la población campesina y los ataques sorpresivos contra un ejército profesional.

Ciento treinta años después, cuando España se hundía en la guerra civil, los republicanos agitaban como canción de gesta el “Trágala”, palabra del poema que los liberales españoles habían levantado contra Fernando VII en 1820 y cuyo estribillo repetía una y otra vez: “Trágala perro”. También es de esa época el “Himno de Riego”, que los brigadistas internacionales cantaban a viva voz en las trincheras.

Como se podrá apreciar, “la Pepa” dio que hablar, pero a los primeros que su leyenda seguramente habría de sorprender sería a los muy moderados constitucionalistas que sesionaron en la isla de León al principio y en Cádiz luego, desde septiembre de 1810 hasta marzo de 1812, fecha en que la promulgaron dominados por sensaciones tan encontradas como el orgullo nacional y el miedo.

¿Fue tan así? Conviene recordar que la convocatoria a la constituyente se realizó en un contexto de derrota. Después de la ocupación francesa y de la rebelión española del 2 de mayo de 1808, el marco institucional de la resistencia española a la invasión se formalizó a través de las Juntas. La resistencia fue heroica pero no exitosa. En septiembre de 1808 los españoles derrotaron a los franceses en la batalla de Bailén, pero a partir de allí sufrieron una sucesión de derrotas militares que obligó a la Junta Central retroceder de Aranjuez a Sevilla y de Sevilla a Cádiz. Es en ese clima contradictorio de derrota pero de recreación de las ideas liberales, cuando se convoca a una constituyente como consecuencia de la presión insistente de las logias masónicas.

No obstante ello, no serán los liberales más radicalizados o los demócratas avanzados los que llevarán la delantera. Por el contrario, predominaban los conservadores y tradicionalistas. Según los datos disponibles, en las sesiones realizadas en el Oratorio de San Felipe participaron alrededor de trescientos diputados. La composición política era la siguiente: noventa sacerdotes cincuenta y seis juristas, cuarenta y nueve altos funcionarios, treinta militares y catorce nobles. Los oradores que se destacaron fueron Agustín Argüelles, José Blanco White, Gaspar Melchor de Jovellanos. Otro dato merece tenerse en cuenta: había sesenta diputados americanos. Algunos de ellos protestaron porque estimaban que la representación de los americanos no era proporcional al número de habitantes. No iba a ser la única disidencia, pero en algún momento parecerá ser la principal.

Los enemigos de “La Pepa” la acusaban de ser una copia de la constitución francesa de 1791. No es verdad. O, en todo caso, es una verdad exagerada. Al respecto, no se debe perder de vista que los españoles estaban luchando contra la ocupación francesa que decía reivindicar los valores de la revolución de 1789. Coherente con esa publicidad, en 1809 Napoleón había sancionado en Bayona una constitución española que era un modelo de liberalismo avanzado, aunque -pequeño defecto- impuesta por una nación invasora.

O sea que los constitucionalistas españoles se cuidaron muy bien de exhibir influencias afrancesadas. Es más, el artículo 12 reivindica a la religión católica, la considera la única verdadera y expresamente prohíbe el ejercicio de cualquier otra. Respecto de las libertades civiles y políticas es muy moderada. Y si bien le reconoce a negros y mulatos los derechos civiles, los excluye de los derechos políticos. Con relación a los africanos, las posiciones son más duras, dureza que apenas alcanza a suavizarse con una declaración donde insinúa que los negros podrán alcanzar la ciudadanía si hacen buena letra, practican virtudes excepcionales y otras exigencias por el estilo.

¿Y entonces por qué tanto ruido por una constitución cuyo liberalismo era tímido y en algunos aspectos vergonzante? En primer lugar, lo que nunca se debe perder de vista es el contexto histórico en el que los hechos se desarrollan. En segundo lugar, la Constitución de Cádiz sancionó un conjunto de leyes que para la época eran atrevidas . No eran leyes revolucionarias, eran reformistas, pero constituían la ciudadanía política, ponían límites al poder absoluto y rompían el entramado colonial.

El artículo primero ya era toda una novedad. Y para los viejos españoles reaccionarios una novedad escandalosa. “La nación española es la reunión de españoles de ambos hemisferios” dice. Por primera vez -y algunos dicen que por última vez- una iniciativa española incluía a los americanos en igualdad de condiciones.

No queda claro cómo influenció esta iniciativa en el proceso revolucionario americano. Y no queda claro porque para más de un historiador “la Pepa” fue más un obstáculo que un beneficio para nuestros afanes independentistas. De todos modos, y más allá de sus resultados, lo que importa saber es que en 1812, en España se dibujaba una estrategia de nación que anticipó en casi un siglo lo que en el Reino Unido de Gran Bretaña se habría de conocer como el commonwealth.

A modo de síntesis, podría decirse que la constitución sancionó el sufragio universal, la soberanía nacional, la monarquía constitucional, la división de poderes, la libertad de imprenta y los derechos civiles. No fue el capricho lo que motivó a Fernando VII a derogarla. Como buen monarca absoluto, sabía que era imposible gobernar como a él le gustaba hacerlo con esa constitución. Las objeciones eran políticas, pero por sobre todas las cosas, económicas. “La Pepa” diferenciaba la hacienda nacional de la hacienda real, lo que era gravísimo para el bolsillo de Su Majestad. Gravísimo porque las rentas iban a la nación y no a la hacienda real.

El 4 de mayo de 1814 el rey disolvió las Cortes. El 10 de mayo el general Eguía entró con sus tropas a Madrid e impuso el orden. A decir verdad, muchas protestas no hubo. El liberalismo en España era progresista, pero no popular. Ya dijimos que en la España de aquellos años el único político popular era el rey. Popular y reaccionario, claro está. Un maridaje que en el siglo veinte se pondrá de moda de la mano de los totalitarismos, los fascismos y los populismos en sus diversas variantes.

 

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